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Cuando el día se hace oscuro, hasta no ser día, sino noche, los corredores del bogotano Cementerio Central (como los corredores de todos los cementerios de la entera tierra, aunque suene a mal cuento de terror), se tiñen de niebla cenagosa, fumífera, casi sólida, y el tracto respiratorio de los centinelas se incendia a bocanadas. Aspiran, espiran, espiran, aspiran, mientras el relente tormentoso de madrugada hace su ronda serena entre los mausoleos. Pero eso no asusta a nadie. Porque los muertos, aunque muertos, hablan.
Dejemos por un momento esa imposible de comprobar convicción según la cual los difuntos yacen inermes durmiendo su descanso eterno, y, hagamos un transitorio intento por comprender lo difícil que a veces puede resultarnos el haber fallecido. Hay que tener cuidado con eso de morirse. ¿Verdad?
Los muertos –al menos aquellos anónimos–, lejos de haberse librado de todo humano padecimiento, también de olvido se enferman, y luego, tres o cuatro generaciones después del final adiós, terminan convertidos en nada más que una seguidilla muda de letras con serifa, esculpidas en piedra, sedientos de flores, aburridos de hablar entre sí, frustrados ante su mutismo material, hartos de la ingratitud de sus descendientes.
Pero en lo tocante a los deudos afamados de la central necrópolis, las cosas, tal vez, sean más sociables. Don Leo Kopp, por ejemplo tiene una libreta sobresaturada de peticiones, sin descansos, desde el mismísimo día de su lamentable deceso, gracias a su merecida fama de benefactor incondicional para con el proletariado bogotano.
A diario desfila frente a su imagen fundida, una muchedumbre de menesterosos esperando para comentarle al oído acerca de sus padecimientos, a la espera de ser auscultados. Y don Leo, cuya memoria debe ser, tan ágil como lo fuera al abandonar su terrena existencia, comienza a tomar nota minuciosa, para luego, en las madrugadas, mediante extensas disquisiciones, rescatar del insomnio a sus cohabitantes de la ciudadela macabra.
Don Leo comenta en los más recientes días, por cierto, el reciente traspaso de su firma a manos surafricanas. Don José Presunción Silva habla, por su parte, de las muchas oportunidades en que sus poemas han sido oscuro objeto de profanación herética suprema por cuenta de infinitas dedicatorias perpetradas por libidinosas parejas. Las niñas Bodmer, congeladas en una eterna infancia desde 1903, debido a su prematura muerte, se quejan del inaguantable peso específico de solicitudes milagrosas, de tantas y tan diversas especies y sustancias.
Don Leo se acerca y les recuerda que su agenda está aun más atiborrada que la de ellas, debido a la romería diaria de peregrinos mendicantes que ante su oído confiesan sus dolencias. ¿Cuál será, de todas las fosas, monumentos e intersticios presentes en el gigantesco sepulcro común, el más grato y confortable según el consenso de los inquilinos? ¿Qué podrán, al fin de cuentas, hablar entre sí Laureano Gómez, Carlos Pizarro Leongómez y los buenos amigos de la Asociación Colombiana de Lustrabotas?
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