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Un vuelo es un suspiro, una bocanada de irrealidad: ¿cómo hace tan poco estaba allá y ahora, de repente, estoy acá? La que era versus la que soy. No somos los mismos después de un viaje. No somos los mismos en ningún punto del tiempo. Arriba, las ciudades son fantasmas, puntos naranja sobre las nubes, que son nubes, y felinos, patos, garzas, sirenas, compañía. Para quien no mire, ir en la ventanilla debería estar prohibido. ¿Por qué es obligatorio cerrar las ventanas?, ¿por qué nos tenemos que dormir? Quiero ver el amanecer, la frontera, la línea que separa la noche del día, ¿acaso existe? La vida pende de un hilo. Un rayo, solo basta un rayo, o una bandada de pájaros. Un niño vomita una bolsa hermética. Da asco, aunque no hay olor. Las azafatas y pilotos, ¿habrán tenido un amorío? En caso de emergencia, ¿esto nublaría su juicio?, ¿se dirían palabras cariñosas antes de un aterrizaje forzoso? Los aviones seducen. ¿Por qué la gente que busca el número de su silla se ve tan segura de sí misma, tan atractiva?, ¿será que todos los guapos emigran? O es que esos guapos no son de aquí. Los miro de reojo. No dejo que vean mis ojos vidriosos. Al vecino sí hay que mirarlo bien —podría ser el último rostro que contemplemos en la vida—, saludarlo de forma cortés, con una sonrisa fría, que no propicie una conversación. Y al final, a la salida, procurar mantener la calma, sin abalanzarse sobre los corredores; no hay necesidad. ¿Por qué tenemos tanto afán?, ¿es miedo a que alguien se adelante y robe nuestras pertenencias?, ¿deseo de estirar las piernas o de sacar ventaja?, ¿Claustrofobia?, ¿tanta gente teme perder una conexión? Salir primero, ¿para qué? Es solo codicia o hay alguien feliz, afuera, que nos espera.

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