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Año nuevo, vida… ¿nueva?

Permítanme escribir esta entrada en primera persona para contarles algo que me ha sucedido en los primeros días de enero de 2017 y que, a lo mejor, es una de esas situaciones que a muchos les ocurre o les han acaecido al llegar a la edad de la jubilación. Y que debe entenderse como algo normal. Se cumplen ciclos en la vida, los años no pasan en vano, y uno se apresta —con miedo, incertidumbre y algo de esperanza (?)— a encarar ese nuevo estado en que se convierte en ese “mueble viejo” que nadie sabe dónde situar, que incomoda en algunos espacios, pero que aún es “útil” en ellos o se siente útil en otros.

Pensionados

Caricatura Huadi, tomada de La Nación, Argentina

Estoy afiliado desde hace mucho tiempo a un fondo privado de pensiones, y en los primeros días de este año me dirigí a sus oficinas para informarme de todo lo que necesitaba conocer sobre mi nuevo estatus. Aún no sé qué me ha indignado más: el lujo de las mismas o el trato que nos dan a las personas que llegamos a ese estado de “gracia”.

Si es por lo primero, en lo que uno piensa es en que, para estar en el fondo en que hoy me encuentro, mi afiliación, como la de muchos otros, ha pasado de mano en mano y de entidad en entidad durante años, sin que nos cuenten o contemos dentro de los planes de venta de estas entidades. Me explico. Cuando me acogí al fondo privado, me dejé llevar por la publicidad que proclamaba que uno tocaría a las puertas del cielo con el nuevo sistema y me retiré voluntariamente del Seguro Social. La Ley 100 abría nuevos horizontes, según los titulares de la época. Me acuerdo de que el fondo de pensiones al que me acogí se llamaba Santander. Luego este se le vendió a otro, y ese otro se lo vendió a otro, y ese otro a otro, y así he ido pasando de fondo a fondo sin que nunca me llegara una carta de alguno de los fondos por los cuales iban desfilando mis aportes en que me contaran de la venta o del traspaso o me dijeran que respirara tranquilo porque todo iba a seguir igual o a estar mejor. Tampoco, por supuesto, hemos sido nunca partícipes de los intereses obtenidos por las negociaciones, siendo nosotros, los aportantes, quienes, finalmente, hacemos posibles esas ventas millonarias.

Entonces allí uno ve de qué manera han “invertido” su plata: amplios locales con pisos en mármol, divisiones de lujo, computadores de última generación, etc., pensando, tal vez, no en la óptima atención al usuario sino en una futura (otra más) venta del negocio.

Si es por lo segundo, lo de “mueble viejo” salta a la vista. A partir del momento en que se ingresa al establecimiento, el trato se hace indigno. Desde el primer funcionario con que uno se topa —el que entrega el “digiturno”— en adelante, lo tratan a uno de manera anormal. Uno ya no es un señor: ahora es “mi viejito”. Uno ya no ocupa una silla: le dicen, con ese tipo de sonrisa que uno le pone a los bebés: “Vaya, mi viejito; siga y espere en esa sillita a que lo llamen”. Y lo miran como si sufriera de incontinencia, utilizara pañales para adulto y fuera a dejar un rastro imborrable sobre el piso impoluto. Como si estuviera babeando. Como si tuviera alzhéimer, párkinson y varios achaques más.

Dejando de lado el sinsabor de la entrada y la espera, cuando por fin se accede al cubículo designado, ahí comienzan a desvanecerse todas las ilusiones. Una funcionaria que habla casi como en letanía, repitiendo lo dicho una y otra vez, me dijo que tenía ahorrados 232 millones de pesos. Son más de cuarenta años de aportes voluntarios que religiosamente, mes a mes, gota a gota, he ido consignando para, suponía yo, hacerme con un futuro estable y promisorio: invirtiendo una parte en la compra de vivienda y lo restante en algún instrumento financiero que me proporcionara protección y confianza para lo que me resta de vida. Pero nada. Cuando hablé de manejar yo mismo mi destino, cuando hablé de la posibilidad de retirar todo lo ahorrado en el famoso “bono pensional”, me dijeron que no. Que ya no podía, que se habían cumplido los términos para lograr la devolución de mi ahorro y que, desde el momento en que me pensione, me van a entregar mensualmente 930 mil pesos (el cálculo promedio de ingresos en los últimos diez años), de los cuales me descontarán los aportes por salud. ¡Plop! O sea que, luego de tantos años de trabajo, resulta que finalmente me van a dar algo así como 600 mil pesos al mes, menos que el salario mínimo, y, obviamente, cada cierto tiempo deberé llevar constancia de notaría de que sí señor, estoy vivo y soy yo la persona que el notario certifica que soy.

Enterradas las ilusiones, surgen las preguntas: ¿me habrán liquidado bien?, ¿de qué voy a vivir?, ¿qué pasará cuando este “mueble viejo” comience a desbaratarse? Y si me enfermo de gravedad y no puedo seguir trabajando, ¿quién se hará cargo de este desvencijado trasto: ¿el Estado? ¿Y los servicios? ¿Podré seguir pagando arriendo, alimentarme, vestirme modesta pero decentemente e ir de vez en cuando a algún cine?

Un panorama nada halagador el que me espera —o nos espera a muchos—. Más de la mitad de mi vida laboral he sido trabajador independiente —“contratista”, que llaman— y mis ingresos han oscilado. Algunas veces han sido un poco más, la mayoría de las veces un poco menos, y así uno es medido, valorado y promediado (¿será esto lo que los economistas denominan pomposamente “fluctuación”?) durante los últimos diez años de su vida laboral, antes de adentrarse en las arenas movedizas de la jubilación.

Y, ya entrado en el fértil terreno de las conjeturas, ¿será que tengo derecho a reclamar mi bono pensional completo o tengo que resignarme a recibirlo a cuentagotas? ¿Existirá algún derecho que me ampare y que los burócratas de los fondos niegan o esconden? ¿O deberé “incoar” una reclamación o alegato ante algún juez de la República, con todo lo que ello implica, como último berrinche o instancia?

Adiós a la radio… tradicional

logotipo-distrito-cultural

 

Toda mi vida laboral he estado ligado, de una u otra forma, a la radio. Me gusta. Me hace feliz. Me llena. Me absorbe y me apasiona. Por ello he asumido con entusiasmo el reto de la radio virtual desde el Instituto Caro y Cuervo. Desde el 2013 le apostamos a la radio institucional por Internet, y en verdad he tenido grandes satisfacciones gracias a que cuento con un equipo pequeño pero entusiasta que, como yo, cree en las bondades de la radio.

Hice mis “primeros pinitos” en la HJCK cuando era estudiante de Comunicación Social de la Javeriana, y desde ese lejano entonces he estado vinculado a la radio, sobre todo a la universitaria.

Llegué a UN Radio, la emisora de la Universidad Nacional de Colombia, en 1998. Años antes me había distanciado de la radio pero siempre había seguido ligado al periodismo. Cuando llegué a la 98.5 tuve un recibimiento que nunca podré olvidar. Ese día, 18 de abril, estaba, cual principiante, tratando de adaptarme de nuevo a las consolas, las grabadoras de carrete abierto —¡cómo ha pasado el tiempo!—, los micrófonos, los consejos de redacción de UN Análisis, el noticiero de la emisora, y el frenesí de la noticia. Esa tarde era el único de los periodistas que se encontraba en las instalaciones cuando me llamaron de urgencia a la cabina. Habían asesinado a Eduardo Umaña Mendoza, siempre ligado, al igual que su familia, a la historia de la Universidad Nacional de Colombia. El país estaba conmocionado y las directivas de la universidad querían levantar su voz de rechazo. Allí, sentados frente a una mesa que me pareció más grande de lo normal, se encontraban Víctor Manuel Moncayo, el Rector, y Alejo Vargas, el Vicerrector de la Nacional en ese entonces. Creo que mi nerviosismo aún retumba dentro de esas cuatro paredes. No era para menos. Tenía, si acaso, escasas seis horas de estar en mi nuevo entorno tratando de adaptarme y me veía abocado a conducir un diálogo de algo más de una hora en que tanto el profesor Moncayo como el profesor Vargas llamaban a la sensatez y a la calma. Cuando se terminó el espacio, mi manojo de nervios se había atemperado un poco: yo había regresado a la radio.

De allí en adelante, ¿qué no hice en la UN Radio? Conduje programas, realicé noticieros, presenté musicales, cubrí congresos, ferias del libro, etc., etc., e inicié un noticiero cultural, DC Distrito Cultural, que mantuve al aire como director, presentador, libretista, entrevistador y mensajero durante dieciocho años.

Distrito Cultural fue una ventana que abrió la emisora de la Universidad Nacional de Colombia para dar a conocer la cultura en sus diferentes expresiones en la ciudad. Por ese espacio pasaron todas las voces culturales imaginables en una urbe como la nuestra. Las propias y las foráneas, de lo connotado a lo marginal, en un horario que en principio pintaba difícil (de lunes a viernes, de 12:30 a 1:00 p.m.), pero que poco a poco fue ganándose la aceptación de los oyentes y de los gestores culturales.

El viernes 23 de diciembre fue el último programa de 2016. Hasta esa fecha realicé 4.244 emisiones. Todo un récord en un país como el nuestro. Me despedí del público como siempre. No sabía que esa despedida sería, en verdad, la última.

Y es que, para enlazar esto con lo de las pensiones, todos los años, a finales de uno y comienzos de otro, los contratistas vivimos con zozobra y con “el corazón en la mano”. Invocamos a todos los dioses. Los ya conocidos y los que están por conocerse, pues uno nunca sabe si será tenido en cuenta para una nueva temporada, si lo llamarán, si cambiarán las políticas de la institución o si sobrevendrá alguna otra calamidad en ese largo mes que trascurre entre el final de un contrato y el inicio de otro.

Este año no se dio. Aduciendo un recorte presupuestal, después de tanto tiempo no me tuvieron en cuenta los planes de la vigencia 2017 en la UN Radio. Todo bien. No hay problema. Nada que hacer. Cada empresa o entidad es autónoma de prorrogar o no los contratos con las personas que laboran en ella. No voy a gritar. No voy a presentar tutela alguna. ¿Para qué?

Con lo que sí no estoy de acuerdo es con la manera en que me dieron la noticia. Después de todos estos años de trabajo en una entidad que hace parte del principal centro educativo del país, uno creería que merece que lo llamen y lo citen a un diálogo entre personas, entre director y realizador, quienes se conocen desde tiempos inmemoriales y han sido cómplices en muchas aventuras radiales. Pero no. En un correo electrónico dirigido a dieciocho personas más, el pasado viernes 20 de enero a las 6 y 14 minutos de la tarde y en catorce lacónicas palabras me agradecen por mis aportes… y nada más. Punto. “Final, final. ¡No va más!”

Ni siquiera me dieron la oportunidad de despedirme de los oyentes. Tampoco me dejaron decirles adiós a los compañeros de tantos años compartiendo espacios y micrófonos; mucho menos a todos los gestores culturales y entidades que confiaron en mí y en el espacio que realicé a la hora dar a conocer sus proyectos.

El camino es largo y culebrero. Yo, por mi parte, seguiré en la lucha, en la brega, en la radio, haciendo Distritos Culturales desde CyC Radio. No se preocupen, artistas, músicos, escritores, compositores, teatreros, cineastas, etc.: ustedes siguen contando conmigo para dar a conocer sus novedosas propuestas.

Sigo haciendo radio. Digital. Por Internet. La radio del futuro. Pero, como estamos en Colombia, seguramente esta se va a demorar en llegar. No estamos en Noruega, que apagó la señal del fm desde el pasado 1.° de enero. Aquí sigue vivito y coleando, y a mí, en lo personal, me hace falta. Así que, con la frente en alto, paso proyectos y oigo propuestas. Este “mueble viejo” todavía lucirá donde lo arrumen.

@culturatotal

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Periodista y gestor cultural. Director de CyC Radio, emisora virtual del Instituto Caro y Cuervo y realizador del noticiero D.C. Distrito Cultural en UN Radio 98.5, Bogotá. Lector voraz y coleccionista de historias y música rock.

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3 Comentarios
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  1. “De pensiones y contratistas | Cultura Total” | Inversiones sin ilusiones

    […] Indignante, pero para nada sorpresivo, es el asunto de la nota publicada por Víctor Ogliastri, De pensiones y contratistas. […]

  2. Sobre el tema pensional, creo que hay algunas confusiones en la terminología utilizada. Seguramente los aportes hechos durante el tiempo expresado, fueron obligatorios y no voluntarios. El bono pensional es el monto de su etapa en el Seguro Social y que paso el fondo privado cuando se traslado allí. Y el cálculo del promedio de los 10 últimos años se hace en Colpensiones y no en los fondos privados.
    Sin duda, nunca debió pasarse a un fondo privado ya que por su edad y el tiempo de aportes lo que le convenía era permanecer en Colpensiones (Seguro Social). El problema es que la mayoría de personas no le prestan atención a su pensión y nunca revisan cuales son sus opciones, con cuanto saldrían si están en uno u otro sistema y cuando llegan al punto de pensionarse se llevan éstas sorpresas.

  3. rodrigo375075

    Esa es la triste realidad con los fondos de pensiones privados pues es una cuenta de ahorro con unos intereses míseros y el duelo del fondo trabaja tu plata y se enriquece y después la pensión no te alcanza ni para la medicina y los pañales. De otro lado en la mayoría de los casos los contratistas en las entidades públicas o son los que hacen el trabajo o son corbatas y en todos los casos mal pagos

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