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Siempre me he preguntado si hay mafias internacionales en los bajos fondos madrileños que se reparten las ventas callejeras de la ciudad. Porque Madrid tiene sus vendedores ambulantes ilegales muy bien repartidos por razas y productos de una forma bastante definida, llenando un nicho de mercado contra el que lucha infructuosamente la policía. Es como la ONU del comercio ilegal.

Hace años prosperaba el mercado de discos compactos piratas. Los negros africanos tendían sus mantas en el suelo de las grandes avenidas para exhibir su mercadería: la música de moda en CD grabados, con su carátula mal copiada a todo color. Lo que estuviera en los 40 Principales, en el top de los más vendidos, lo que se escuchara en radio y en discotecas estaba allí. Desde Shakira hasta los Rolling Stones, cualquier cosa se podía encontrar en lo que se empezó a llamar coloquialmente como el «Top Manta». Las productoras musicales pusieron el grito en el cielo cuando la cosa prosperó, porque cada vez eran más los vendedores de música pirata, y empezaron las redadas policiales, las multas y las detenciones.

El mercado fue decayendo por culpa de internet. No el de las productoras musicales sino el de los negritos del Top Manta. Para cuando empezaron a vender DVD con películas pirateadas, ya la gente había aprendido a descargárselas, igual que la música. Así que hicieron lo que las grandes productoras no han podido: empezaron a diversificarse.

Actualmente se dedican al comercio de bolsos de Luis Vuitton, cinturones de Gucci, perfumes de Christian Dior y gafas de Prada, todo made in China. Y la policía todavía los busca, con lo cual es fácil ver por Madrid una marea de africanos con su manta al hombro llena de mercancía, siendo perseguidos por los agentes de la ley. Casi nunca los alcanzan: estos negritos vienen de una raza que corría tras gacelas y huía de tigres en el Serengueti, otros animales más veloces que un policía madrileño.

Mientras los africanos venden productos chinos en el mercado negro, los orientales se dedican al negocio del alcohol y la comida para borrachos. El centro está plagado de estos pequeños y diligentes personajes que llevan un carrito de la compra o una bolsa de plástico cargada de latas de cerveza y refrescos, e insisten a los caminantes nocturnos con una de las pocas frases que saben hablar en español: ¡celveza, un eulo!

Mientras tanto, algunos de sus congéneres montan guardia en las esquinas con un cajoncito de madera donde venden chocolatinas, caramelos, chicles, galletas. Otros incluso tienen bocatas preparados de jamón, queso y chorizo. Y unos más, buscando paladares desesperados, venden espaguetis fríos con salsa de tomate en platos desechables. (Esto es recomendable comerlo únicamente como medida desesperada si el hambre borracha acosa con frenesí, y no hay más remedio que aplacarla con lo que esté más cercano. Normalmente el alcohol consumido mata las bacterias, pero yo no lo consideraría una garantía de higiene.)

Los más recientes en llegar al mercado multicultural de las calles madrileñas son los orientales de tez cobriza y grandes ojos oscuros que venden flores y baratijas de bar en bar. Un amigo los llama así: los bar-atijos. Van cargados con ramos de rosas rojas, blancas y amarillas, y adornados con toda suerte de cachivaches relucientes: anillos y collares que brillan en la oscuridad, gafotas enormes de colores, sombreros, pelucas, coronas de princesa… Cuando uno los ve entrar centellean tanto que parecen seres de otro planeta dispuestos a comunicarse contigo a cambio de unos pocos euros, aunque realmente sean de la India o de algún otro país aledaño.

Pese a lo precario de su situación, estos pequeños comerciantes internacionales suelen ser gente bastante inofensiva. Malviven con su informalidad, con la seguridad de que incluso la más modesta cotidianidad en España es mejor que el día a día en sus países de origen. A veces te venden sus productos a precios más caros si pueden, y tal vez la calidad de los mismos deje mucho que desear, pero nunca intentarán robarte la cartera o quitarte tu dinero. Al fin y al cabo, están trabajando de la manera más honrada que pueden.

Pero alguien muy arriba debe haber controlando todo este comercio, porque cada raza parece respetar los mercados que explotan las demás: no se ven negritos vendiendo cerveza, ni chinos ofreciendo flores. La imaginación cinematográfica tiende a mostrarme un salón subterráneo, oscuro y lleno de humo, donde los líderes mafiosos se reúnen para dividirse la ciudad mientras beben whisky y negocian los sectores de influencia. O tal vez sea demasiada televisión, y no haya Sopranos ni gángsters de Baltimore detrás de este tinglado comercial, porque a veces la realidad resulta siendo más aburrida.

¿O no?

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