En una importante estación de Metro, de una importante ciudad, un hombre reinventa, día a día, el rito de la supervivencia. De la supervivencia, he dicho, no de la mendicidad. Aunque es probable que gane menos, o igual, que aquel que exhibe su pierna muerta. Ambos se hacen junto a la salida que da a la importante avenida porque es un punto estratégico. Ayuda al posicionamiento de la marca. Hay que tener un promotor, y un stand, decidieron. Pero nadie tiene tiempo, justo allí, ni de pedir información ni de recibirla, a pesar de sus gestos, que indican una permanente disposición para darla: su mirada que salta de persona a persona, sus manos sueltas –una invitando, la otra sosteniendo folletos–, su actitud siempre alerta, rayando en la desesperación. ¿Ganará por comisión o tendrá sueldo fijo?… Cuando le va bien logra que alguien lo acompañe hasta su oficina de cartón, y le toma sus datos. Tiene cara de papá, de venir de lejos (¡a algunos nos es tan familiar!). ¿Habría otro motivo, acaso? Debe tener hijas, dos niñas pequeñas, cariñosas, divertidas, que lo abrazan y le dan ánimo por las mañanas. Si no, de dónde saca la fuerza para no llorar, para no huir. ¡Cómo deben pesarle los días!
“El eterno retorno es tan cierto como la gravedad”, le había dicho, hace poco, su nuevo amigo. Ahora le sonaba terriblemente cierto, cuando volvía a ese mismo aeropuerto, a esa misma sala, a esa misma silla en la que se había sentado tiempo atrás, con ese mismo miedo tan...
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