Cambió una ciudad en la que todo era tan distante, tan costoso, tan complicado, por otra en la que todo era cercano, accesible, simple. Daba gusto vivir así, sin que cada cosa tuviera un significado. Una ciudad para comer, dormir, vivir y dejar que pasara el tiempo. La ciudad del sí. ¿Vamos al concierto? Sí. ¿Al cumpleaños? Sí. ¿A las fiestas del barrio? Sí. La facilidad de las circunstancias hacía que el sí se deslizara por el pecho y saliera fluido y contundente, sin vuelta atrás. Allí no había excusas. Si querías faltar tenías que decir la verdad, y nadie te cuestionaba; cada uno era dueño de su vida, de su tiempo. Pero tanta transparencia resultaba sospechosa. Alguien debía estar detrás de esto. Alguien tuvo que haberlo planeado, quién sabe con qué fines: ¿enceguecernos?, ¿nublarnos?, ¿hacernos creer que tocamos el infinito? Miles de operativos simultáneos permitían que todo funcionara a la perfección: cada semáforo, cada ruta, cada camión de la basura, uno para el vidrio, el cartón, el plástico, los desechos orgánicos, dándote, además, una sensación de solidaridad y redención. Caminabas por sus calles como por un bosque lleno de frutas. Y así, de sí en sí, la ciudad se convertía en tuya. Te apropiabas de mil esquinas y rincones que no te pertenecían, pero de los que ya podías contar una historia. Entonces sentías el sabor de lo prestado como una amenaza y te preguntabas: ¿esto a cambio de qué?, ¿cuál es el precio que debo pagar?, ¿el olvido?, ¿cuánto tiempo me queda?, ¿empezó ya la cuenta regresiva?
“El eterno retorno es tan cierto como la gravedad”, le había dicho, hace poco, su nuevo amigo. Ahora le sonaba terriblemente cierto, cuando volvía a ese mismo aeropuerto, a esa misma sala, a esa misma silla en la que se había sentado tiempo atrás, con ese mismo miedo tan...
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