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No pensé que fuera tan difícil. La relación de cantidad de trabajo contra cantidad de descanso para hacer una simple huerta, es algo así como un minuto de azadón por cinco minutos de una rutina conformada por hidratación con gaseosa que trae la tía, mirar al cielo preguntándose para qué se metió a eso, limpiarse el sudor de la cara con la camiseta sucia (incluida una que otra sonada de mocos) y respirar profundamente para que los latidos corazón-cerebrales no hagan estallar la cabeza.

Claro, sobre todo para un citadino como yo, cuyo único contacto previo con el campo había sido visitar terrenos pensados para planes citadinos, pero en el campo, como hacer un BBQ, disfrutar las aguas y los paisajes de los balnearios, acampar porque no hay más cupo en las piezas o, simplemente, salir de veraneo.

Si ya tienen una ligera idea, o han vivido algo similar, debo sumarles a la imagen mental la brillante ocurrencia de iniciar el proyecto agrícola en un terreno considerablemente empinado, a una temperatura promedio de todos los círculos del infierno sumados, y una humedad de proporciones incalculables si la unidad de medida fuera el sudor visible en la ropa. ¡Ah!, además del pequeño detalle de que Villeta (Cundinamarca) es un municipio con graves problemas de escasez de agua e inestabilidad de tierra, que le añaden unos punticos al factor de dificultad para cultivar tomates, lechugas o pimentones.

Ahora puedo pensar que esa frase popular “es duro pa’l campesino” es totalmente aplicable, pero a la inversa, a la aventura romántica y un poco ingenua que me ha venido rondando hace bastante tiempo, de sembrar, volver a la tierra, producir mis propios alimentos o visionar la vida en el campo. Porque trabajar el campo es duro, muy duro pa’l citadino.

Más, cuando cerca de un año después no he probado un solo tomate de mi intento de huerta, tampoco he intentado volver a cultivar en ese terreno familiar, e incluso, no he podido regresar a visitarlo por la falta de tiempo típica de los que vivimos en la ciudad. Eso sí, me queda la satisfacción de proporcionarle un banquete de hortalizas a las gallinas de la finca vecina, mientras no pude vigilar mi proyecto.

Así es. Mi intento de huerta, además de costarme ampollas en las manos, dolores en la espalda y mucho esfuerzo, fue un fracaso ante los ojos de cualquiera que piense en productividad o rentabilidad. Sin embargo, hoy estoy seguro de que con mi fracaso como agricultor gané una confirmación de que son esas ideas que tenemos en la ciudad, de éxito, de competencia, de querer controlar hasta la naturaleza, lo que finalmente me ha hecho pensar en dar un paso al costado para darle oportunidad a lo básico.

Me rehúso a pensar que estamos condenados a vivir en medio de la polución y el caos, encerrados en oficinas, moviéndonos por las calles de un lado a otro en busca del dinero necesario para salir de la ciudad de vez en cuando, sin desear volver pero obligados a hacerlo y así pagar las cuentas de lo que compramos para seguir haciendo parte de la ciudad. Un apartamento, un carro o comida. Parece un ciclo sin control ni sentido.

Lo que gané en mi primer intento fue que cultivar (o hacer el intento) da la sensación de poder hacer cosas con las manos más útiles que mover un mouse o lanzar quejas e insultos por Facebook o Twitter. Además, entender que las cosas no tienen que pasar inmediatamente, sino que hay ciclos naturales que determinan los resultados, permite cuestionar las ideas sobre el éxito. Sentir agotamiento y ver que lo que para uno es el límite para un campesino es una tarea más, hace valorar su papel en algo tan desapercibido como el proceso de la comida diaria. Y, sobre todo, acercarse a la vida en el campo abre los ojos no solo a las condiciones campesinas del país, sino a la manera como tratamos la tierra.

Por eso, hoy quiero irme de la ciudad al campo y volverlo a intentar de manera más seria… creo. Para aprender, involucrarme y aportarle al campo, si es posible, con lo poco o mucho que aprendemos en las ciudades. Sin embargo, debo advertir mi desconocimiento y la posibilidad de abandonarlo todo sin más. Lo que tengo por ahora es la posibilidad de un espacio propio para intentarlo (ya les hablaré de eso en otra entrada). Pero aunque no tengo un tiempo determinado,  ni la seguridad de que suceda, los invito a que descubramos juntos esta historia romántica y sin sentido, de un citadino que quiere vivir en el campo.

¡Ojalá lo logre!

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