No hay nadie a quien no le guste viajar, o en su mayoría eso es lo que parece. Viajar pasó de ser una actividad a ser un propósito, una meta, una necesidad, una ilusión que promete no tener comparación con ninguna otra cosa. Tal parece que ya no importa el dinero que se necesite para viajar ni saber a dónde se va a llegar, simplemente el que quiere viajar viaja y ya.
Hasta las conversaciones ya tienen un tinte ‘viajero’. Preguntas como a dónde has ido, a dónde te gustaría ir, cuál es el próximo viaje son más relevantes que saber la edad de las personas o qué libro están leyendo. Además, creo que coincidimos en que los timelines de todas nuestras redes sociales están llenas de las fotos de los viajes de nuestros familiares, amigos y conocidos. Y, como siempre me dice una amiga chilena que hice -precisamente en un viaje-, “me encanta que la gente presuma a dónde va.”
El mundo es más claro para mí gracias a eso. Debo confesar que en el colegio se me dificultaba mucho la geografía y en la universidad las clases de historia, no era buena memorizando fechas, nombres de guerras y batallas ni contextos sociales. Sin embargo, desde que salí por primera vez del país, mis pasos me han llevado a aprender todos esos datos y detalles con los locales, con las personas que allí viven. Su forma de ser, como viven, los rasgos de su rostro, la timidez de sus sonrisas al hablar con un extraño -entre otros maravillosos detalles- hablan, explican y representan a su país.
Por eso quizá es que amo viajar, porque al llegar a otro lugar en el que todo es diferente a lo que estoy acostumbrada puedo sentir la vida de otra forma. El hecho de salir es enriquecedor, porque es una gran forma de darse cuenta de que la vida «no para, no espera, no avisa» como canta Jorge Drexler, y que está ocurriendo de muchas formas y en todos los rincones del planeta. En esos instantes es que me siento con millones de posibilidades, pues salen a flote partes inexploradas de mí en otras culturas e incluso otros idiomas.
Por supuesto que también es válido ser turista, cuya diferencia con el viajero es el tiempo que pasa en el destino desconocido. Hay ciudades que dan para precisamente ‘turistear’, para detallar con el lente de una cámara y visitar monumentos, esculturas, parques, museos y edificios icónicos. Y hasta ahí. Son lugares de paso, de conexión, sitios para sacarse la espinita de ‘Como es que voy a Brasil y no visito el Cristo Redentor, cómo es que voy a Nueva York y no conozco el Empire State’. Pero no cabe duda que hay unas ciudades en especial que sí valen la pena ver más allá de esos atractivos comunes, que han sido fotografiados millones de veces desde el mismo ángulo, y que parecen no ser todavía bien exploradas.
Déjeme decirle algo: atreverse a comer snacks callejeros, mientras se pasea por barrios tradicionales en compañía de un local, que ya sea en su idioma o en un inglés enredado -pero entendible- le va contando cosas de ese lugar no tiene precio.
Por eso, no sea un turista, no solo eso, dese la oportunidad de relacionarse con las personas oriundas de ese nuevo lugar que conoce, que ellas lo guíen, que le hablen si les gusta la comida dulce o si prefieren los vegetales, que le cuenten a qué hora son normalmente los atardeceres, qué música bailan en las fiestas, qué piensan del matrimonio. Y así, cuando usted regrese a su país y le pregunten qué tal es ese lugar, usted no se quede corto sino tenga miles de historias por contar y anime a los demás a tener esa aventura. ¡Seamos viajeros! Si vamos a estar de paso, pues que ese tiempo valga la pena y sea suficiente para dejar huellas imborrables, unos con otros.
Desde 1980, cada 27 de septiembre, se celebra el Día Mundial del Turismo, en memoria del día en que la Organización Mundial del Turismo (OMT) comenzó a fomentar el turismo. Hoy recuerdo en especial a todas aquellas personas de diferentes nacionalidades con las que he cruzado el camino porque gracias a que he visitado su hogar, tanto su casa como su país, mi manera de pensar ha cambiado y es más abierta a vivir en la diferencia.
El turismo es una actividad que debemos aprovechar para motivar a otros a que se atrevan a salir, a que no teman a los rumbos desconocidos que traen otros lugares, y así contribuir de muchas formas al desarrollo y visibilización de otras poblaciones. Ese es el mejor regalo de un viaje.
Que cada día tengamos más posibilidades de salir y adentrarnos en la cultura de otros es clave para entender que el mundo desde siempre ha sido diverso y eso es lo que lo hace especial. En él habitamos personas de todos los tamaños, contexturas, color de piel, religiones, profesiones, oficios. Es muy claro que todos somos diferentes, así que eso en vez de seguir generando discordia e intolerancia, debería unirnos en la misma misión: hacer este planeta más feliz.
Twitter: @Olarevuccello
Excelente artículo. Lo mejor de viajar es mezclarse entre la gente, sin prejuicios, compartiendo con ellos y aprendiendo, sobre todo. Creo que al volver, tu no recuerdas el lugar que visitaste, sino más las personas que se cruzaron en tu camino. Te dejo mi blog para que le eches un ojo, tal vez podamos trabajar juntos alguna vez: http://blogs.eltiempo.com/filho-da-terra/ Un saludo!
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