Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

Unas palabras de nostalgia para el viejo e insuficiente aeropuerto de mi ciudad.

Del Aeropuerto Internacional ElDorado recuerdo los miradores sin vidrio  desde los que se alcanzaban a ver las aeronaves llegando y saliendo, hasta perderse, como transitoriedades volátiles suspendidas en algún punto de la inmensidad celeste bogotana. Parecían puntos ruidosos en movimiento entre azules débiles y grises fuertes.

Recuerdo a los padres y madres y tíos y abuelos subiendo a sus vástagos en los dinteles de cemento, para hacerlos testigos cercanos del milagro de la aeronáutica. Recuerdo los días en que  las hamburguesas de Wimpy, servidas en platos de porcelana con cubiertos de acero inoxidable, servilletas  y tomates verdes con cáscara seguían siendo una de las opciones alimentarias de los viajeros y acompañantes, y cuando no había corrales, ni crepes, ni cervezas en lata a 2.500, ni mcdonald’s por ahí.  Recuerdo que debió haber una fuente, y que había un túnel con personajes a cuadros conformados por pequeños azulejos.

Recuerdo la cantidad sorprendente de visitantes que armados de olla, refajo y papa chorriada con guisado de tomate, cebolla, comino y condimentos varios, hacían de la contemplación de los vehículos aéreos un evento suficiente como para dedicarle días enteros.  Del aeropuerto ElDorado recuerdo enormes cuentas de taxi, y momentos de prisa en los que los segundos no eran demasiado pocos para semejantes duelos y consejos,  indicaciones y advertencias de última hora. Recuerdo hombres de orejeras y paletas indicando a los pilotos a dónde llegar, y me recuerdo a mí preguntándome qué se sentirá trabajar ahí y ser testigo de tantos arribos y partidas, protagonizados por otros.

Recuerdo cuando en Colombia hubo Lufthansa, hace ya bastantes años, y British Airways, hace unos menos. Y que antes de la monopolizante Alianza Summa había SAM y Aces.  También sé, aunque no alcanzo a recordarlo, que hubo KLM, Lansa y Scadta.  Recuerdo encuentros, desencuentros, saludos, despedidas, lágrimas y risas asustadizas.

Los aeropuertos, tal como las estaciones de tren a las que en Colombia sólo vemos como una curiosidad de antaño, tal como las terminales de transporte, o como los hospitales, o como las funerarias,  o como cualquier espacio en donde tengan lugar viajes, y ansiedades, y tránsitos definitivos o transitorios entre este y otros mundos, están sobrecargados de una multiplicidad abrumadora de energías.

Del aeropuerto ElDorado recuerdo haberme despedido un centenar de veces, desde uno y otro flanco, y recuerdo haberme habituado desde temprano a lo que parece una fuga constante de seres y cosas, que se van por los muelles de inmigración, y que a veces vuelven, convertidos  en otros, o tristemente transformados en una caricatura de aquello que quisieron llegar a ser.

Por las puertas del Aeropuerto ElDorado veo llegar bilingües a quienes no lo fueron, o a un centenar de fabiosparras y césaresrincones españolizados.  Recuerdo excursiones de undécimo grado y viajes nacionales a visitar a los abuelitos. Recuerdo haber conocido, en tránsito hacia Estados Unidos a quienes me confesaron estarse yendo para siempre, aunque su visa fuera de turismo.

Los hospitales huelen a asepsia, y a medicamentos, y a esperanza de seguir vivos, o a la decisión tranquila y resignada de saber que no lo estaremos más. Los aeropuertos huelen a combustible, y a adioses, y a sueños, y a anhelos de volver, o de no volver, o de comenzar, o de terminar, y a aeromozas bien perfumadas,  o a llantos de corta o larga duración. Por eso mi costumbre es la de abstenerme de visitarlos, a no ser que me convenzan chantajeándome con la posibilidad de entrar al Bar Escocés, a donde nunca he ido, o con alguna comida abundante de camino.

De todos los aeropuertos el más triste me parece ElDorado. Y dado que a veces tengo miedo a estar triste, también le tengo miedo a ElDorado. Le tengo miedo porque me sabe a incertidumbres, y me recuerda que somos más preguntas que respuestas y más signos de interrogación que puntos finales. Y más desapegos que apegos. Le tengo miedo porque es epicentro de adioses, y de lágrimas y de abrazos, de esos que nunca quisiéramos dar por acabados, y de conversaciones que se quedan sin final, como estas palabras…

andres@elblogotazo.com
www.elblogotazo.com

Compartir post