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A las 5:51 PM del lunes, las autoridades incompetentes declararon clínicamente muerto al arco iris del 28 de septiembre. Ningún ciudadano, en principio, intentó creerlo. Ninguno trató de notarlo.

Los que habrían podido verle agonizar estaban demasiado alegres celebrando la llegada como para darse cuenta de que su intención no era la de quedarse. Y el descuido de los observadores fue ideal para que el observado se les desvaneciera sin avisar, tal como todos los grandes deberían hacerlo, por muy observados que sean.

Así fue. Sin que nadie se enterara, la gran cinta semicilíndrica de colores decidió descolgarse del cerro para convertirse en partículas invisibles de sí misma, y se decoloró sin habernos hecho sonreír lo suficiente. Por eso nadie pudo recolectar sus despojos, y no hubo médico forense que quisiera tomarle muestras. 

El arco iris del 28 de septiembre fue visto por primera vez unos 27 minutos antes. Yo fui uno de los testigos. Marcela me lo advirtió. Era, sin duda, el mismo arco iris de siempre. No estaba deteriorado. De hecho había cambiado poco desde ese día en que lo vi por primera vez, proyectado en las tablas del piso de la casa, en 1980.

En aquel entonces yo tenía cuatro años, y aún no había sido diagnosticado como el miope crónico que hoy soy.  Cuando pregunté de qué se trataba, los que entonces estaban encargados de disipar todas mis inquietudes, me enseñaron que lo había hecho Jehová para prometerle a Noé que jamás la tierra volvería inundarse. Después me remitieron a alguna estampa didáctica de mi libro de historias bíblicas. Hoy que lo pienso tiene sentido seguir creyendo en el relato porque desde entonces el arco iris no ha dejado de aparecerse, y la tierra no se ha inundado del todo. Desde entonces lo he dibujado unas cinco veces, utilizando crayolas, colores convencionales, plumígrafos y lápices de grafito.

Ayer, 28 de septiembre, me llegaron cablegramas de toda la ciudad confirmándome que otros desocupados, como yo, también lo estaban mirando. Ninguno quería que se fuera, y todos pensaron que el arco iris estaba aquí sólo por ellos.

Los sastres dejaron de coser, los danzarines de bailar, los vanidosos de mirarse las canas y los jueces de juzgar. Por un momento sentí que no yo no era el único.

Incluso pude fotografiarlo, desde este edificio, cuya vista está obstruida por otro edificio idéntico, y cuya fachada posterior, a su vez, también está obstruida por la fachada anterior de otro edificio idéntico a los otros dos.

Las famosas, o desconocidas Torres de San José. Trillizas obstructoras. Trillizas grises ahumadas de exhosto. Trillizas desteñidas. Trillizas llenas de gente, y de ventanas, y de cosas combatiendo a un gigante. Trillizas impertinentes que no me dejan ver el arco iris.

Sentí lástima entonces de aquellos a quienes, como yo, el urbanismo penalizó con la presencia de alguna edificación intrusa, interponiéndose entre el horizonte y sus ojos. Y de que con tanta interferencia el arco iris no fuera más que un fragmento arqueado en policromía, metido en la pantalla LCD de mi cámara corriente.

Durante el tiempo en el que el arco iris del 28 de septiembre estuvo vivo, casi todos los que lo observamos anduvimos hablando de él. Cada uno según su perspectiva. Los místicos dijeron que era una señal. Los científicos se preguntaron si su existencia estaba en algún modo relacionada con cierta anomalía metereológica. Los diseñadores gráficos discutían acerca de estaba más volcado al cyan o al magenta.

La ciudad alistó sus sensores oxidados para mirarlo. Y yo seguía contemplándolo a medias, mimetizado entre el edificio de enfrente y los cerros color verde Andes, también de enfrente.

Los hombres y mujeres de negocios pensaron en la forma de rentarlo, y de contratar alguna agencia idónea en aquello del mercadeo y de la publicidad para relanzar la imagen remozada del arco iris. Los habladores y escritores compulsivos nos consagramos a la inútil misión contarle al mundo que, por unos minutos, el arco iris había decidido posarse sobre nosotros. 

Los amigos del recuerdo y de cazar nostalgias alcanzaron a atraparlo en placas fotográficas y se fueron a contemplarlas antes de que el modelo desapareciera.  Después las guardaron bien en alguna parte, para esperar a que se hicieran viejas. Así, en muchos años, podrán exhibírselas a lo demás, cuando ya nadie tenga tiempo ni interés de verlas. O vendérselas a los curiosos a muy alto precio. O  demostrarle al mundo lo buenos que fueron tomando fotos, por si alguna vez a alguien se le ocurría ponerlo en duda.

Al saber de su muerte. Al saber de su fuga (porque a veces muerte y fuga son lo mismo) fuimos bastantes los que lo lamentamos. Pero el arco iris parece saber que es mejor irse siendo extrañado y no aborrecido, y que es mejor endulzar poco que hastiar.

Deberían demoler las torres de San José para poder ver el arco iris, y recibirlo como es debido. Deberían demoler a Bogotá entera y construir una torre para esperar al arco iris. Inclusive, todos deberíamos escondernos, para no asustar al arco iris y así tentarlo a quedarse.

Tal vez el arco iris del 28 de septiembre se fue molesto al darse por enterado de la infinidad de comunidades que sin preguntárselo lo han nombrado símbolo de paz, o de libertad de género, o de otras muchas cosas que a él, tal vez, no le importan, pues no ha habido quien pueda tocarlo ni quien pueda acercársele lo suficiente como para hacerlo hablar. Para mí sigue siendo el invariable arco iris. El mismo de hace 29 años, muerto, una vez más, en una tarde de septiembre. De de seguro y sin anunciarnoslo, él habrá de regresar.

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