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He dedicado los últimos quince meses de mi vida a desvariar y el resultado ha sido bastante satisfactorio, no solo porque quienes conocían mi pasión por las letras han dejado de tildarme de loca (eventualmente), sino porque los comentarios de la gente, buenos o malos, siempre te nutren como escritor. Yo leo todos y cada uno de los mensajes que dejan en mis textos porque soy una persona esencialmente curiosa y no soy buena manejando ni la intriga ni la incertidumbre. Hace unos días, entre todo lo que me escribieron referente a la entrada titulada El Fantasma de la Tusa, una corrección hecha amablemente por un lector llamó poderosamente mi atención: «Las palabras tienen género (masculino o femenino). Las personas tenemos sexo (masculino o femenino). Y no nos debe dar pena escribirlo, por mucha tusa que tengamos».

Ese mismo día había tenido una conversación con mi mejor amigo sobre un tipejo que me gusta y sobre el compañero que me inspiró a escribir aquella entrada, quienes, valga la aclaración, no son la misma persona. La relación que encontrábamos entre los dos personajes estaba vinculada a la forma en que ambos me ven. «Es que hablar con usted es chévere», decía mi amigo refiriéndose al hecho de que mi compañero me hubiera confiado su historia pero la verdad es que yo estaba quejándome porque el otro, el tipejo que me gusta, estaba a punto de enviarme a la zona del amigo y todo porque «hablar conmigo es muy chévere».

Siempre hemos tenido la misma discusión. Yo voy por la vida persiguiendo el romance aunque sea efímero y lo que hago es encontrar una variedad absurda de especímenes que me toman aprecio con tanta facilidad que acabo convertida en uno más de sus amigos. De ahí que el comentario de mi lector me causara tanto impacto: «¡Eso es!», pensé… «¡soy un niño más!». En ese momento tuve una de mis desatinadas epifanías y entendí que si son las palabras las que tienen género y nosotros sexo, pues bien, soy algo así como un individuo de sexo femenino cuyas palabras, eventualmente (por no decir, siempre) encajan inapropiadamente en el género masculino.

En primer lugar, no hay que confundir la percepción con la actitud. Yo no soy una machorrita, para nada, soy una mujer común y corriente. No tengo comportamientos, facciones ni maneras masculinas y mucho menos me interesan las mujeres como pareja, aunque en esta época eso es algo que a nadie escandaliza y ser machorrita no tiene nada de malo. En segundo lugar, no lo digo con la intención de entrar en discusiones gramaticales sobre los artículos, los pronombres y/o las implicaciones de género que pueda tener mi parafraseo. Mi condición pseudo masculina está relacionada únicamente a la forma en que interactúo con los hombres y lo que ellos ven o esperan de mi cuando tenemos confianza. Soy este tipo de mujer que todo hombre quiere en su vida… como coach.

Siempre tengo opiniones contrarias a lo que exponen y como nací con la glándula de la seducción averiada y por el contrario me potenciaron la del sarcasmo, voy destrozando argumentos por doquier y sin filtro, respondiendo a las artimañas masculinas de conquista con apuntes innecesariamente elocuentes, aburridos y exentos de ese feminismo imaginario del que se vanaglorian la mayoría de mis congéneres, quienes creen tener todo bajo control cuando de hombres se trata. Créanme, eso no es sexy de ninguna manera y por el contrario hace que me convierta en un punto de referencia para lo que no se debe hacer en materia de conquista. Plus, me gustan el fútbol, los video juegos y la cerveza.

Esto no es como una friend zone… es veinte por ciento menos patético. Un hombre no necesita mandar a un amigo a la friend zone porque los dos coexisten para ayudarse mutuamente en el relacionamiento con el sexo opuesto. Pero cuando ese amigo no comparte sus intereses a ese nivel, se transforma en un elemento de espionaje, o es más o menos como yo lo veo. Como compensación, recibo por parte de ellos la ventaja competitiva de enterarme de sus tácticas antes de que las empleen conmigo o como advertencia de lo que podría hacer cualquier otro. Justamente mi mejor amigo suele argumentar lo mismo cuando dice algo que demuestra su dominio de cualquier tema: «Si usted tuviera veintiuno, habría caído hace rato. Bueno, si no fuera “usted” a los veintiuno».

Gracias a esto, aprendí que no se debe usar la trillada frase que indica que todos los hombres son iguales, ¡por el contrario! La absoluta diversidad de sus comportamientos me permite ampliar las expectativas. Además, esta situación tiene grandes ventajas y es mucho menos deprimente que vivir en la friend zone: puedo salir con varios de ellos simultáneamente y no hay dramas ni juicios; puedo hablar con uno del otro y dar el mismo consejo más de dos veces, puedo decirles si se ven bien o mal, si me parecen atractivos o si no me gusta su ropa.

Puedo comer con las manos y opinar sobre los hombres que nos cruzamos sin temor a que se incomoden, pero también puedo llamar las veces que quiera, puedo escribir al whastapp o ponerles cosas en los muros de Facebook sin parecer intensa ni lanzada y lo mejor de todo, no tengo que pagar con sexo la compañía… si no quiero. Soy como ese amigo que finge ser gay para acompañar a las amigas a comprar ropa interior y ni siquiera tengo que fingir que me gustan las mujeres, aunque puedo opinar sobre las que son de su interés y confían en mí sin aducirme el componente de la bien conocida envidia femenina. Puedo comentar si alguna me parece bonita, fea, gorda, flaca o wannabe, ¡y me creen!

Sin embargo, como era de esperarse, vivir esta vida de manager/coach/consejeroespiritual/espía tiene sus desventajas, más que nada cuando uno hubiera querido no tener tanta información en la cabeza y así poder sucumbir ante los encantos de un par de alumnos, o simplemente ser la mujer de la que la gente se enamora, como lo dice este texto que maravillosamente me encontré hace poco, justo cuando había comenzado a redactar estas líneas. Bien dicen que nada pasa por casualidad.

Por ahora seguiré jugando al espionaje corporativo y potenciaré mis capacidades tomando un par de cursos de coaching mientras espero al quincuagésimo segundo quien, si cuento con suerte y Cupido deja de hacerme bullying, no se dará por enterado de mis habilidades tan inadecuadas y jamás de los jamases se le ocurrirá leer este desvarío.

Facebook: Erika Ángel Tamayo

Twitter: @eangelt

Blog Personal: Desvariando para variar…

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