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Por favor apreciados lectores, no malentiendan el título de mi columna; no soy uno de esos Uribistas fundamentalistas que ya están poniendo enormes vallas en las que se lee el incendiario mensaje: “lo que es con Uribe es conmigo”, debido a que el expresidente será investigado por la Corte Suprema de Justicia por su presunta participación en diversas actividades criminales. Por el contrario, quienes me conocen saben bien que profeso animadversión por la figura y los ideales del expresidente, y que sin embargo he aprendido con el tiempo y la madurez precaria de mis pocos años a entender que es un actor político legítimo. Que por lo tanto, tiene todo el derecho de existir y actuar como bien se le dé la gana así a nivel personal crea que es un tipo insoportable, metido y mal perdedor.

Creo en la ley y las instituciones públicas, por lo que pienso que aun cuando todas las personas gozan de una presunción de inocencia hasta tanto se demuestre lo contrario, el día que eso suceda – por ejemplo, que se determine la responsabilidad penal de Álvaro Uribe – en una corte en derecho y bajo la estricta observancia de las mínimas garantías procesales, los reponsables deben ser sancionados de acuerdo a lo estipulado por las normas en la materia y sin que existan reparos al respecto, más allá de la posibilidad de recurrir las decisiones judiciales. No creo, entonces, que la sociedad civil pueda ubicarse por encima de las leyes que ella misma ha legitimado, y mucho menos por el amor y la devoción que pueda profesársele a un ícono. Por el contrario, el conglomerado debe confiar en la actividad de los poderes públicos y, sin dejar de ejercer control permanente sobre ellos, debe otorgarles confianza y respeto en vez de desafiar su accionar. En otras palabras y en gracia de discusión: en principiosi el expresidente Uribe fuera encontrado responsable por lo que se le indaga, debe asumir las consecuencias de sus actos y, por ende, debe pagar las sanciones impuestas y reparar a todos los afectados, que vendríamos a ser todos los colombianos.

Sin embargo, a la luz de los excepcionales tiempos de transición que estamos viviendo como nación y luego de tanto tiempo desperdiciado por culpa un conflicto fratricida y de largo aliento, creo importante hacer una serie de reflexiones que van encaminadas a justificar el título de este escrito. Es decir, explicar por qué creo que, independientemente de lo que en un futuro pueda determinar el máximo tribunal judicial de Colombia, no sería conveniente que el señor Uribe vaya a la cárcel si queremos que en un plazo no muy extenso, nuestro país pueda vivir en paz y sus habitantes se encuentren en proceso de reconciliación sincera.

Empecemos por una serie de hechos probados. Primero, el expresidente es un personaje que, así muchos no lo entendamos, representa y representará a un amplio sector de la población colombiana que profesa sus ideas y tiene una visión de país que se ajusta a sus premisas de seguridad democrática, modelo económico feudal y neoliberal, y conservadurismo a nivel cultural y de libertades personales. Segundo, Uribe conserva altos niveles de poder político y económico tanto en el ámbito de la legalidad como de la ilegalidad; no estoy diciendo que estos últimos sigan sus órdenes, pero es innegable que sienten simpatía por su figura y planteamientos en muchos aspectos. Y tercero, que a nivel personal, el individuo de marras y su obra es el resultado de la amalgama de hechos infortunados y un contexto social imperante.

En este último punto, me permito profundizar un poco. Detrás de la vida de Uribe hay una tragedia Shakespeareana. Criado en un entorno machista, gamonal y discriminatorio. Golpeado por el asesinato de su padre y el consecuente – y hasta entendible – sentimiento de venganza. Obsesionado con el poder sin importar las consecuencias e influenciado por un complejo mesiánico. Nacido en una época en la que la semilla de la polarización ideológica y la descalificación moral del opositor eran pan de cada día. En resumidas cuentas, nos encontramos frente al infortunado producto de un país que, desde que empezó a creerse el cuento de ser una nación de hombres libres e iguales, ha resuelto con brutalidad y vías de hecho todos sus problemas, con tal de perpetrar las estructuras y dinámicas sociales que han favorecido a unos pocos – los mismos de siempre –, que son los verdaderos malvados de esta historia.

Al representar – en tanto ícono popular – a uno de los extremos de la polarización social que nuestro país experimenta, y que es una de las causas estructurales del conflicto que estamos tratando de resolver, el expresidente Uribe es un actor fundamental de nuestro proyecto de justicia transicional. Cuando aquel se observa desde una perspectiva mucho más amplia que la de los actuales diálogos de paz entre el gobierno y las Farc, se entiende que la cabeza ideológica de la extrema derecha encarna mucho de lo que fue determinante para que Colombia se hubiera sumergido en una guerra civil longeva y devastadora. Así pues, si por alguna razón se decidiera sancionar penalmente a dicha figura, se estaría enviando un mensaje – a nivel político, no jurídico – violento y desafiante a quienes comulgan con sus planteamientos y maneras, que es una gran parte de la población colombiana, gústenos o no. Si la idea es que haya reconciliación, esto no haría sino alborotar aún más el avispero, que de por sí ya es una estructura inestable y en la que permanecen los deseos de desquite de parte y parte.

En ocasiones, el precio que se debe pagar por el bien mayor es el sacrificio del bien menor. En el presente caso, los legítimos deseos y derechos de las víctimas de que se juzgue y sancione a un presunto responsable deberían relativizarse con miras a que toda una sociedad pueda hacer las paces. Si bien se trata de un argumento eminentemente utilitarista, relativista desde una perspectiva ética, y que limita las opciones de la ley, también es cierto que tiene en cuenta la realidad de nuestro país y no pretende sino desenredar la madeja que, a veces, los cuentos de hadas del deber ser imponen.

Sólo cuando me puse en los zapatos de un Uribista radical, a pesar de lo espiritualmente complejo que eso puede resultar para mí, pude entender muchas cosas que antes resultaban inconcebibles desde mi perspectiva liberal y social-demócrata. Si yo creyera, como ellos lo hacen, que mi país era un estado fallido sin remedio, y de un momento a otro reconociera en la figura de un semejante a un mesías salvador, sin duda alguna defendería su libertad hasta la muerte. Es más, relativizaría cualquier cosa que la justicia mediocre y corrupta de dicho país fracasado pudiera decir sobre aquel que se venera, y se considera como el único capaz de proyectar la luz de la salvación. Teniendo en cuenta lo anterior, si queremos que esos que piensan de esta forma den un paso hacia la reconciliación nacional, tenemos que plantearnos muy seriamente la relativización de la justicia penal con el propósito de avanzar hacia la paz duradera. En algo sí que se haría justicia: se pondría, desde una perspectiva moral, en el mismo nivel a Álvaro Uribe Vélez con los jefes guerrilleros que también se van a beneficiar de la justicia transicional colombiana.

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