Un vendedor de fruta en Túnez se enciende en fuego, desatando una ola de manifestaciones ciudadanas en el medio oriente, una primavera árabe en la que varios pueblos parecen liberarse de la tiranía de regímenes autócratas. Poco después, en respuesta a la crisis financiera mundial, cientos de indignados acampan en la Puerta del Sol y rápidamente se esparcen por toda España. A la misma vez, miles de griegos se vuelcan a las calles para protestar las medidas de austeridad con las que su gobierno busca recuperar la estabilidad fiscal tras años de gasto insostenible. Al otro lado del Atlántico, el movimiento Occupy se toma las afueras de Wall Street y se esparce por los Estados Unidos hasta llegar al campus de la Universidad de Berkley en la costa opuesta.
Es el año 2011 y las revueltas están de moda a nivel mundial. La revista Wired reporta la llegada de un activismo recargado por las redes sociales y «el manifestante» es escogido por los editores de la revista Time para la celebre portada de la persona del año.
Dos años después, tras haber promulgado una constitución democrática, facciones del pueblo egipcio, insatisfechas por haber elegido un Presidente anti-democrático, se vuelcan a las calles, propiciando un golpe de estado. Mientras tanto, jóvenes en Turquía montan una nueva acampada en medio del mundial sub-20 que termina en enfrentamientos con la fuerza pública. En Brasil también aprovechan la atención de los medios mundiales en plena Copa Confederaciones para forzar al gobierno a atender sus pretensiones acudiendo a las vías de hecho. Cada uno de estos casos termina en violencia y los muertos se acumulan como flores de primavera marchitadas por la oscuridad del otoño.
En Colombia, nunca faltos de olfato, políticos oportunistas soplan para que la chispa de rebelión que perciben crezca lo suficiente para encender sus antorchas, justo cuando comienza la temporada electoral. Aprovechándose de la desdicha ajena para servir sus propios intereses, ambos extremos confluyen e intentan prender fuego a diestra y siniestra para mantener al gobierno de turno ocupado apagando incendios, sin importar que puedan terminar quemando el país entero.
Por un lado, la izquierda busca sacar provecho de las dificultades y el descontento de varios sectores productivos para intentar darle vigencia a sus ideas desgastadas. Cómodamente, sus incendiarios líderes ignoran que sus tesis proteccionistas y su visión insostenible e injusta de la economía, llena de subsidios y privilegios para sectores consentidos que les ponen votos, son lo que ha fomentado la baja productividad que hoy los tiene en aprietos. Ahora, en lugar de corregir el rumbo para aprovechar las grandes oportunidades del libre comercio, abogan por retroceder, ofreciendo como medicina la receta que enfermó al paciente.
Por otro lado, no habiendo podido perpetuarse en la Presidencia con su perversa tesis del «estado de opinión», la derecha busca recuperar el poder a toda costa, sin importar que su destructiva campaña reduzca la confianza inversionista, deteriore la seguridad y fomente la discordia social en el país. Cómodamente, también ignoran su responsabilidad en que muchos sectores del país estén llegando cojos a la carrera del libre comercio, pues en ocho años de gobierno, por pensar más en las próximas elecciones que en las próximas generaciones, destinaron las inversiones del campo y la infraestructura a sus amigos.
Nada de esto quiere decir que las preocupaciones de los sectores productivos de Colombia que hoy se unen a la protesta no sean legítimas. Tampoco significa que debamos ignorar los factores estructurales que hoy tienen sufriendo a miles de familias. Pero atrincherarse en la confrontación no es la formula para encontrar un balance sostenible entre la ayuda en tiempos de necesidad y la inaplazable preparación que necesitamos para aprovechar un futuro que está lleno de oportunidades.
La verdad es que nadie gana con un paro y tanto para los sectores afectados como para el país, lo conveniente es optar por el diálogo constructivo en lugar de la protesta destructiva. Además, en una sociedad que busca la reconciliación tras medio siglo de conflicto armado, la voz de la protesta no puede seguir siendo la violencia. No seamos inconsecuentes y recordemos que la construcción de paz es tarea de todos.
La historia está llena de lecciones sobre el peligro de someter las políticas nacionales a las pasiones de las masas, cegadas por emociones fogosas, pues éstas inevitablemente terminan cometiendo grandes injusticias en el nombre de la justicia. Por eso, hoy más que nunca, los ciudadanos colombianos debemos pasar la mirada del espejo retrovisor a las oportunidades que se avecinan y afianzar nuestro compromiso con la democracia liberal, optando siempre por resolver nuestras disputas dentro de la institucionalidad y mediante la deliberación civilizada, trabajando juntos para construir sobre nuestras coincidencias, que superan con creces a nuestras diferencias.
Si estamos descontentos con nuestras instituciones y nuestro rumbo, pasemos de la indignación apática a la participación democrática, conscientes de que las armas más poderosas contra la corrupción y el mal gobierno siempre han estado en nuestras manos: la libre expresión, dentro del pacifico respeto a los derechos de los demás, y el voto libre, informado y a conciencia.
Creo en el poder de las ideas. Pienso que vivimos en el siglo de las oportunidades. Busco comprender, compartir y colaborar.
Economista (B.A.), McGill University (Montreal, QC). Abogado (J.D.), The George Washington University Law School (Washington D.C.) con un programa en derecho internacional y comparado en Cornell Law School & Université Paris I Pantheón-Sorbonne.
«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.» Es como si Dickens […]
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