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Nunca entendí muy bien la idea del Niño Jesús. Cuando era pequeño me costaba comprender quién era y por qué se dedicaba a traer regalos el día de su nacimiento. Lo veía ahí en el pesebre, y me preguntaba cómo era posible que un bebé en pañales pudiera conseguir ese triciclo tan grande que le había pedido. Es uno más de esa serie de misterios religiosos que se aceptan sin rechistar porque convienen mucho. Como los festivos.
Sin embargo, las dudas continuaron cuando supe de la existencia de otro personaje que también se dedicaba a la misma labor por estas fechas, y que era el responsable de que algunos de mis amigos tuvieran sus regalos: Papá Noel, alias Santa Claus. Un tipo más bien gordo, ceñido en un traje rojo, entrado en años y de barba blanca, competía con la entrega de presentes durante las fechas navideñas con el Niño Dios. ¿Y a mí por qué me traía los regalos uno y no otro?

La cosa se complicó todavía más cuando descubrí que Mafalda, y como ella otros niños argentinos, tenía unos benefactores diferentes: los Reyes Magos. Llegaban más tarde, pero su presencia en el asunto de los regalos me pareció más lógica. Primero que todo, habían llevado obsequios al la Sagrada Familia guiados por la Estrella de Belén. Se podía ver, en el pesebre, donde mi abuelo los iba cambiando de sitio día a día, cada vez más cerca de la Virgen, San José y el Divino Niño, hasta que por fin se encontraban para entregarle las ofrendas.

Segundo, eran reyes. Así que debían lo suficientemente poderosos y acaudalados como para dar regalos a todos los niños, cosa que no tenía mucho sentido en un recién nacido o en un viejo jubilado, gente de poca capacidad adquisitiva propia. A menos que Santa Claus sea un anciano millonario al que le gusta que los niños se sienten en su regazo para escuchar sus peticiones de regalos. No es divertido, suena a pedofilia.

Tercero, los Reyes también eran magos. ¡MAGOS! Así era mucho más comprensible que pudieran entregar millones de presentes en todo el mundo. Tres poderosos hechiceros venidos del Lejano Oriente. Seguro que hasta podían volar en alfombras y conjurar bolas de fuego. Genial.

Entonces me volví fan de los Reyes Magos, aunque eso significara tener que esperar doce días más para recibir mis regalos. Mi familia ni siquiera me hizo caso, y añadió esta nueva idea con otras que había sacado de leer Mafalda, como querer tener una tortuga o preguntar por el conflicto palestino israelí. La cosa se quedó así durante años, aunque seguí pensando en el trío de reyes incluso después de saber cómo funcionaba el perverso tinglado de mentiras con el que nos engañaban a los niños en navidad.

Lo bueno es que al venir a España descubrí que aquí la franquicia de los regalos la tienen los Reyes Magos, mis secretos favoritos de siempre. Incluso se celebra una cabalgata con carrozas en el centro de Madrid, un espectáculo que llena las calles de familias y niños, ansiosos por recoger algunos de los dulces y regalos que lanzan los Reyes.

Así que lo siento por el Niño Jesús y Papá Noel, pero en esta ocasión voy a cambiar de benefactores. Nunca me ha quedado muy claro qué es la mirra, el incienso se lo dejo a los hippies y a los Hare Krishna, pero este 2011 se me ocurren muchas cosas interesantes para hacer con ese oro de Melchor.


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