Si algo ha caracterizado la gestión del ministro de salud, Alejandro Gaviria, es la coherencia de sus acciones. Desde su designación para dirigir dicha cartera en junio de 2012, se han abordado diversos asuntos problemáticos de alta política pública a través de una pertinente mezcla de eficiencia técnica -identificada con las buenas maneras de la administración pública- y claridad conceptual -propia de su trayectoria docente y formación doctoral.
No es fortuito que estemos hablando de cuatro años de gestión ininterrumpida al frente del Ministerio de Salud, registro que pocos servidores públicos de esta naturaleza pueden darse el lujo de poner en sus hojas de vida. A través de este período, hemos sido testigos de cómo Gaviria ha asumido de forma pragmática coyunturas -sociales, económicas y jurídicas- en las que intereses privados y públicos se encuentran y entran en tensión.
Por ejemplo, bajo la grave crisis de las EPS de 2013 y a pesar de fuertes presiones provenientes de dicho sector, el Ministerio fue clave en la liquidación de Saludcoop. Esto aseguró que sus afiliados no se vieran íntegramente afectados, a pesar del inminente descalabro institucional. De otro lado, bajo la tutela del ministro, la cartera sentó importantes posiciones en materia de aborto bajo condiciones excepcionales, eutanasia, y uso terapéutico de la marihuana. Dicha visión ha contribuido no sólo a liberar estos temas de un sesgo moralista -transformándolos en asuntos de salud pública, sino que han generado la ampliación del rango de acceso al derecho a la salud de los colombianos.
Y es que este sector de política pública está configurado desde una muy particular fórmula. De un lado, la salud es un área que implica grandes erogaciones fiscales debido a que está materializada, a nivel constitucional, a través de un derecho fundamental. Y del otro, se trata de una actividad que ha sido encuadrada dentro de un modelo económico global de progresiva privatización y mercantilización. Bajo este contexto, hay permanentes tensiones entre la satisfacción de las necesidades de la población colombiana -los beneficiarios- y la salvaguarda de intereses privados de quienes se han apropiado tanto de la prestación del servicio como del desarrollo y producción de medicamentos y tecnología aplicada.
Como economista contemporáneo que es, Gaviria ha demostrado ser muy hábil a la hora de entender las implicaciones que este tipo de problemas tienen desde una perspectiva de sostenibilidad de las finanzas públicas. Sin embargo, también ha podido complementar este tipo de posiciones con una aproximación humanística, que nace de su consideración de las particularidades sociales, históricas e idiosincráticas de los colombianos.
El punto de quiebre de esta historia es el caso Novartis. Ésta multinacional suiza gozó durante varios años de una patente para la producción exclusiva del medicamento Glivec, fundamental para los pacientes de leucemia y que es parte del plan obligatorio de salud de los colombianos. Al ser una costosa y permanente erogación para el presupuesto nacional, de la cual Novartis se benefició de forma amplísima, el ministro decidió iniciar una cruzada encaminada a bajar los precios del medicamento a través de la liberación de la patente, con la consecuente inclusión de competidores para su producción. A pesar de innumerables presiones provenientes de la poderosa industria farmacéutica, del ministerio de economía suizo, y del mismísimo congreso de los Estados Unidos -que descaradamente amenazó con restringir el acceso a ayuda para el postconflicto colombiano-, Gaviria se mantuvo su posición en firme y, muy pronto, se tomarán medidas concretas para que los precios del Glivec disminuyan considerablemente.
Hasta aquí, tenemos que el Ministerio de Salud está regentado por una persona que tiene ideas claras respecto del carácter fundamental del derecho a la salud; de la necesidad de garantizar la sostenibilidad fiscal del sistema público dispuesto para garantizarlo; y de las claras y racionales limitaciones que la esfera privada tiene cuando sus expectativas económicas se contraponen a la garantía del interés público.
Los problemas –y los dilemas para el ministro- surgen con una nueva tensión entre la legítima protección de intereses públicos y la salvaguarda de la libre iniciativa privada: la producción de asbesto en Colombia y sus riesgos para la salud. Este tipo de mineral, usado con frecuencia en el sector de la construcción, ha sido duramente cuestionado debido sus impactos negativos en quienes intervienen en su extracción y transformación. Diversos estudios señalan que estas actividades pueden implicar riesgos para la salud a nivel de cáncer de pulmón. Incluso, se radicó un proyecto de ley en el congreso por la senadora Nadia Blel, para lograr su prohibición total en el país.
No obstante, en el contexto de dicha iniciativa legislativa, Gaviria ha sostenido que los riesgos del asbesto no son certeros. A pesar de que la explotación del mineral ha sido prohibida en varios países -entre ellos la Unión Europea en 2005- y que diversos foros internacionales como la Organización Mundial para la Salud han determinado que es un agente cancerígeno, el ministro insiste en que no se pueden sacar conclusiones definitivas en la materia. Que, en todo caso, se debe hacer una ponderación entre el impacto negativo del asbesto en la población que hace parte de su cadena de producción y la posibilidad de que esta medida regulatoria pueda generar la pérdida de hasta 60.000 empleos.
Siguiendo las palabras de la senadora Blel, pareciera que el lobby ejercido por la industria del asbesto hubiera incidido, directa o indirectamente, en la forma en la que el gobierno colombiano -y en particular el Ministerio de Salud- ha sentado posición al respecto. De esta forma, no es claro si se están privilegiando intereses económicos sobre los riesgos para la salud de los colombianos, o si se están poniendo por encima de cualquier diagnóstico sanitario las implicaciones existentes a nivel de empleo. Esto contrasta, por ejemplo, con la férrea defensa que se ha hecho desde la misma cartera a la prohibición del glifosato en el marco de la política antidrogas colombiana.
Lo cierto es que Alejandro Gaviria se enfrenta a dilemas cada vez más complejos, y cuyas repercusiones son amplísimas en un contexto como el nuestro: un país desigual, en transición, e insertado en dinámicas económicas globales ineludibles. Nadie más que él sabe lo que es estar frente a este escenario, y tener que capotear tan enmarañada realidad y dispares condiciones sociales a la hora de decidir qué es lo mejor para el país en materia de salud pública. Sin embargo, es importante que nunca se pierda el rumbo que conduce a ver las políticas públicas como asuntos que, al final, redundan en derechos constitucionalmente consagrados.
Como alguna vez sostuvo el filósofo Ortega y Gasset: las circunstancias son el dilema ante el cual tenemos que decidirnos, pero el que decide al final es nuestro carácter.
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