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El tranvía número 32 viaja lento desde la Avenida Chile, cantando su trayectoria pesada de rieles, ruedas y escaños, de vuelta a Bogotá. Justo está virando para tomar la ruta a Las Cruces, al sur, por la carrera 13. Sobre el techo resalta un aviso de Afeitol Vigig a 0.25 centavos. Al fondo, hacía atrás, se ven los cerros orientales, más azules que verdes. Silenciosos, nublados y opacos.

Adentro del 32, en la primera fila de la izquierda, un anciano fuma su segundo Pierrot sin fitro. Dos jovencitas retornan desde el Pedagógico hasta sus hogares, distantes dos cuadras el uno del otro, en Las Aguas. En las sillas traseras cuatro obreros duermen exánimes. Llegaron de Usaquén después de haber levantado medio muro en la casa de don Luis Noreña y de su esposa, doña Pastora. Les queda faltando la mitad restante. Acaban de bajarse dos bellas modistillas. Esperan abordar algún autobús de servicio urbano en la estación de El Retiro para seguir al norte, aunque ya no sean horas de andar en esas, cuando ya se va a poner oscuro.
Los que tengan los ojos buenos alcanzan a divisar, algo más lejos, bajo la serranía, las mesas llenas de empanadas picantes y espumosas jarras de sifón, y la pista de bolos del Tout va Bien, en el número 71-71 de la Séptima. Si las cosa marchan como es debido, el desplazamiento hasta la estación final durará una hora y 10 minutos. En el 11-31 de la 72 el señor Luis Castro Montejo está preocupado por los constantes atrasos de los contribuyentes con las cuotas para el embellecimiento del barrio a propósito del cuarto siglo.
Ya en un plano casi inmediato resaltan las quintas, resguardadas por su manto vegetal de sauces, urapanes, pinos y eucaliptos. Los copetones descansan haciendo equilibrio sobre los hilos eléctricos.
No muy lejos, quienes tengan el suficiente ánimo como para caminar, se encontrarán con la entrada del Parque Gaitán, en la calle 76, justo donde termina la carrera 15. En el centro hay un lago. Para su drenaje se aprovecharon las corrientes subterráneas que iban por ahí, invisibles. En el Parque alquilan caballos a precios razonables. También hay una rueda de Chicago gigante. Y está la avioneta de don Camilo Daza, en la el simpático piloto lleva a los curiosos a sobrevolar el campo. Pero sólo funciona los fines de semana. Y hoy es jueves.
Si siguiéramos hacia el Norte nos encontraríamos con el  joven vecindario de El Nogal, hasta hace no mucho un lote gigante en cuyo centro crecía un árbol centenario, que aún hoy sigue con vida. A la zona correspondiente a las calles 71 y 82, entre la 11 y la séptima, los constructores han tratado de llamarla Barrio Collins. Pero nadie quiere decirle así. También están El Espartillal y La Cabrera (ya por donde viene bajando la quebrada El Río Negro), y -bastante más lejos- la Hacienda El Chicó.
La Avenida que dejamos atrás se llama así por haber sido inaugurada precisamente el 18 de septiembre de 1920, día nacional de la independencia chilena. Hacia la izquierda aparece el santuario de La Porciúncula fundado por los reverendos padres franciscanos.
Arriba, casi en la montaña, está la hacienda Los Rosales, famosa por su majestuosa alberca y sus murallas altas. Allá nadan las señoritas aristócratas sin preocuparse porque su pundonor se vea violentado por las miradas impertinentes de los caballeros alrededor. Cerca de Los Rosales venden unas pastillas de chocolate azucaradas a las que llamaban ‘diabolines‘.
El castillo de los Kopp y las quintas Córdoba, La Primavera y La Paz son emblemas de esta generación espontánea de residencias lujosas del norte. Rodeada de pinos y eucaliptos, un tanto lúgubre y atemorizante, en la 13 con 68 aparece la Camacho, propiedad de don Enrique. Su dueño no suele hablar con nadie, se viste con paño negro, y cruza las calles sin reparar en las miradas de los pocos transeúntes que se atreven a detallarlo, algo intimidados. Sus manos siempre están atrás.
No hará unos 25 años la Quinta Camacho fue el alojamiento del señor Leandro Sánchez de León, a quien apodaban ‘Cachetá’. Era un matador afamado que, después de una larga temporada de éxito en los ruedos, desapareció sin dar aviso. Los vecinos más imaginativos, adeptos a la invención de espantos, duendes y apariciones, relatadas para lucir interesantes ante sus interlocutores, dijeron que la casa se lo había tragado.
Hay en derredor algunas casas grandes, no tan ostentosas, en donde viven quienes prefieren el silencio de las afueras al escándalo altivo e invasor de la ciudad.
Aún así, los vecinos no consiguen entender porqué el sordomudo consuelo del silencio campestre no ha sido suficiente como para aplacar el escándalo ferroviario provocado por el trasegar despacioso de los carros que llegan y se van.
Sobre el andén de la calle 60, en la 13, un desocupado va silbando algún éxito del gran Tenorio Ramelli. Justo aquí fue fundado en 1886 el primer almacén de mercancías del sector, propiedad de don Demetrio Padilla. Vendía ramos para el pecho, botines de satín, charol y cabritilla, capas para teatro con capucha, pañuelitos de gasa y de seda para el cuello con las iniciales de sus dueños bordadas, corpiños descotados de muselina y de linón, cortes de popelina, peinetas de carey o de marfil y otro montón de objetos y prendas útiles, de esas que ya no se consiguen.
Arriba, hacia la Séptima, en el 59-47 de la Avenida, tuvo lugar el inicio de esta historia, cuando don Antón Hero de Cepeda, oriundo de Cádiz, estableció en ese punto su residencia y lugar de trabajo. Don Antón elaboraba y vendía un tipo especial de calzado cuyo atractivo consistía en proteger a los lugareños de la humedad y el fango. Como hacían un ruido parecido a un ‘chap’ a su contacto con el fango, los bautizaron ‘chapines’. Eso fue poco tiempo después del arribo de Jiménez de Quesada.
A la derecha alcanza a divisarse el que fuera el caserío de El Campín, en donde por cierto hoy están el hipódromo y el nuevo estadio de fútbol, próximo a ser inaugurado con motivo de las fiestas de los 400 años. Más al sur aparece el primoroso barrio de Palermo, cuyo nombre recuerda la casa de vivienda del profesor y médico Leoncio Barreto.
Antes del tranvía se viajaba con dificultad por estos andurriales, lóbregos, vírgenes, deshabitados. Los juerguistas nocturnos, o quienes venían hasta Chapinero a visitar a sus prometidas, solían llegar con el calzado lleno de barro.
Un francés ingenioso, de apellido Deutienes utilizó una caja de bocadillos veleños a manera de plataforma en la que los sufridos viajantes ponían sus chapines sucios antes de pisar los limpios domicilios en los que sus amadas esperaban por ellos, evitando a sus suegras el vergonzoso disgusto de tener que trapear otra vez. El francés esparcía sobre éstos una mezcla de ceniza de papel, manteca y trementina, a la que llamaba ‘bola’, con lo que los zapatos desprolijos iban recuperando el brillo perdido. Por eso aquello de ‘¿quiere que lo embole, caballero?’.
Al sur está Villa Sofía. Era el refugio de invierno del presidente Rafael Reyes, a donde él y su hija se dirigían cuando fueron el blanco de un fallido atentado por el que los agresores terminaron fusilados. Los disparos tuvieron lugar en el sector de Barro Colorado, más allá, a la altura de la actual Calle 45. Eso fue en 1904, creo.
 Y siguen los vecindarios uno tras otro: La Merced fue en un tiempo la residencia de don Arturo Malo O’Leary; La Magdalena, de Daniel Sanz de Santamaría; y Teusaquillo, de don Ricardo Jaramillo, quien en honor a la historia  bautizó su propiedad en esa forma.
Las anécdotas continuaban, innecesarias y adormecedoras, aunque a decibeles suficientes como para ser oídas por don Zabulón, el conductor. Ni él, ni Abelardo, ni Edilberto habían notado que al final, después del giro obligatorio de en U para seguir con el ciclo rutinario y predecible de todas las horas, ellos se constituían en los únicos ocupantes del vehículo, ya vacío.
-¿Pero en dónde es que está la casa del viejo Leonidas, compadre? ¿No era más atrás?
-Así es, compadre. Sobre la calle 68. Cerca a los talleres. Pero por andar pensando tanta cosa se me olvidó decirle que nos bajáramos. Volvamos mañana y aprovecho para contarle más.
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