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Cada mañana viajando hacia la oficina tenía el mismo pensamiento: cómo me gustaría ser millonaria y no tener que trabajar para dedicarme única y exclusivamente a mi gran pasión, escribir. En ese momento sopesaba las posibilidades y entendía que la balanza no se iba a equilibrar a mi favor mientras tuviera a la gente del banco llamándome día y noche para cobrar un montón de deudas pendejas que me gané por darme vida de diva. Así pues, pasaba casi todo el camino elucubrando ideas para poner en textos y renegando pasito por no poder sentarme a redactar y ya.

Ha pasado casi un mes desde que las cosas cambiaron y más o menos como dictamina la conocida más nunca bien ponderada Ley de Murphy, la expectativa difiere completamente de la realidad. No, aún no soy millonaria, de hecho la gente del banco me sigue llamado, pero una cosa muy importante sí cambió: ya no tengo que pensar en el tiempo que podría invertir escribiendo mientras estoy trabajando porque sencillamente, ya no tengo trabajo. Los detalles me los reservo pero debo decir que planear una renuncia como si fuera el escape de la cárcel del Chapo Guzmán no es sano para nadie.

Aclaro: mi trabajo me gustaba, el lugar donde trabajaba también, es decir, tendría que estar ciega o ser tonta para no saber que es uno de esos sitios donde la mayoría de la gente quisiera trabajar. Pero a veces el amor no es suficiente para mantener una relación y un día me desperté sabiendo que ya no era feliz, que no lo sería jamás y que si no salía de ahí me iba a consumir en vida e iba a acabar convertida en un fantasma de mí misma. Renuncié en contra de todo pronóstico y por supuesto, a pesar de las críticas y los comentarios mordaces de las personas a las que les cuesta mucho entender cómo alguien a mi edad y con un futuro profesional promisorio decide abandonar un monstruo de empresa para emprender nuevos retos en lugares lejanos.

Pero esa es la vida que cada uno escribe para sí mismo, y ese era el destino que yo a conciencia me había trazado tiempo atrás. No me arrepiento, no hubo soberbia en mi decisión y tampoco me preocupé por construir un cartapacio de explicaciones o motivos que me llevaron a eso porque la única responsable de mi vida y de lo que hago con ella era yo, así que ahondar en referencias o hablar de eso como una calamidad era algo verdaderamente innecesario.

No obstante, para mi sorpresa y al contrario de lo que refunfuñé durante años, estos días que he estado ‘relativamente’ libre y con tiempo para organizar mi vida antes de emprender el nuevo camino que me trajo hasta acá, ahora que tengo cierta libertad para trasnochar o para no madrugar como solía hacerlo, esta es la primera vez en todo este tiempo que me siento a hilar más de tres o cuatro palabras con coherencia para construir un desvarío. Y si lo notan, la mitad se me fue explicándoles los cómos, los cuándos y los porqués.

Una amiga muy querida me dijo hace unos días que debía forzarme a escribir algo, lo que fuera, un pedazo de novela, algo de poesía, lo que quisiera, pero nada funcionaba. Empecé entonces a hacer lo que mejor he sabido hacer durante mi vida: culpar a las circunstancias por mi falta de inspiración. El estrés, el cambio de rutina, la no-necesidad de madrugar, el exceso de diligencias que de repente empezaron a aparecer, todo lo que viene con el cambio transcendental que tendrá mi vida en unos días, la falta de novio, la ausencia de romance, el haber superado aquella tusa descomunal —algo de lo que aún no estoy tan segura, o es que estoy demasiado entretenida—, las citas y los exámenes médicos, en fin, un sinnúmero de cosas a las que he atribuido mi distanciamiento de las letras sin que ninguna realmente se considere un factor determinante para dejar de poner en papel lo que pienso.

Los temas no han faltado, han pasado un montón de cosas que me han puesto a pensar ‘me gustaría escribir sobre esto o aquello’ y cuando trato de darle orden a las ideas acabo jugando Candy Crush en el celular o viendo videos musicales repetidos en YouTube. Así que decidí que necesitaba con urgencia un ejercicio, un desvarío de ensayo que me permitiera derretir el hielo que me entumía los dedos —olvidemos por un momento el calor absurdo de Bogotá— y volver a ese lugar feliz en el que puedo expresar con mis letras todo lo que mi boca a veces balbucea para decir. A veces, muchas veces. Tal vez se deba a mi relación poco ortodoxa con el drama o la falta de adrenalina (porque solo me bastaba con tener dos o tres informes inmediatos por entregar para que me apabullaran kilos y kilos de inspiración), lo cierto es que hasta hoy me había quedado en blanco. Y mis hojas también.

Si han llegado hasta acá es posible que se sientan identificados, o sencillamente se pregunten por qué se les ocurrió leer a alguien tan falto de entusiasmo —y en proceso de recuperarlo—. Igual les doy las gracias, estos desvaríos son lo que me mantiene conectada con mi esencia y los necesitaba de vuelta. Vendrán cosas mejores, he empezado a creer en esto con vehemencia, como un nuevo lema para mi vida. Llegarán días buenos, y estaremos aquí para compartirlos.


Facebook: Erika Ángel Tamayo

Twitter: @eangelt

Blog Personal: Desvariando para variar…

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