El glamur de darle la vuelta al mundo varias veces al año (o en la vida) parece ser una aspiración generalizada de la humanidad. Quien viaja harto es exitoso, quien viaja poco parece más bien fracasado. Viajar por trabajo es un signo mayor de éxito y no querer viajar más es signo de ignorancia. Entonces yo soy un total ignorante.
Yo estaba tranquilo, pero recibí hoy mi nueva tarjeta de viajero frecuente. La gran novedad es que, después de haber escalado año a año hacia el gran nivel Diamante en 2014 (óiganse las campanas triunfantes) lentamente comencé a bajar de nuevo al nivel dorado en 2015 y ahora a ese otro metal menos precioso: plata.
Cuando supo la noticia de mi descenso al paupérrimo círculo de los plateados aéreos, mi esposa sonrío y dijo, «eso quiere decir que ya no está viajando tanto». Y sí, eso quiere decir que por fin he logrado demostrarme a mí mismo que viajar menos sí puede ser vivir más. O que tal vez ya me cansé de demostrar que puedo cambiar de hemisferios dos veces al mes y que, cada vez más, prefiero estar en mi casa que en la sala VIP de algún aeropuerto exótico. Ya creo que gané la carrera de gastarme un pasaporte al año y no tengo que demostrarle a nadie que pude hacer un viaje con cinco aviones, pasando por cuatro países durante 48 horas para llegar de Yogyakarta a Bogotá.
La idea de viajar por el mundo sin cesar ya empezó a ser revaluada. George Clooney hizo las veces de un personaje que no paraba de viajar y que se jactaba de ello en «Up in the Air» pero de una vez demostraba que eso de verdad no era tan chévere (terminó regalándole sus millones de millas a su hermana para que diera una vuelta al mundo de Luna de Miel), y en el 2015 ya comenzaron a publicar en varias partes lo terrible que puede llegar a ser eso de viajar como una loca (véase una noticia similar en The Economist, CNN, FastCompany) aunque otras (como Rolling Stone) lo muestran como una especie de lujo ultra-exótico que pocos aguantan y algunos hasta gozan.
En cualquier caso, uno sí se emboba con la obsesión por viajar incesantemente, contabilizar millas como un demente y aprenderse de memoria las reglas para poder llegar al próximo nivel. La razón fundamental por la que uno siempre quiere tener la susodicha tarjeta dorada o platino o de colores cada vez más exóticos es que le dan mayor comodidad: mayor probabilidad de viajar en clase ejecutiva (con la tarjeta diamante es casi automático, con la dorada es bastante frecuente), acceso a salas VIP de todo el mundo y, el mayor beneficio de todos, hacer menos filas. Pero la gran paradoja es que, en realidad, es más cómodo simplemente no viajar: no toca hacer filas, no hay que esperar a ver en qué sala VIP puede entrar (en mi casa puedo entrar a cualquier parte y abrir la nevera y comer lo que yo quiera) y tampoco hay que ver si uno va a poder dormir menos incómodo (mi cama es más cómoda que cualquier asiento de Primera Clase, y no hay turbulencia).
Y sí, uno puede viajar a sitios increíbles (véase por ejemplo mi post sobre el viaje a Bután o el de Bali, o algo menos espiritual pero sí exótico como ir a la Fábrica de Porsche o darle una vuelta a Nuerburgring), pero también es cierto que uno generalmente va a sitios terribles, con poco tiempo para sentarse a descansar y con menos tiempo para ver a su familia y hablar con ellos sin que se caiga la conexión de internet del hotel – sin mencionar la probabilidad de contraer Ébola o la posibilidad de montarse en el avión equivocado. La experiencia se vuelve repetitiva, las filas son eternas así sean de dos personas, y el dolor de espalda y de piernas y de cualquier cosa se vuelve insoportable. Pero sí tengo que admitir que yo odio viajar en avión más que gran parte de la humanidad.
Por esto, creo que lo mejor es más bien dedicarse a viajar lo menos posible, quedarse en la casa con una cobija y más bien simular, como lo hacía el buen Richard Days que describí hace años, y prender la aspiradora mientras cierra los ojos para imaginarse un vuelo a cualquier lugar cuando aún sigue en su casa: