Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

En tanto patología, el trastorno de identidad disociativo se relaciona con la existencia de dos o más personalidades en un individuo, lo que conlleva a que cada una cuenta con su propio patrón de percibir y actuar con el ambiente que lo rodea.

La anterior descripción está originalmente destinada a caracterizar el comportamiento de ciertos individuos que, en situaciones en las que usualmente se asumen actitudes consecuentes con posiciones éticas definidas, actúan de forma diversa. Ahora bien, teniendo en cuenta las recientes y continuas controversias ocurridas respecto de las dispares formas en las que las autoridades públicas del país han manejado los derechos y expectativas económicas de diversas empresas multinacionales, dicha patología es perfectamente atribuible al estado colombiano.

El más reciente ejemplo de este trastorno es el caso de la empresa petrolera estadounidense Hupecol (Hughes Petroleum Company), que según se conoció hace poco, demandó a la nación colombiana ante el Tribunal Administrativo de Cundinamarca por 83.000 millones de pesos, como consecuencia de la revocatoria de una licencia ambiental para desarrollar labores de exploración y explotación del Bloque Serranía.

Ubicado a 68 kilómetros de la emblemática reserva natural Caño Cristales, este complejo de alrededor de 30.000 hectáreas había sido concesionado a la compañía en 2008 y se avizoraba como una importante fuente de recursos para el país, teniendo en cuenta el cálculo prospectivo de hasta 150 pozos en funcionamiento. En esa medida, luego de la recepción y evaluación de estudios presentados por la compañía, la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) expidió la Resolución 286 de marzo de 2016, a través de la cual se otorgaba el permiso correspondiente para adelantar las labores del caso.

Sin embargo, la inmediata y airada reacción de organizaciones medioambientales, sociedad civil, y autoridades públicas en la materia, llevó a que rápidamente se replanteara la situación. Se cuestionó la idoneidad y probidad de la decisión de la ANLA, teniendo en cuenta la cercanía del proyecto al “río más hermoso del mundo”, ubicado en inmediaciones de San Vicente del Caguán y La Macarena y reconocido como patrimonio nacional. Luego de profundos cruces de palabras entre el director de ANLA -Fernando Iregui- y la directora de Parques Naturales -Julia Miranda-, en abril de 2016 el asunto llegaba a nivel de la presidencia. Juan Manuel Santos manifestaba, primero en redes sociales y luego de forma oficial, que se suspendía la licencia ambiental del proyecto hasta que no se garantizara la protección de la reserva natural en cuestión. La decisión definitiva, consignada en la Resolución 424 de abril de 2016, revocaba concluyentemente el derecho de Hupecol.

Detrás de este caso, así como en muchos otros que se han venido acuñando en la pila de las controversias jurídicas contra nuestro país, nos encontramos con patrones de comportamiento que resultan complejos para la sostenibilidad de las relaciones entre las autoridades públicas y los particulares: incoherencia e inconsistencia. De un lado, no se actúa en consecuencia con ideas expresadas con antelación o con actitudes comúnmente asumidas, que al final son normas o promesas vinculantes. Y del otro, dichas variaciones comportamentales tienen como consecuencia la afectación de las expectativas de los gobernados, más cuando aquellas provienen de órganos del poder.

En el caso Hupecol, resulta cuando menos contradictorio que luego de haberse firmado un contrato de concesión, soportado además por el otorgamiento de una licencia ambiental por parte de la autoridad en la materia, se genere de forma súbita un cambio en la actitud del gobierno respecto de la conveniencia del proyecto y la legitimidad de la actividad de la empresa. Y en este punto quiero ser absolutamente claro: desde la perspectiva de la protección de los intereses públicos de Colombia y de la protección de los derechos de los ciudadanos y las generaciones futuras, esta variación comportamental fue adecuada y es bien recibida. Pero, desde la posición de la empresa –sujeto de derechos y obligaciones-, y a partir de elementales consideraciones de seguridad jurídica, este tipo de casos son reprobables y su continuo acontecimiento preocupa demasiado, por lo que se requiere hacer reflexiones puntuales sobre la estructura y alcance del estado mismo.

Es cierto que, desde la teoría política, un estado es soberano respecto de su territorio y las personas que se encuentran sometidas a su jurisdicción, incluidas las empresas. Y también es cierto que, bajo dicho presupuesto, la administración pública puede –y debe- tomar decisiones en favor del bien común, como por ejemplo prohibir el desarrollo de actividades extractivas en zonas de valor socioambiental como una reserva natural, un páramo o un resguardo indígena. Pero es igualmente válido indagar por las razones por las que dicho estado no es claro en las reglas de juego que ofrece a quienes desarrollan actividades económicas en su territorio, o no tiene debida diligencia para generar expectativas que luego debe retirar.

Pareciera ser que el estado colombiano –y los estados en general- ya no son los entes soberanos de manual, cuyas autoridades públicas actúan de forma coordinada y sostenida, y que desde el derecho internacional se ven como unívocos. En el proceso de expansión de proyectos –políticos-sociales-económicos- globales, los estados se han transformado en agentes de representación de iniciativas transnacionales, tales como el capitalismo neoliberal o los derechos humanos. Para bien o para mal, la idea de un proyecto nacional se ve subsumida por la “internacionalización del estado”, que no es otra cosa que su apertura a un esquema de gobernanza nuevo y complejo, que tiene como resultado la permanente generación de tensiones entre actos de gobierno legítimos.

Volviendo al caso Caño Cristales, la firma del contrato de concesión entre el estado y la empresa está amparado por el principio de legalidad, y la revocatoria de la licencia ambiental implica una afectación de los derechos surgidos a partir de dicho acto jurídico. De otro lado, si las autoridades ambientales no hubieran actuado en procura de la protección de la zona frente a eventuales desastres naturales, su responsabilidad –política y jurídica- sería inminente. La pregunta que surge aquí es por qué no hubo acciones preventivas y de debida diligencia para que, con una posición concertada sobre estas situaciones, las autoridades actuaran de forma consensuada. Es decir, que jamás se hubieren constituido prerrogativas en favor de Hupecol.

Por supuesto, no puede caerse en análisis inocentes, pues es probable que detrás de la divergencia comportamental de las autoridades públicas haya presiones externas o actos de corrupción, los cuales deben ser identificados y sancionados. Pero lo cierto es que hoy en día, es posible diagnosticarle al estado colombiano un trastorno de identidad disociativo, y por ende hay que tratar de identificar vías concretas para que esta divergencia comportamental no siga ocurriendo de forma habitual, porque las consecuencias de no hacer nada frente a este asunto, pueden ser irremediables.

Como se ha sostenido permanentemente en esta columna al hablar de los casos Eco Oro Minerals en el Páramo de Santurbán, Tobie Mining en la reserva Yaigogé Apaporis y Novartis, la firma masiva y sistemática de tratados de libre comercio e inversión les ha otorgado a algunas empresas multinacionales poderes exorbitantes. Aquellas tienen la posibilidad demandar al estado ante tribunales de arbitraje de inversión por los eventuales perjuicios causados por decisiones de las autoridades públicas colombianas. Si bien Hupecol ha demandado a Colombia ante un tribunal administrativo interno, es absolutamente previsible que éste sea sólo un peldaño de cara a un proceso arbitral externo.

Más allá de la certeza del derecho a una compensación por los perjuicios generados a un actor privado, lo que preocupa es que estos entes internacionales, a diferencia de una corte interna, no tienen como regla la ponderación de derechos privados e intereses públicos, sino que se restringen a constatar daños y ordenar indemnizaciones. En esa medida, la capacidad del estado para regular en favor de los intereses generales de sus ciudadanos se ve constreñida, y el monto de las condenas que pueden generarse afectaría directamente las ya malogradas finanzas públicas. Ojalá esas múltimples personalidades no nos salgan tan caras.

Twitter: @desmarcado1982

Compartir post