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Cada ciertos días la muerte decide venir a visitarnos. Entra por la ventana, o por las pocas chimeneas que hay en esta ciudad tan fría; o se cuela por las hendijas de una puerta, y comienza a cometer sus travesuras perversas, inexorables y cotidianas. Hasta el día de hoy no se  tiene noticia de nadie a quien haya perdonado.
No tiene la costumbre de anticiparnos su llegada para esperarla como se merece, y por eso, sin importar lo seguros que estemos de aquella visita inoportuna, siempre terminará por sorprendernos. Aunque inundemos al mundo de mentiras complacientes diciendo que ya estábamos listos.
Ayer, después de haber asistido a unas honras fúnebres más, después de haberme dado cuenta otra vez de que la muerte nunca evade su sagrado compromiso con cada uno sus súbditos, comencé a hacer un inventario de los muchos conocidos y desconocidos a los que he visto morir. La lista, a fuerza de tantas bajas, ya no puede ser exacta. La muerte a veces llega temprano, a veces a tiempo, y a veces tarde. Pero siempre viene.
Entre olvidos y recuerdos aún tengo clara la imagen de Deborita, que era según creo, una hermana de mi bisabuelo, que debía tener 100 años, y que debió irse en 1982. En la mitad está Fabián, que se fue hace 10, cuando estaba por cumplir 22. Este viernes se fue Alfonso, el abuelo de Andrés, tal vez para acompañar a Leonor, su esposa, quien se le adelantó unos 17 años a la cita final. Tenía 89.
El asunto me dolió, no tanto por los muchos nexos que me adhieren a Andrés y a su familia, desde aquel  1980 cuando jugábamos en la casa de Sears con la Plaza Sésamo y la granja de Fischer Price, sino porque se trata de la muerte de un cachaco genuino, de aquellos que desde hace años han comenzado a escasear. 
De aquellos que arrastraban la RR y pretendían lucir como ingleses. De los que no perdonaban atardecer sin chocolate y onces santafereñas. Jugadores de cartas y ajedrez, nacidos en el centro de la ciudad. De esos aficionados a gabardinas, sobretodos, bastones, gorras ajedrezadas, para quienes Bogotá terminaba donde comenzaba Chapinero. De los que se ‘colincharon’ en el tranvía y se hartaron de comer sardinas enlatadas Margarita durante el 9 de abril.
Me duele porque, en la misma forma en que ocurre con casi todo lo que Bogotá algún día fue, los cachacos son una especie en inminente e inevitable peligro de extinción. Ya nadie se viste, ni sueña, ni piensa, ni vive, ni recuerda, ni habla como ellos. Ninguno –ni yo mismo– podría declararme como un genuino cachaco.  
Cada vez conozco a menos personajes que merezcan ser denominados como bogotanos en el sentido completo de la expresión, por un lado por que no lo son,  y por el otro porque no están interesados en serlo. Ya se va haciendo difícil encontrar especímenes de esa rara y entrañable clase, a la que alguna vez tipificaría Nicolás Bayona Posada en ese clásico de nuestras letras que es ‘El alma de Bogotá’.
Lamentable asunto, porque en Medellín, Cali, o Villavicencio todavía resulta fácil encontrarse con paisas, ‘vallunos’ o llaneros, no muy distintos de los que poblaron sus respectivas regiones hace 50 o 100 años. Pero aquí el desarraigo es nuestra más arraigada característica.
Se va un cachaco más, y con él las muchas palabras y costumbre en desuso. Ala, cachifo, chinita, reinita, ya nos dicen poco, o nos suenan a destiempo.  Porque las palabras y los hábitos, como los hombres, comienzan a morir no el día en que se marchan, sino cuando dejan de parecernos indispensables, cuando se empiezan a volver invisibles o inaudibles, porque dejamos de mirarlos o nos tapamos los oídos para no escucharlos.  
Hijos, nietos y bisnietos cada vez se parecen menos a esa estirpe de cachacos, hoy reemplazadas por yuppies, emos, o por toda una suerte de tipificaciones importadas que nada tienen de propias.
Termino por dar un adiós a Alfonso, quien de seguro debe estar engrosando el cielo de cachacos, porque bien claro está que en la tierra ya no hay muchos. Ahora comienzo a temer que en 200 años el término ‘cachaco’ se convierta en un arcaísmo, como lo es aquella Bogotá del pasado que todos los días muere ante nuestra mirada indiferente.

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