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Uno de los grandes defectos de Madrid es que no tiene playas. Es una falta terrible en un país donde media Europa viene a tomar el sol y bañarse en el mar. Y es peor aún en la estación veraniega, cuando el sol canicular pega con saña y no deja ni un ápice de humedad en el ambiente.

Porque, para quien no la conozca, Madrid es una urbe más seca que el pedo de una momia. La geografía del entorno es árida, ocre y dura. Y la ciudad, con su microclima particular, convierte este pequeño infierno en uno todavía más ardiente. Mientras los rayos solares caen sin contemplación sobre las calles, el asfalto y los edificios, los motores de vehículos y aires acondicionados contribuyen a dar su toque de calorcito a una atmósfera que ya era sofocante. Y dicen que Sevilla es peor, que los huevos se fríen en el pavimento de las calle, que el diablo fue de visita y se devolvió a Madrid porque se estaba cocinando…

La única forma de sobrevivir a esta temporada de intenso achicharramiento es llevar siempre a mano una botella de agua para hidratarse, y caminar por la sombrita para reducir un poco los grados de calor. En otras ciudades españolas, en Barcelona, en Alicante, en Cádiz, en Valencia, en San Sebastián, uno se iría en cualquier rato libre a la playita, a desestresarse un poco, recibir la brisa marina y a mojarse los pies en el mar para calmar el sofoco.

En Madrid la única opción es irse a una piscina. Hay algunos afortunados que las tienen en sus conjuntos cerrados, o en sus casas privadas. El resto de los mortales tenemos que conformarnos con alguna de las 22 instalaciones municipales que hay repartidas por toda la ciudad, y que abren sólo durante esta temporada del año.

Y cada una es todo un espectáculo.

Son como pequeñas plazas públicas que reflejan la idiosincracia del barrio en donde están ubicadas, con todo lo bueno y lo malo y lo particular de cada una. Por supuesto, suelen ser bastante concurridas, con todo tipo de personas, muchas familias, grupos de niños y adolescentes, parejitas que se abrazan bajo el agua.

Suele haber una cafetería en donde venden desde chicles hasta menús completos de comidas, aunque muchos prefieren llevarse preparado un buen sándwich de casa, o platos más preparados en envases de plástico. Todo, bajo la atenta mirada de dos o tres socorristas que vigilan los comportamientos peligrosos y están atentos a cualquier accidente. Y la mamá de turno que no deja que los niños se bañen hasta pasado un rato después de haber comido, porque es peligroso el corte de la digestión. No es leyenda urbana, niños.

La entrada a las piscinas no es gratis; las tarifas han ido subiendo poco a poco hasta superar los cuatro euros, pero vale la pena. Si no es por el refrescante chapuzón de agua helada que te quema los ojos del montón de cloro, por la fauna escasa de ropa que rodea la piscina. Es todo un desfile de personajes.

Por eso suelo frecuentar las instalaciones del Lago, en La Casa de Campo. Son dos piscinas, una grande y otra pequeña, ubicadas en el mayor parque público de Madrid, a pocos metros del Metro. Mientras la grande suele llenarse de familias más bien normalitas aunque acompañadas de pequeños ruidosos, la otra es el refugio de los individuos más divertidos de la ciudad.

Allí ponen sus toallas en el césped hombres mayores de pieles naranjas del bronceado, exhibiendo con orgullo un cuerpo que ya envidiaríamos algunos de treinta. Una buena cantidad de gays hacen de esta piscina su pasarela particular, un sitio perfecto para conquistar adonis con sus músculos de gimnasio y pantalonetas apretadas. Las muchachas más liberadas hacen topless con regocijo, y pequeños grupos de jóvenes extranjeros de vacaciones, alemanes, ingleses, irlandeses, ponen a prueba lo blanco de su genética ante el potente sol madrileño.

Y como si este alarde de humanidad no fuera suficiente para el entretenimiento, desde hace unos años hay también una pequeña biblioteca pública móvil con la cual el ayuntamiento provee otras formas de distraer la mente y la vista en medio del tórrido verano: desde la prensa diaria hasta los cuentos de Tolstoi. Tiene mérito, pero hay que reconocer que se ve más gente leyendo en público a este lado del océano. Pero ese es otro tema.

Hay que decir que pese a todo, las piscinas son sitios bastante tranquilos, en donde cada uno va a su propio aire. Algunas son más complicadas, porque las frecuentan grupos sociales menos integrados, como los gitanos o ciertos colectivos de inmigrantes poco adaptados a la cultura local. Puede que me tachen de xenófobo, pero no me parece agradable tener que andar vigilando cada toalla porque hay un grupo de indeseables con malas pintas oteando lo que se puedan llevar, ni me parece civilizado inundar de reggaetón un ambiente de diversión apacible.

Ya que no hay recursos para poder tener cada uno su propio trozo de agua fresca en el patio de atrás de la casa, ni dinero suficiente para pasar las vacaciones en el mar, que al menos haya un remanso de paz para disfrutar honrada y tranquilamente de la pobreza veraniega.

De cañas por Madrid


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