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Un día esa ciudad en sepia, de sombreros, sobretodos y matices tímidos… esa extensión geométrica a la que le costaba sonreír… que se movía de norte a sur en una ruta plagada de miles de pequeños rectángulos, triángulos y semicírculos de cemento… y esas calles habitadas por transeúntes de los que no se permitían más que grises y marrones al vestir, comenzaron a teñirse de colores escandalosos.
Aquella urbe oscura, invernal y lluviosa cuya fragancia característica era la de la llovizna sin fuerza levantando partículas de polvo a su contacto con el asfalto, empezó de súbito ser invadida por perfumes extravagantes de inciensos, sahumerios y hierbas, ante la mirada asombrada de los tradicionalistas.
Hacía algunos años un visionario de nombre Jimmy Raisbeck había hecho reventar bocinas de radiotransistores y amplificadores de tubos a ritmo de rock’n’roll, en lo que antes habían sido dominios reservados exclusivamente a Lucho Bermudez, Matilde Díaz, Carlos Gardel, Jorge Negrete, Pedro Infante o Felipe Pirela.
Ya para 1963 se habían formado bandas locales dedicadas a alterna  jazz con los primeros intentos de rock a la criolla. Los Daro Boys hacían bossanova colombiana, interpretaban versiones en perfecto inglés de la suite de West Side Story, y ponían a trepidar al Teatro Colón con su When the Saints go Marching In. Algo parecido lograban, al sus vecinos de patio, Los Daro Jets con sus interpretaciones joviales a lo Chubby Checker.
A Jimmy le acompañaba en los controles de Radio Continental, Alfonso Lizarazo, un tímido joven de Bucaramanga, tiempo después líder de Radio y Estudio 15, primera estación y sello disquero dedicados a la música joven en el país. De allí, por ejemplo, vinieron Los Ampex. Carlos Pinzón, por su parte había sido promotor tiempo atrás, de la exhibición del Rock Around The Clock de Bill Halley en el Teatro El Cid, ceremonia considerada por los afortunados asistentes como el acto inaugural del inicio del rock en Colombia.
Les siguió Guillermo Hinestroza, quien desde una perspectiva un tanto más popular hizo lo propio con El Club del Clan, de donde nació, con Óscar Golden y sus seguidores, la cuota ingenua y pop del momento.
Este fermento derivó en una serie de agrupaciones de renombre, entre las que se contaron los muy mencionados Speakers, los Flippers, los Young Beats, los Wallflower Complextion, los Yetis de Medellín, Los Ámpex y algunos otros más.
Para cuando corrían los últimos años de la década, ciertos jóvenes entusiastas con los suficientes recursos como para jugar a los empresarios decidieron dar a la Calle 60, que a la fecha no prometía ser glamorosa o lucrativa, el aliento suficiente como para convertirse en el núcleo de operaciones del naciente hipismo en Bogotá.
El centro comercial de la carrera novena fue el lugar escogido por el destino. Se abrieron en derredor tres almacenes de afiches: “El escarabajo dorado”, de los Marín, “Thanatos” y “Las Madres del Revolver”, de Libardo Cuervo.  Había un circuito de discotecas vecinas, “La Bomba” (de Alfonso Lizarazo, Gloria Valencia de Castaño, Fernando Gómez Agudelo y Juan David Botero), “La Gioconda”, “El Diábolo”, “Pampinatos” y la “Discoteque”.
Estaba el poco rentable almacén de discos Zodiaco, en donde era fácil trabar conversación con varias de las figuras emblemáticas de entonces: Rodrigo García, Roberto Fiorilli, Álvaro Díaz, Edgar Restrepo Caro y la reina del movimiento, Tania Moreno, entre ellos. Desde los micrófonos de Emisoras El Dorado algunos de los de esta camada hablaban a una audiencia ávida de sonidos “desde la madre tierra” en Emisoras El Dorado, de propiedad de Julio E. Sánchez Vanegas.
Hubo personajes a los que todos conocían, aunque pocos sabían por qué o para qué estaban ahí. Potocho (un italiano de nombre Genaro de Angelo), Cleta Salgado (bella y espigada joven de pelo suave y largo, a la que hasta hace no mucho se veía deambular hablando consigo misma por las inmediaciones de la calle 82, cerca del Pomona), y la misma Tania, que había llegado de Cali para convertirse en el rock hecho mujer.
Los más jóvenes, aquellos que aún no habían llegado a la edad suficiente como para comenzar a consumir alcohol sin desacatar las disposiciones legales del momento, asistían a matinales en donde, aunque seguía siendo de día, bailaban en unas falsas jaulas de adorno, estimulados por las notas de las bandas de turno, a la vez que mojaban su sed con Kol-Canas, Pepsicolas, y Coca-Colas. Los más osados contaminaban las bebidas gaseosas con raciones desmedidas de ron o vodka.
Y vinieron los festivales de música, y el cannabis, y el LSD. Y hubo fiesta, y paternidades prematuras, y comunas, y conciertos cuya memorabilidad fue en proporción inversa a las ganancias. Y los pelos y barbas crecían, y la movida se se expandió hacia todas las direcciones de la geografía nacional.
Hoy, después de cuatro décadas, Carnaby Street sigue siendo Carnaby Street, y Haight Ashbury sigue siendo Haight Ashbury. Por el contrario, la 60 ya no se parece a ‘esa 60’ Es una venta de baratijas sin mucho carácter y sirve de emplazamiento a cigarrerías, almacenes de respuestos para teléfonos celulares, expendios de perros calientes y cafeterías venidas a menos. Es difícil, si no imposible, transmitir a quienes no estuvimos ahí siquiera una fracción de aquella energía que por años se irradió desde ese lugar del que, cosa triste, quedan pocas imágenes.
Sí. Fue un remedo. Y fue en Bogotá, capital de un país afligido por problemáticas distintas a aquellas de las que ocupaban a quienes en el primer mundo ejercieron el hipismo como una posibilidad de vida. Y duro poco. Y era, una vez más, un intento por ajustarnos a los moldes foráneos, y treparnos al tren de las ideas contemporáneas, tal vez de forma forzada. Pero fue cierto. Fue mágico. Y fue en 1968. En esa Bogotá que ha sido, es, y seguirá siendo, en el fondo, la misma.

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