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Recorrido desprevenido de un no-bautizado por las iglesias de la más tradicional avenida bogotana.

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Sobre dos ruedas voy transitando por la estrecha y contaminada Séptima. A cada tanto se me aparecen iglesias, y entonces comienzo a preguntarme cuántos como yo han dibujado esta misma trayectoria en ambos sentidos.

Cuántos sentimientos de diferentes intensidades, índoles y orígenes se han concentrado en ellas, con tantos años, siglos y  procesiones de temporada rodando por su suelo de adoquines.

Cuántas dosis de sol y cuántos litros de lluvia se han detenido a sus puertas, sin que se tengan noticias de exclamación o queja alguna de su parte.

Cuántos desfiles nupciales, cortejos fúnebres y cuántas vidas han oficializado su llegada o partida del mundo, justo ahí. Sobre esa avenida dispar, atemporal, angosta y única, estática y en movimiento, en donde invisible y discreta debe esconderse la historia de mi ciudad metida en templos, parroquias, oratorios y claustros.

Vuelvo otra vez mi vista a la iglesia y aunque no católico observo asombrado.

El 20

Comienzo desviándome a la 27 sur, antes de llegar a la Sexta. Pienso en aquel 1935 cuando la congregación salesiana se hizo a un par de terrenos, ubicados en sentidos opuestos, a sur y norte de Bogotá. Y recuerdo que el primero es aquel que hoy corresponde a la Iglesia del 20 de julio.

20julio.jpgLa plaza del mencionado vecindario parece un Vaticano en miniatura, bastante menos suntuoso que el original, lleno de colores, aromas, menesterosos y mendicantes que cohabitan en el marco de la mediana plazoleta junto a palomas, loteros, fieles y comerciantes.

Entro al templo. Uno de los propósitos de la arquitectura religiosa debe ser el de recordarnos lo minúsculos que somos. Y en este caso lo va logrando. Me siento poca cosa. Sorprende el contraste entre la iconografía casi posmoderna que rodea al Cristo en mármol, con las lámparas tipo araña y la muchedumbre de feligreses de disímiles edades, cada uno a su manera sumido en su propio trance místico, solemne y triste.

Veo a una anciana devota con un tapabocas, cuya edad no puede ser en ningún caso inferior a 90 años. Tras ella, en los brazos de una señora la sigue un bebé, con no más de una semana de vida a cuestas. Toda una paradoja generacional unida por el mismo credo.

Hay un órgano con su complicado mecanismo de tubos y unos confesionarios. Delante de mí hay una señora con un chal. Le pregunto si estaría bien exponer mis culpas al sacerdote de turno, dado que siendo tan amplio y tan antiguo el monto de faltas, ya son muchas las faltas que se me han olvidado. Ella me contesta que eso no es problema, pues al inicio de mi declaración debo iniciar mis jaculatorias con un oportuno «me acuso de los pecados olvidados e ignorados». No me atrevo a admitirle que no soy ni me interesa ser bautizado. Y me despido.

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El mercado de la fe

Entre muletas, sillas de ruedas, prótesis y anhelos de curarse voy por entre la plazoleta una vez más.

En derredor hay desperdigada una buena cantidad de expendios especializados de veladoras, santas biblias, cirios, novenarios, estampitas y demás ‘memorabilia’ religiosa.

Hay centenares de imágenes del Divino Niño y esculturas a escala y a respetable tamaño de José Gregorio Hernández. En unas está ataviado de galeno. En las otras aparece vestido de civil, como una especie de Chaplin caraqueño.

La encargada del almacén en donde estoy se llama Yazmín. Me cuenta que San Pancracio es el patrono del trabajo, que San Rafael es el de la salud, y que Santa Marta es la abogada de los casos imposibles. Le comunico que en vista de su consejo y de mi condición he decidido convertir a esta última en mi beata de confianza.

Al final le compro unas veladoras y le pido asesoría con respecto a lo que debo hacer con ellas. Como una experta me da sus indicaciones. «No se pueden prender aquí mismo. Usted va a la Iglesia, reza por lo que tiene que rezar, las saca con cuidado, y las deja encendidas en su casa hasta que se terminen sin que nadie se las toque».

Sigo por el comercio aledaño. En los establecimientos vecinos hay divinos niños gigantes que cuestan 500.000 y que según me refiere el vendedor dejan una ganancia equivalente a la mitad exacta del precio de venta. Mi interrogatorio se ve suspendido de súbito por los clamores de un voceador de restaurante anunciando las opciones gastronómicas del día. «¡Hay bagre en salsa! ¡Hay mojarra! ¡Hay pechuga a la plancha!» Aún en medio del éxtasis místico hay cabida para el hambre y las frituras.

cruces.jpgEntre ladrillos, cruces y pasteles

Prosigo en mi ruta hacia el norte. La siguiente iglesia está rodeada por un bosquecito, y protegida, como una rosa, por un alambre de púas enrollado en forma de espiral, y por una reja oculta a medias por una enredadera escasa y un arbusto que parece de uchuvas.

Es la Parroquia San Javier. A la entrada hay un perro con aires de guardián, algo amenazante. Procuro que su pereza sea más que los deseos de atacarme y me voy hasta una capilla pequeña, en donde hay una suerte de oratorio con un emblema en permanente exhibición.

En esas vienen dos hombres preguntando por el Padrecito Gonzalo. La cara del que está más adelante es redonda y manifiesta cierta expresión amable de humildad que produce confianza.

Les digo que no conozco a nadie en la Parroquia, y luego les indago acerca de si lo que los trae hasta aquí son cuestiones de trabajo o de religión. «Un poquito de las dos», me contesta uno. «Nosotros hemos venido aquí varias a veces a pedirle ayuda al padre Gonzalo y no nos ha dejado morir».

A atendernos llega Olga, la sacristana. Es catequista. Tiene un par de ojos brillantes y bondadosos. Una vez expuesta prédica decido continuar.

 

Alrededor de la tradicional Plaza de las Cruces hay una bodega de osarios, y un parque automotor con cientos de camionetas que ofrecen servicio de acarreos. Al frente está la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen. Diagonal se encuentra la del Santísimo Rosario, pintada de color celeste y salmón.

Sigo por ahí hasta Santa Bárbara, a cuyas desvencijadas puertas hay dos hombres de la calle, durmiendo sus propias cuitas, bajo el sol bogotano de fin de semana, disfrutando cada uno a su manera de aquella soledad liberadora y única que sólo conocen los mendigos. Estoy en la calle quinta con carrera séptima.

Me desvío un tanto para ver desde arriba las agujas de los templos, dibujando su estela caprichosa de secretos centenarios. Se me aparece de frente el Santuario de Nuestra Señora del Carmen.

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Dejándonos de tecnicismos y retóricas arquitectónicas acerca de su estilo gótico bizantino, podríamos decir que la construcción parece un lindo pastel. Una suculencia de repostería clavada en el centro de mi ciudad. A las puertas hay una buena cantidad de avisos que recomiendan mantener una actitud respetuosa y no malgastar el tiempo hablando con los demás fieles pudiendo hacerlo con el mismísimo Dios.

Más al norte está el Templo de San Agustín. Aunque las tragedias experimentadas por éste no son pocas, y con variso siglos de edad todavía destila vapores de madera saludable y bien conservada.

Me acerco al Padre. Sus ademanes se confunden entre el afeminamiento y la inocencia. Está afuera, contemplando los autos moviéndose con una prisa que contrasta con la paz que hacia dentro del tiempo se vive.

Me cuenta que en la Guerra de los 1.000 días hubo adentro una confrontación entre liberales y conservadores, por cuya causa la edificación resultó averiada. Y que otro tanto le correspondió el 9 de abril. Luego me invita a ver el Coro, en donde los religiosos se reúnen a orar. Me dice que es el más bello del Nuevo Reino de Granada. Me recuerda el momento en que Tomás Cipriano de Mosquera decidió exiliarlos.

Entro con él a la Iglesia, otra vez. Miro en todas las direcciones. Veo las veladoras eléctricas que se encienden con monedas y no dejo de dolerme ante tan prosaica forma de recaudo. La pila y los espléndidos confesionarios pintados de rojo. Las lámparas artrópodas. Los óleos de Vásquez Ceballos. El órgano de pedal. En breve habrá de iniciarse la misa, y yo ya no estaré. Se da cuenta de que lo estoy grabando y me da un delicado golpe en el hombro derecho. «Para servirle. Que Dios lo acompañe», me dice, y se marcha.

Continúo la ruta hacia la famosa Catedral Primada y su aledaña Capilla del Sagrario. Si bien no estamos hablando de la Abadía de Westminster hay en su interior algunos testimonios de grandeza. Su altozano. El antiguo órgano. Las frases en latín. Todo ello afeado por unos parlantes blancos marca Proel utilizados para efectos de amplificación, que cortan con brusquedad irrespetuosa el conjunto de armonías sacras.

agonia.jpgLas tres seguidas

 

Y ahí está San Francisco. Dicen que a cada tanto, desde los folículos pilosos en porcelana del Señor de La Agonía, exhibido en una de sus vitrinas, va creciendo una apreciable cabellera mágica.

El sacerdote está oficiando su ritual de ocasión. «Hay que morir para vivir» dice el cántico entonado para respaldarlo. Afuera abundan las ventas de rosarios y chontaduros de cosecha y el mercado de 10.000 cosas del que alguna vez León Gieco hablara.

Pero debo continuar, una vez más, tan solo para contemplar el no menos curioso conjunto de tres iglesias seguidas en medio del centro de mi ciudad. Ahora estoy frente a la Ermita de la Veracruz (al otro lado de lo que alguna vez fue el Río Vicachá). «En este augusto recinto hallaron descanso los despojos de los próceres», dice un mensaje.

Por el pasaje, el mismo del Café San Moritz y del antiguo Gun Club, van subiendo los franciscanos con sus distintivos hábitos, de camino a la Iglesia de la Orden Tercera.

Atravieso la calle 19 para entrar a la Iglesia de Las Nieves, llamada así por la Virgen de Nuestra Señora de Las Nieves.

Me cuesta creer que aún en medio de una ciudad tan adepta a las demoliciones haya conseguido sobrevivir tan colosal construcción colosal procedente de aquel lejano 1585. Algunos dicen que el milagro se debe al expendio de pollo frito adaptado en su baptisterio, muy a disgusto de los puristas.

 

San Diego

Ya en donde termina el Centro, justo en aquel lugar reconocido por muchos siglos como el límite norte de la ciudad, está San Diego.

baptisterio.jpgLa historia cuenta que don Juan de Cabrera inició allí la elaboración de una escultura de la virgen, a cuya culminación se sintió insatisfecho, por lo que prefirió utilizarla como puente en un riachuelo cercano. Alguna vez un campesino la encontró y con ayuda de unos ángeles la llevó de vuelta al templo, por lo que homenaje a ella decidieron llamarla Capilla de Nuestra Señora del Campo.

Chapinero desolado

Entre San Diego y la calle 79 B sorprende la ausencia de templos católicos en de la carrera séptima. Podría haber uno más, la original de Chapinero, en el costado oriental del Parque Sucre (hoy ‘De los hippies’), de no ser porque fue derribado en 1918.

La siguiente parada, algo lejana, es Santa María de Los Ángeles. La capilla, a desnivel, es el centro predilecto de muchas parejas de novios acomodados para la realización de honras nupciales de carácter intimista. Entre 1920 y 1948 perteneció a la pintora Margarita Holguín, autora de los zócalos. Luego fue donada a la curia.

Desde ahí hasta bien entrado el norte, aparte de la Iglesia del Distrito Cuarto Militar, bastante peculiar, y de la de Usaquén, harto conocida por casi todos, volvemos a encontrarnos con una curiosa desolación espiritual, sólo resuelta a la altura de la calle 150.

Cedros y Cedritos

Ahí, invisibilizada por la cantidad de conjuntos de vivienda multifamiliar que hoy han invadido a lo que una vez fueron sus dominios, se erige la Capilla Doctrinera de Nuestra Señora del Campo, como parte de la antigua Hacienda El Cedro, propiedad en algún tiempo de Francisco de Paula Santander, y según lo asegura el texto labrado en ella, construida en 1730. Pocos lo saben, pero el nombre del barrio aledaño se le debe a esta interesante hacienda de recreo, hoy transformada en museo y en salón de eventos sociales.

Al final

Presa ya de una insolación alarmante preocupante me dirijo a donde ya va terminando la ciudad. Muy al Norte se me aparece San Juan Bosco, parroquia de los salesianos, cuyos terrenos fueron también adquiridos por éstos en aquella negociación de 1938. Sin que nadie me autorice abro el gran portón e ingreso. Me dicen que el Padre lleva por nombre Fernando Velandia. En su enorme campo hay niños retozando y ancianos esperando a que el tiempo se les vaya.

sanjuanbosco.jpgCuando las obras se iniciaron el lote hacía parte de los terrenos del municipio de Usaquén. Al frente están dos ancianas que llaman mi atención. Habría querido creer que eran amigas desde hace 50 años. Pero para mi decepción acaban de conocerse. Una de ellas dice llamarse Alicia Castiblanco. Me cuenta que en un tiempo cantó con el coro, pero que ya su voz no es la misma. Animada me toma por el brazo y me lleva hasta el despacho parroquial. Ahí me presenta a uno de los padres que trabajan con la comunidad.

Ya me quedan pocas fuerzas para hablar y el sol está arreciando. En medio de la extenuación aún atino a dirigirme al padre para hacerle una última pregunta sobre alguna minucia que siempre que siempre he querido saber. «¿Cómo se llama, padre, esa especie de cinta que llevan los sacerdotes al cuello?». «Clergyman», me responde. Y con eso ya veo que he aprendido suficiente.

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