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Me gustaban sus ocurrencias. Lo que no me gustaba era que justo después de ver mi gesto de aprobación, o mi admiración, o mi risa, procediera a publicarlas. Yo era una especie de termómetro social, el filtro por el cual pasaban sus ideas, en busca de aceptación. Aquello que veía que no tenía una reacción en mí era desechado, olvidado para siempre entre las mil frases de su autoría que a menudo citaba, releía y recomponía hasta que tuvieran los caracteres exactos, la dosis justa de acidez para sobresalir sin ser apaleado. Se metía en debates sin fin, con los cuales yo a veces estaba en desacuerdo; en más de una ocasión fuimos nosotros los que terminamos discutiendo. ¿Cómo podía resultar tan ocurrente allá afuera y en la casa tan irritable, tan oscuro? Yo también me había enamorado de eso, de su chispa, de su misterio, de esa extraña habilidad de cuestionar la realidad y, aun así, seguir siendo políticamente correcto. Me gustaba el hombre real tanto como el personaje, pero parecía que uno iba a terminar apoderándose del otro. Si un día me iba, ¿se enteraría?, ¿me extrañaría a mí o a la sombra que dice sí y sonríe? A la que busca qué hacer mientras él responde y responde… En un ataque de desconcierto, ¿lo publicaría?, ¿me enviaría un mensaje cifrado por sus redes sociales?, ¿aparecería mi nombre por primera vez? En todos estos años, ni una mención, ni una insinuación. Según decía, era para proteger su intimidad; no la nuestra sino la suya. Teníamos la vida más corriente, pero a veces salía con este tipo de comentarios. Sabía que no me pertenecía a mí sino a sus 47.828 seguidores. Próximamente 47.827…

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