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En 1946, George Orwell publicó La política y lenguaje inglés, un ensayo sobre la importancia del buen uso del lenguaje en los debates públicos que advertía que «pensar con claridad es necesario como primer paso hacia la regeneración política«.

En Colombia hablamos mucho de política. Y en cada declaración y debate van y vienen palabras cuyos significados están tan deteriorados como la confianza en las instituciones. «Paz», «libertad», «democracia», «derechos» y «justicia» son algunos términos que se han venido desprendiendo de su definición corriendo el riesgo de entrar en el diccionario del doble-pensar.

Aunque esto se debe a varios factores, gran parte de la culpa recae sobre nuestros malos políticos -ya sea por calidad o intención- que se pueden dividir en dos tipos: los que no están para nada preparados para ejercer el poder y los que están preparados para hacer todo por alcanzarlo (o recuperarlo). Los primeros deforman las palabras en un triste intento por tapar sus enormes huecos conceptuales, mientras que los segundos, que incluyen a demagogos, populistas y falsos demócratas, manipulan el lenguaje a conciencia y con codicia. Y de ahí, el mal uso de las palabras se esparce entre falacias. Los periodistas las reportan, los fanáticos las impulsan, las redes sociales las replican y la gente las adopta. Los conceptos se contaminan y el ciclo se repite.

En el país del escándalo del día, a muchos les parecerá que este tipo de asunto no es prioritario en la agenda nacional pero se equivocan. Nuestra sociedad se está acercando a un momento de inflexión. El fin del conflicto con las Farc (que no es lo mismo que «la paz») abrirá la puerta a una serie de debates que durante cinco décadas se han visto opacados por la oscura sombra de la violencia política. Debates sobre la esencia misma de nuestra sociedad. Debates a los que un nuevo actor llega armado con retórica. Por eso, en aras de promover la toma de decisiones informadas y responsables, debemos tomar pasos para recuperar la precisión en el uso del lenguaje y restaurar la lealtad en la deliberación.

Un buen lugar para comenzar es con una reflexión nacional sobre el derecho de los derechos.

Como resultado de la demagogia, los derechos en Colombia (al igual que los impuestos) hoy no parecen tener límites ni contraprestación. Son absolutos. Cada uno está convencido de que está en todo su derecho de hacer, reclamar y recibir lo que quiera sin tener que dar nada a cambio. Y siendo así las cosas, el contrato social está siendo reemplazado por 48 millones de contratos de adhesión; términos y condiciones individuales que no conocemos pero que nos vemos obligados a aceptar en un click (y que además son sujetos de cambios unilaterales sin previo aviso). Una invitación al conflicto permanente.

Los límites, aunque parezcan aburridos o sean impopulares, son necesarios para la convivencia colectiva y generan beneficios tanto para la sociedad como para los individuos. En un partido de fútbol una linea bien trazada es la diferencia entre un saque de banda y una pelea, entre un argumento sin fin o un juego fluido. Y aunque balancear los derechos puede ser complejo, conviene tener claro que el límite de todo derecho (sí, de todos, hasta de los fundamentales) está en dónde comienzan los derechos de alguien más.

Cómo dijo Benito Juarez, «entre los individuos, como entre las Naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz». Bienvenido sea el fin del conflicto y la ampliación de la democracia. Pero si en realidad queremos una paz justa, estable y duradera, llegó la hora de aclararle a nuestra sociedad qué son los derechos, hasta dónde van y cómo se concilian cuando riñen entre sí. De lo contrario, un buen día nos despertaremos en una versión de Colombia en la que al libertinaje se le llama libertad, o al autoritarismo se le llama autoridad, y en ambos escenarios la democracia liberal estará un paso más cerca de ser reemplazada por un estado de opinión.

 

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