Han pasado tres años desde la última vez que escribí en este blog, y tengo muchas emociones encontradas al volver. Es extraño, pero siento un impulso de hacerlo. Tal vez sea un acto de reconciliación conmigo misma o, simplemente, una forma de seguir compartiendo esta historia.
Dicen que los momentos más difíciles de la vida son como “la noche oscura del alma”. Y sí, hoy puedo decir que durante tres años estuve ahí. Pero, para mí, la noche no era sombría ni se sentía como un abismo sin fondo. Al contrario, estaba llena de luz. Una luz tan intensa que su brillo encandilante llegaba a quemar.
Hacia el 2021, salí de Bogotá rumbo al campo. La vida me dio el regalo de llegar a un hogar maravilloso en medio de las montañas del Sumapaz, donde pude vivir como voluntaria durante 10 meses. Estaba en un paraíso, acogida por una familia hermosa y llena de amor. Todos los días estaba en contacto con la naturaleza, comía de forma saludable y disfrutaba de alimentos exquisitos que salían directamente de la huerta. Las cosas no podían estar mejor.
Con el paso de los días, empecé a sentirme demasiado bien.
Estaba extasiada, enamorada y sin exagerar, cada mañana me arrodillaba en el pasto para dar las gracias por cómo me sentía. Pensaba que, por fin, había llegado al punto de sentir el propósito de la vida. No necesitaba preocuparme por nada más.
De a poco, ese éxtasis se volvió más envolvente y constante. Desde las 4 de la mañana sacudía mi cuerpo con una energía desbordante. Me levantaba y aprovechaba esas chispas para bailar y cantar.
A las 6 de la mañana, mientras el sol comenzaba a asomarse, ya estaba bañada y lista para empezar a trabajar. Soy freelance en diseño, y todos los proyectos que antes tardaba un día completo en realizar, los terminaba en solo dos horas. Era sorprendente cómo podía crear y ejecutar todo de manera rápida e impecable.
A las 8 de la mañana, cuando todos en casa se levantaban, solíamos mover el cuerpo y meditar juntos. Durante varios días, después de hacer kriyas (ejercicios corporales y de respiración del Kundalini Yoga), llegaba el momento de la relajación.
En esos momentos, sentía que comenzaba a volar. Al cerrar los ojos, mi mente se llenaba de imágenes nítidas, colores vibrantes y, sobre todo, palabras. Era como si se desplegara un inmenso lienzo cubierto de sopas de letras, donde ciertas palabras comenzaban a destacar. Desarrollé una curiosa fijación por los prefijos y sufijos de ellas. Por ejemplo, me detenía en el prefijo “-AU” y empezaba a jugar con las palabras que lo contenían: ausencia, augurio, áurea. A partir de esos hilos de palabras, podía construir frases largas y complejas, utilizando un vocabulario que no era habitual en mí, pero que fluía de manera coherente.
Digo que era coherente porque desde afuera se veía así. Cuando les pregunto a mi familia y amigos cómo percibían mi comportamiento en ese entonces, me decían que me veían muy bien. Todo lo que decía, aunque fuera diferente, les parecía lógico y elocuente.
Recuerdo que era un día a principios de enero del 2022. Después de desayunar, me dieron unas ganas inusuales de dormir. Me recosté en la cama a las 10 de la mañana y caí profunda. Desperté 5 horas después y estaba completamente disociada de mi cuerpo. Veía las palmas de mis manos y no las reconocía como propias. Sentía que mi cerebro flotaba en un bowl de gelatina líquida y aunque era una sensación incómoda, seguía extasiada.
De pronto cuando me paré de la cama, escuché unas voces en mi cabeza. Una voz aguda y dulce, y otra grave y profunda. Por cierto, muy amorosas. Cada voz era de dos personajes, quienes se presentaron con sus nombres, y me dijeron que yo los podía escuchar solamente si les daba el permiso de transitar por mi cuerpo y mi mente.
Y adivinen qué respondí. ¡Obvio, que sí!
Para mí, en ese entonces, eso significaba ser la elegida, era una encomienda divina que ni por un instante iba a rechazar.
Una vez que di mi permiso, comencé a interactuar con estas voces. Sentí una necesidad profunda de escribir lo que me estaban comunicando, pero esta comunicación no se expresaba en un lenguaje común ni en forma de prosa, como ocurre en las conversaciones habituales. Todo lo que escuchaba y veía en mi mente eran juegos de palabras que se entrelazaban, formando conexiones sorprendentes. Cada palabra parecía estar unida a las demás por un hilo común: su etimología.
Mi cuerpo, sin embargo, estaba completamente agotado, lánguido, como si no pudiera sostenerse por sí mismo. Me tumbé nuevamente en la cama, incapaz de levantarme. Pero incluso en ese estado, tomé un esfero y un cuaderno para registrar lo que me dictaban. Así, recopilé 72 juegos de palabras relacionados con la abeja y 108 sobre el escarabajo.
Desde un enfoque psiquiátrico, este evento es un episodio psicótico.
Busqué en internet la definición de psicosis y la describen como un «trastorno» mental que implica una desconexión con la «realidad». Uso las comillas en «trastorno» y «realidad» porque considero que ambos términos son relativos. En cuanto a “trastorno”, siento que la palabra lleva una connotación muy negativa y definitiva, al menos desde mi perspectiva. Respecto a “realidad”, creo que cada persona vive una realidad única, moldeada por su percepción y el punto de vista desde el que observa. Todas estas realidades, aunque puedan ser imperceptibles para nuestros sentidos, son igualmente válidas y existen.
Sin embargo, desde mi experiencia, lo que sí rescato de esta definición es la palabra desconexión. Reconozco que en estos episodios psicóticos hay, sin duda, una disociación entre la mente y el cuerpo. Y esta separación, por lo tanto, implica una desconexión con una parte muy importante de mi misma. Más adelante, compartiré cómo he llegado a entender la psicosis hoy en día.
Estuve varios días en cama, durante los cuales tuve la fortuna de sentirme muy cuidada y contenida. Recuerdo que mi cuerpo me pedía comer mucha carne roja, y siento que esto me ayudó un montón a anclarme y recuperar fuerzas para levantarme.
Cuando finalmente logré hacerlo, decidí regresar a la ciudad, con mis padres, en Bogotá. Las alucinaciones seguían presentes. Al caminar por las calles, los letreros de los locales en los centros comerciales parecían cobrar vida: las palabras se iluminaban y se conectaban entre sí, mientras las voces continuaban acompañándome.
No sé cómo describirlo, pero todo en mí y a mi alrededor parecía estar envuelto en una especie de divinidad. Era una sensación de iluminación y unificación que me llenaba por completo. Tal vez por eso nunca consideré buscar ayuda médica, mucho menos psiquiátrica. Lo que estaba viviendo se sentía como un regalo extraordinario. Y puede que lo haya sido, pero en ese momento no tenía idea de todo lo que ese regalo traía consigo.
De pronto, la historia comenzó a cambiar de rumbo. Después de tanto ascender, llegó el momento del descenso. Una noche, mientras estaba sola en mi habitación, experimenté una certeza absoluta de que algo estaba por suceder. Era una convicción tan intensa que no dejaba lugar a la duda, como si pudiera poner las manos al fuego para probar su veracidad.
Estaba segura de que iba a morir y que resucitaría en tres días. Me preparé para ello: hice un ritual de baño, me vestí de blanco y escribí una carta a mis padres explicándoles lo que iba a ocurrir, con instrucciones claras sobre qué hacer con mi cuerpo durante esos días. Esperé a que fueran las tres de la madrugada y, entre lágrimas, temblores, miedo, pero también una profunda emoción por encontrarme con la divinidad, dejé la carta en mi mesa de noche y me recosté para morir.
A las nueve de la mañana del día siguiente, la luz que se asomaba por el borde del blackout de mi habitación me despertó: un nuevo día había comenzado, y nada había pasado. Me sentí como si hubiera salido de un hechizo, con un guayabo tenaz y un profundo malestar físico y emocional.
Mucho tiempo después comprendí que lo que ocurrió esa noche fue un delirio.
Pasadas algunas semanas regresé al campo, pero esta vez me acompañaban el miedo y la ansiedad. El descenso se hacía cada vez más evidente: me sentía deprimida, agotada, y las noches se convirtieron en una pesadilla. Aunque estaba exhausta, cada vez que cerraba los ojos, dentro de la parte frontal de mi cerebro aparecía un reflector gigante de luz. Era una luz tan intensa que literalmente sentía como si me estuviera fritando la cabeza.
Desesperada, recurrí a psiquiatría. Me recetaron antidepresivos, antipsicóticos y pastillas para dormir. Cuando le pregunté al psiquiatra qué me estaba ocurriendo, me dijo que podía tratarse de un trastorno bipolar.
*** Muy pronto publicaré la continuación de esta historia en“Gracias Psicosis- parte 2”
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