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A través de los medios de comunicación, a diario tenemos noticia de impiedades y tribulaciones de todo tipo acaecidas alrededor del mundo que denotan una crisis ética evidente que afecta a la humanidad. El olvido de los valores del humanismo y la comisión de delitos; abusos, torturas, asesinatos y la corrupción generalizada entre nuestros lideres, demuestran que atravesamos una problemática moral profunda que obstaculiza el progreso de la civilización. Vivimos inmersos en un estado de confusión permanente que nos ha impedido consolidar máximas éticas claras y nos ha dejado sin herramientas para realizar juicios de valor que nos permitan responder con suficiencia ante las complejidades que las cuestiones morales representan en la práctica. ¿Cómo y según cuáles criterios debemos motivar y dirigir nuestras acciones para llevar vidas buenas que nos dignifiquen y nos permitan avanzar?

Durante finales del siglo XVIII, a través de una de las obras filosóficas más profundas e influyentes de toda la historia, Immanuel Kant se propuso develar una doctrina de la moral —a partir de una aproximación puramente racional— y el fundamento de su vinculatoriedad. De esta manera, planteó la importancia de ahondar en la construcción de una ética autónoma en la que las acciones de los hombres debían erigirse sobre razonamientos morales complejos, vividos por cada ser racional, en los que la búsqueda del desarrollo del individuo y de la humanidad fuese el fin último y la buena voluntad se estableciera como valor en sí mismo. En el pasado, la conducta se venía concibiendo como el resultado de motivaciones externas a los hombres, como la idea de castigo y la promesa de la salvación, que los impulsaban a adecuar su comportamiento al dogma impuesto por la religión como único aliciente. Las acciones se valoraban según sus consecuencias, la ética se conformaba a partir de intenciones finales. Ejemplo de ello, los utilitaristas planteaban que las acciones buenas eran aquellas que maximizaban la felicidad para el mayor número de personas.

Para Kant, debía existir una ley máxima universal que orientara nuestras acciones. En este sentido, debo precisar que con ley no se refería a una norma escrita o al derecho como lo conocemos, su concepto iba mucho más allá y no se veía sometido a las peripecias de los procesos políticos o legislativos. Así, proponía que dicho axioma debía estar dispuesto en forma imperativa, es decir, en forma de mandato y que, sumado a esto, este mandato no podía ser hipotético, no debíamos circunscribirnos a él según las circunstancias, sino debía ser categórico para que tuviese vocación de universalización. 

Expuso que la idea de justicia, por ejemplo, podía direccionar nuestra conducta ya que era aplicable, de la misma forma, ante cualquier situación.  Este punto fue esencial para su teoría moral. Para él, los imperativos categóricos eran moralmente vinculantes porque se basaban en deducciones resultantes de análisis lógico-racionales y no en las inclinaciones o en los deseos de cada individuo. En principio, todos consideramos deseable la justicia, nos atrae la posibilidad de tener dirigentes justos y que se nos trate justamente, sin embargo, cuando entran en juego intereses particulares este criterio se suaviza y terminamos por obrar viciados por nuestras preferencias. Por nuestra irracionalidad. Para los demás deseamos la aplicación de imperativos categóricos, pero cuando se trata de nosotros mismos solamente aceptamos la aplicación de imperativos hipotéticos y esta ruptura termina por afectarnos individual y colectivamente.

Durante el último mes, ante el manto de duda que se ha tendido sobre las actuaciones judiciales en Colombia, periodistas, activistas y colectivos han expuesto a sus acusados de victimarios al escarnio público y al linchamiento mediático para reivindicar su derecho a la justicia. Declaran que en la medida en que la administración de justicia no colme sus expectativas, y continúe agrediendo a las víctimas del sistema injusto, prescindirán de los límites impuestos por el derecho y actuarán según lo exigen la circunstancias. Es manifiesto el riesgo que esto representa y la posición de vulnerabilidad en que se pone a toda la comunidad. La ruptura del contrato social, entendido en los términos de Rousseau, mina la confianza entre los individuos que se unieron en una comunidad para vivir en libertad e igualdad. Si permitimos que el absolutismo de la indignación limite o proscriba derechos de manera arbitraria, nos exponemos a que los lazos y acuerdos que primigeniamente nos unieron se degraden hasta romperse y, en consecuencia, no solo acabaremos con el proyecto de civilización que hemos venido forjando, sino que además impondremos cargas injustificables a nuestros pares. 

Olvidan los ismos radicales que todos somos iguales y que a los abusos no se responde con más abusos. Acertadamente, Margaret Atwood escribió en una columna titulada “¿Am I a bad feminist?”, referida al feminismo de algunos colectivos, que la consecución de derechos civiles y políticos para las mujeres requiere de la existencia de derechos civiles y políticos para la humanidad en general, incluido el derecho fundamental a la justicia.

Finalmente, Kant propuso una concepción formal de la ética. Postuló que solo obraríamos correctamente si actuamos impulsados por la idea misma del deber, es decir, sin buscar nada a cambio. Por consiguiente, nos ofreció un criterio alrededor de la buena voluntad, en vez de un instructivo sobre qué decisiones tomar,  que nos permitiría dilucidar cuál es el obrar correcto o incorrecto y así crear principios morales propios a partir del pensamiento.

En la medida en que no somos dueños de las consecuencias de nuestras acciones, y que a lo único que no podemos renunciar es a tener buena voluntad, debemos orientar nuestro comportamiento conforme a mandatos ineludibles basados en nuestra condición humana: “Obra sólo o según aquella máxima tal que puedas querer que, al mismo tiempo, se convierta en máxima universal”, expresado desde la formulación de una ley universal, u «Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre con el fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio», como fórmula del fin. Con lo anterior quiso decir que, al decidir nuestra conducta, debemos considerar la posibilidad de que todo el que se encuentre en las mismas condiciones actuará de la misma forma. Asimismo, al contemplar  una formulación adicional del imperativo, instituyó la idea de que el hombre es un fin en sí mismo y jamás podrá ser instrumentalizado por los demás hombres.

Renunciemos a dejarnos llevar por las circunstancias, esforcémonos por constituir una sociedad justa y digna para todos.

 

@GabrielCasadieg

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