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La primera vez que mis amigos españoles me dijeron que había neonazis en Madrid me reí mucho. Pensé que era parte de un chiste que me iban a contar, una anécdota divertida de ésas en las que salen un español, un ruso y un alemán o algo parecido. Yo estaba recién llegado y era muy inocente.

Luego me explicaron, muy serios, que eran grupos de gente muy violenta, que había que tener cuidado. «Algunos se reúnen en este barrio», me dijeron. «A un amigo mío le dieron una paliza», me confesó otro.

¿Neonazis? ¿No se supone que son movimientos de gente que cree en la supremacía de la raza aria? Y miro en el parque de mi barrio, que es de españoles «de los de toda la vida» y lo que veo es un montón de gente de piel más o menos morena, ojos y pelo negro, más bien bajitos y sin muchas ínfulas de arianidad, arianilismo, ariología o como se llame esa estúpida creencia sin fundamentos científicos.

Es increíble pero cierto: existen. Los vi por primera vez hace unos cuatro años en una manifestación autorizada por el gobierno de Madrid, paseándose con sus cabezas más o menos rapadas, gafas oscuras, indumentaria que imita lo militar, gritando consignas xenófobas y paseando símbolos nazis y de la dictadura por las calles de la capital española.

Eran unos doscientos o trescientos. Muchos llevaban porras y cascos idénticos a los de los policías que vigilaban la manifestación. Bates de béisbol, palos y otros objetos contundentes. Me imaginé que bajo las gruesas chaquetas camufladas irían escondidos algunos objetos cortantes.

Por un momento me entró la risa porque, bajitos, morenos, españolitos todos, casi ninguno pasaría un examen de ‘arianidad‘ ante un tribunal del nazismo alemán de los años 30. Luego sentí miedo ante la irracionalidad de la violencia contenida en esos oscuros y aterradores personajes, camuflada incluso en medio de sociedades civilizadas.

Ese mismo día me enteré que uno de estos descerebrados había matado a un joven en el metro, de un navajazo en el corazón. Entre peleas y casos aislados, los neonazis han asesinado más de 25 personas en Madrid desde 1990, y han protagonizado centenares de reyertas, peleas y ataques contra gente común y corriente por las más diversas y estúpidas razones: desde su color de piel hasta su indumentaria.

Pequeños casos iguales o peores se manifiestan en distintas ciudades europeas. A veces un ataque a una sinagoga, a veces una paliza a un grupo de negros o de árabes, a veces enfrentamientos con seguidores de otras tendencias políticas, especialmente la izquierda.

Todo esto es la parte más extrema de un discurso del odio y el desprecio alentado por la ultraderecha europea, y tolerado por la derecha, que ha cobrado cada vez más fuerza en los últimos años. Frases de racismo y xenofobia, de ataques insultantes contra los partidos de izquierda, se ven cada vez más en las calles, en la política y en los medios de comunicación pertenecientes a sectores que antes eran de sectores moderados y que poco a poco han ido quedando en manos de los más extremistas, como La Razón, La Gaceta, Intereconomía, o incluso medios pagados con dinero público como Telemadrid.

En España, estos grupos están ligados al nacionalismo y el catolicismo, las consignas del ex dictador Francisco Franco. Todavía se oye decir a ciertos personajes de calvas brillantes, barrigas prominentes, cigarro en la mano y copa de brandy, que «con Franco se vivía mejor». ¡Como si en Alemania alguien se atreviera a decir que con Hitler las cosas iban de puta madre!

Lo peor es que hay partidos políticos que pregonan ideas de esta calaña (y peores), y son perfectamente válidos y legales. Se hacen llamar España 2000, Falange Española, Democracia Nacional o Movimiento Patriótico. En ellos se reúne lo peor de una parte muy enferma de la sociedad española: propietarios de clubes de prostitución, nuevos ricos de la construcción, ex policías y militares, hinchas violentos de equipos de fútbol, ex convictos… Todos están amparados por una tácita aceptación a la extrema derecha que todavía persiste en Europa, por el poder que le otorga la crisis económica y el temor al extranjero.

Por eso, la tragedia de Noruega me indigna y me asquea pero no me extraña. Muchos políticos europeos se han hecho un lugar en las urnas utilizando una ideología basada en la demagogia, la desconfianza, el miedo, y los temores más bajos de las sociedades acomodadas. Y tarde o temprano, el discurso del odio encuentra donde echar raíces, en el fanatismo de alguno o en la locura de otro.

Luego, ellos y muchos otros ‘ciudadanos de bien’ de esos que dicen «yo no soy racista, pero…», se lavarán las manos y dirán que no es su culpa, que ellos no tienen nada que ver con toda esa locura. Y seguirán por el camino de la derecha, que es el de la desigualdad, el individualismo, el recelo, la riqueza de unos pocos y el desprecio por el resto.

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De posdata, una pregunta: Tras los atentados de Noruega, cometidos por un terrorista de la ultraderecha cristiana, ¿la policía empezará a controlar a los rubios altos de ojos azules?

De cañas por Madrid


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