Del bote inflable a las migajas: La delgada línea entre el remero y el mendigo.
Cada quien elige su mejor opción para hacer catarsis. Unos pintan, otros componen canciones, otros estallan en la mitad de la calle y arman un gran alboroto, otros hacen ejercicio y unos cuantos más escriben. Por obvias razones clasifico en el último porque no poseo ningún talento para cualquiera de los anteriores (tal vez el alboroto), pero a veces también acabo ayudando a otros a hacer catarsis con el simple hecho de convertir las cosas que me cuentan en prosa al alcance de otras manos, sin comprometerlos, por supuesto. Muchas veces, cuando hablo con la gente sobre lo que me interesa escribir, me piden que cuente su historia. No me malinterpreten, soy solo una amateur, pero es divertido saber que a la gente le gusta que use mi escueto punto de vista para compartir sencillos detalles de sus vidas. De vez en cuando interesantes, de vez en cuando patéticos, los seres humanos siempre necesitamos un medio para liberar las cargas y equilibrar el karma. Yo lo hago escribiendo y me gusta, pero también escucho para luego difundir ciertas cosas que no quisiera que pasaran a los demás, por pura solidaridad de especie.
Ah, ¡Los seres humanos! Tan radicales, tan fuertes y tan vulnerables de vez en cuando. Siempre leyendo las señales (como lo mencioné en algún otro escrito) y siempre siguiendo la luz como un zancudo testarudo. Pensando en ello me detuve a imaginar algunos escenarios y aunque mis conclusiones siempre dependen de las fases de la luna, y probablemente vuelva a equivocarme y a verlos equivocarse, me pareció interesante jugar un poco con las analogías.
Tengo un amigo. Y no, no es el típico truco de disimular que estoy hablando de mi, en serio tengo un amigo cuya hoja de vida no debería incluir los títulos de ingeniería o las especializaciones en proyectos… su currículo debería hablar de lo bueno que es remando. No tiene ningún tipo de experiencia con deportes extremos y mucho menos tiene idea de cómo mantener el equilibrio en una canoa, pero remar es su mayor talento y ya verán porqué. Cada vez que conoce una mujer que captura su atención, se sube en su botecito inflable e inicia una competencia feroz a través de las agitadas aguas de su vanidad y su vergüenza (al mejor estilo de quienes se enfrentan los rápidos) y con todas sus fuerzas esquiva piedras y obstáculos acompañado de su remo, porque cuando se trata de relaciones humanas no hay casco ni chaleco salvavidas que aguante. Invitarla a salir, acompañarla a su casa, atender uno que otro capricho, cualquier cosa que le demuestre un discreto interés, todo vale. El tipo es todo un experto, pero también es cierto que en este mundo de convergencias ha encontrado más de una vez la horma de su zapato. La señorita en cuestión usualmente sabe que le están remando, tal vez por obviedad o porque es muy pagada de sí misma, el caso es que sabe por dónde va el agua al molino. Aquí no hay zona del amigo porque en casi todos los casos, quienes caen en esta zona son personas de confianza, conocidos de hace tiempo o simplemente amigos a los que las victimarias en el fondo aprecian de corazón y ellos han idealizado tanto a su musa (o muso, recuerden que a las mujeres también nos pasa) que se ven casados y con una decena de hijos. El remero es de otra ralea. A decir verdad, cuando empiezan a remar apenas conocen superficialmente su objetivo y están en una etapa de prueba y error, midiendo la relación costo beneficio, tanteando el terreno y pensando que cualquier cosita es ganancia. Además el remero es un tipo chévere, carismático, diestro con las palabras y con un sentido del humor particular, justamente como mi amigo, mientras que si estuviera en la macabra zona, desconocería el significado de la palabra ganancia.
Sin embargo, mi amigo el remero, aún con toda su pericia y su poderío sobre las aguas, puede encontrarse en el camino con una piedra gigante y estorbosa de esquinas puntudas que amenaza con rasgarle el botecito hasta dejarlo sin aire. Esa piedra no es otra cosa que la delgada línea que hay entre remar y mendigar. Al principio del ejercicio esa opción no se cruza por su mente; está dispuesto a todo y tiene el objetivo claro, sabe lo que quiere y a veces incluso tiene un plan y un cómo, un cuándo y hasta un dónde. Cuando infla su bote, viste su chaleco, acomoda su casco y se empodera de su remo, mi amigo el remero mira el horizonte con optimismo y de invitaciones a almorzar, llevadas a la casa, postrecitos después del almuerzo y saludos inesperados en whatsapp llena el bolso dispuesto para las provisiones.
Pero cuando se da cuenta que partió al amanecer, son las tres de la tarde y él sigue dando vueltas en círculo, se ha separado además de su equipo y la brújula al parecer se llenó de agua porque ya no funciona, cuando empieza a sentir que la piel le arde por el sol inclemente y que los brazos ya no resisten el peso de su remo, cuando no tiene más opción que arrimarse a cualquier orilla para descansar, cansado, hambriento y con un bote hecho trizas que ahora solo sirve para improvisar una carpa que en la mitad de la nada lo resguarde la lluvia, cuando la esperanza lo abandona y todas las señales que envía no reciben respuesta, comprende que sus esfuerzos por agradar y conquistar son cada vez más patéticos, que la susodicha ha estado aprovechando la situación o simplemente haciéndose la de la vista gorda, y que ahora todo el mundo lo ha descubierto, y créanme… ¡No hay nada más deprimente que un remero descubierto! Porque si se le ocurrió mencionar el plan a alguien, va a tener un corrillo de curiosos indagando por los detalles, los motivos, los cómos, los cuándos, los dóndes y los porqués. El remero hace conciencia y se ríe de su propia suerte. De sus provisiones solo quedan migajas y al menos por esa noche nadie lo va a rescatar.
Mi amigo el remero soporta el frío, los comentarios incómodos, las sombras de la noche, ver a la susodicha de vez en cuanto y saludarla como sin nada, el hambre despiadada en ese rinconcito de cambuche que montó en la orilla de ese río turbulento, cuyo caudal no es más que la sangre que le corre por las venas porque resulta que ¡Está vivo!, ¡siente!, ¡se apasiona! Sabe que aunque se haya convertido en un mendigo después de tanto remar, al día siguiente el sol brillará en el mismo punto, se esconderá detrás de la misma nube y como el zancudo testarudo que es, volverá a creer y en contra de todo pronóstico, más aún en contra de la corriente, se armará de nuevas provisiones, coserá el bote, sacudirá el chaleco, le guiñará el ojo a la convergencia, palmeará en la espalda a la anterior susodicha, encontrará una nueva, se burlará de mi cuando lea esto y me recordará que yo iba con él en ese bote, que compartíamos las provisiones y los cómos, que el sol a mí también me quemó, que nos cobijó el mismo cielo, que tuve tanta hambre como él y me alimenté de las mismas migajas, que los dos sabemos cómo remar pero también, lastimosamente, aprendimos a mendigar. Nos reiremos, lo sé, pero él es un remero experto y a pesar de mis letras en este nuevo desvarío, él, sin ningún reparo, volverá a intentarlo. Y yo también.
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Blog Personal: Desvariando para variar…
[…] Soltar no es fácil, nunca lo ha sido, así como no es fácil mirar dentro de nosotros y entender que aun cuando no seamos culpables de las decisiones de los demás y probablemente nunca recibamos las respuestas que queremos, la vida se encarga de darnos las que necesitamos, las que nos convienen de verdad, no las que creemos que nos corresponden, esas que atacan directamente el amor propio y nos apuñalan en la raíz de todos los egos, los mismos que se alimentan de nuestra insistencia, de mandar mensajes cuando sabemos que no habrá respuesta, de esperar que la puerta se abra y alguien aparezca, de arriesgarnos a salir en la madrugada fantaseando con una escena de película digna de Premio Óscar. Esos egos que nos llevan a ir del bote inflable a las migajas: La delgada línea entre el remero y el mendigo. […]
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