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El año pasado, el penoso escándalo de corrupción de la FIFA y sus Federaciones, expuso el lado más oscuro y triste del fútbol. El Fifagate enturbió el espíritu de un espectáculo que se ha esforzado por promover la inclusión, la competencia sana y la solidaridad. La inexplicable avaricia de los implicados, al mando de una tarea tan transformadora como el deporte, genera serias preocupaciones sobre los sistemas de valores y principios de nuestra sociedad y evidencia un vacío al que la Educación debe hacer frente.

No conozco con detalle las particularidades de un cargo como el que tendría un dirigente de una organización nacional o internacional de fútbol, pero la idea de estar cerca de los jugadores, presenciar los partidos y, en general, ser gestor de una actividad tan bella como el deporte, me parece un trabajo envidiable. Por esto, me resulta especialmente inquietante que personas que trabajan en una industria tan apasionante y que además reciben significativos salarios y sumas de dinero por ello, terminen involucradas en problemas de corrupción ¿Qué pueden hacer con tanto dinero si ya están haciendo lo que más les gusta?

Están equivocados quienes piensan que el estrato socioeconómico o el nivel académico son garantes de honestidad. No debería sorprender que de la falta de valores pequen también personas con un amplio recorrido académico y político, como algún ex alcalde de Bogotá; de una reconocida estirpe política y máster de una de las mejores universidades del mundo, hoy encontrado culpable por celebración indebida de contratos.

La persistencia de casos similares en todas las instituciones sociales puede hacer pensar que la avaricia es una condición humana inevitable. Pero defiendo una perspectiva menos fatalista; creo que la avaricia y las trampas justificadas por ella son producto de escenarios nocivos, de situaciones especiales que debemos reconocer y que podemos cambiar.

No se entiende, por ejemplo, que en grandes ciudades, donde conviven millones de personas, en donde los recursos son limitados y las oportunidades no son las mismas para todos, privilegiar las necesidades individuales por encima de las grupales, sea una regla general.

Un caso más cercano es el de la relación autoritaria y aprensiva entre un estudiante que resuelve un examen y un maestro que lo vigila. Este escenario no sólo parte de la desconfianza de una de las partes, sino que se construye a partir de la amenaza de una sanción. Sumado esto al afán de acumular una calificación, se propicia una atmósfera de miedo y tensión que muchos estudiantes resuelven por medio de la trampa.

Las calificaciones y los exámenes tradicionales son algunas de muchas herramientas educativas que no reconocen estas realidades y que se siguen asumiendo como paradigmas inquebrantables del sistema de educación. A mi modo de ver, la terquedad de esta perspectiva es uno de los obstáculos más grandes para educar en valores ¿Será que a la Academia le quedó grande esta tarea?

@FDavilaL

Fernando Dávila Ladrón de Guevara

Rector Institución Universitaria Politécnico Grancolombiano

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