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Justo en este instante se oye el grito de las muchedumbres indignadas, recorriendo la Carrera Séptima, mientras repiten al unísono el coro trisílabo de ‘No más Farc’.
 
Rugen helicópteros a la defensa de la manoseada institucionalidad y el orden público. Los mismos que en 1985 sobrevolaban el Palacio de Justicia en pretendida lucha por la democracia. Los mismos que con toneles de agua han tenido el mérito de aplacar el fuego furioso de los cerros orientales en caso de incendios forestales.
 
El color blanco de las camisetas nos hace pensar en lo fácil que puede terminar siendo el uniformar a varios millones de colombianos alrededor de una causa, siempre y cuando esta les parezca convincente.
 
Se me parece a la emisión final de Betty la fea, a la campaña por la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 y la celebración por la única de la Selección Colombia en la Copa América. Con un rating parecido, y con dosis equivalentes de solidaridad, lágrimas, emoción y estupor.
 
A todos, o a casi todos nos duele el secuestro, como también otras infamias varias cometidas por representantes de todos los lados del conflicto, llámense Farc, Paramilitares o Gobierno.
 
Pero no sólo es motivo de dolor, sino también de angustia de país el pensar que sumados somos tan capaces de inventarnos enemigos al acomodo histórico de turno. De lo fácil que nos es culpabilizar a quien entendemos como el causante de todos los males presentes, futuros y pasados. La marcha, en su acto simbólico, corre el riesgo de convertirse una manifestación contra las Farc y a favor de Uribe, y no una expresión solidaria de condena masiva al secuestro.
 
El primer enemigo, que recuerde, fueron los españoles. Los textos escolares que leímos lo repetían obsesionados. Éramos un pueblo opreso y esclavizado. Hizo falta que Antonio Nariño, los Comuneros, Simón Bolívar, y Santander y todos los criollos se aburrieran de los impuestos excesivos, y de no tener el control para desatar aquella guerra de independencia por la que decimos estar tan agradecidos y orgullosos.
 
Cada 20 de julio lo celebramos, y son pocos los que en el marco de alguna discusión osan decir que las cosas no son como las cuentan.
 
No hay que ser demasiado suspicaz como para pensar que tal vez los próceres estaban buscando algo distinto a la ruptura de las cadenas.
 
Es algo que nunca habrá de ser comprobado porque todos los nombres que marcaron el inicio de nuestra vida republicana se han convertido en patillas, en libros que nadie lee, en retratos al óleo, en cartas a Manuelita Sáenz y en miniseries de televisión –algunas de ellas, eso sí, de impecable factura–.
 
Considero, al igual que algunos otros, que aquellos mártires eran miembros de una elite que no podía serlo. Creo que los jóvenes Nariño y Santander y Bolívar estaban aburridos de no poder aspirar a la presidencia, de no tener país propio, y de no ser oídos por Su Majestad. Y claro, también debían estar molestos por los malos tratos y la sordera de virreyes ante las demandas legítimas de los neogranadinos. Ahora que lo pienso a los tres les quedó, al menos, el nombre de tres departamentos del mapa político colombiano como vía de inmortalidad.
 
Entonces decidieron inventarse y conquistar una libertad que no lo ha sido. Luego quisimos convertirlos en emblemas y en paradigmas de la lucha por la equidad, y así los evocaremos. Pero algo parecido es lo que hacemos cuando decidimos ir en busca de culpables, y de atribuir a éstos las complejas razones que motivan sus acciones.
 
Desde siempre que ha habido siempre hemos tenido la costumbre de dar nombres propios a problemas nacionales cuya complejidad supera cualquier análisis.
 
En un momento lo fueron los chapetones, en otro los bandoleros. Un día estábamos aburridos con Pablo Escobar y al otro con la Constitución de 1886. Un día el enemigo era el M-19 y al otro las Farc. En una época detestábamos a Guadalupe Salcedo, en otra al gobierno de Ernesto Samper. En los 50 era La Violencia: en los 90 el Proceso 8000. Y estoy citando eventos al azar.
 
Recuerdo hace cosa de 12 años una manifestación contra Samper Pizano organizada por el estudiantado de la entidad en donde transcurrían mis días de universitario. No olvido la campaña de la R con sus consignas de “Renuncie” y los volantes iracundos impresos por los manifestantes. Se me quedaron en la memoria los rostros de mis condiscípulos, de Sabas Pretelt de la Vega y de Salud Hernández desfigurándose ante la sola mención de Samper, y lo difícil que era por entonces declararse a favor de aquel gobierno. Recuerdo la pose heroica de Alfonso Valdivieso, de Noemí Sanín y de Andrés Pastrana. Y de otro centenar más de personajes. Pero lo que más me quedó de ese día era la fuerte tendencia de un amplio sector del país de culpar al entonces Presidente de todos los males.
 
En 1990 había cientos de miles de votantes depositando la Séptima Papeleta. Y Colombia entera parecía declararse convencida de que una reforma como esa era la salida a ciertas problemáticas que aún hoy, 4 de febrero de 2008, siguen vigentes. Con todas las bondades que este acto político de proporciones masivas trajo consigo es saludable reconocer que su éxito no pudo escapar a la lógica. Que no podría haberlo logrado.
 
Sin querer decir que Guadalupe Salcedo o Ernesto Samper o Sangrenegra o Alfonso Valdivieso o Tirofijo o la Constituyente o el Intercambio Humanitario sean o hayan sido fenómenos o individualidades similares, sí parecen constituirse en manifestaciones tangibles de una visión reduccionista y demasiado simple del conflicto.
 
No son sensatas aquellas interpretaciones en donde las Farc son los absolutos culpables de la escasa prosperidad de Colombia, soportándose en las estadísticas de Fenalco, o en quienes están felices porque desde los tiempos de Uribe han podido regresar con bien a sus fincas de recreo.
 
Con toda la indignación que genera el plagio de cualquier ser humano, llámese Ingrid Betancur, Fernando Gómez o NN,  y la miseria a la que hemos sido sometidos debido a éste, la marcha “Contra las Farc” corre el riesgo histórico de convertirse en un referente más en donde la furia colectiva se disfraza de justicia histórica. Y en un engaño desconsiderado, promovido por el establecimiento y en pos de éste. Y así seguiremos, pensando que ser apátrida es no haber desfilado al ritmo de la multitud.
La canción oficial del evento puede ser oída aquí. Ustedes opinan.

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