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No tengo compasión a la hora de ajusticiar a los electrodomésticos traidores con mis propios puños. Me duele que me fallen. Y reacciono en perfecta reciprocidad para con su proceder desleal.

Es que invierto mucho en ellos. Y uno no puede andar por ahí dejando que los demás defrauden su confianza con semejante impunidad tan rampante.

Por eso los castigo. Porque les entrego mi vida, y porque de golpe ellos me hacen víctima de su espíritu infiel y rastrero. Como si se complacieran martirizándome con su incompetencia calculada, y como se rieran en silencio de ponerme impaciente. Como si hacerme enojar les sirviera para mantenerse vivos mediante algún extraño tipo de burlo-terapia.

Sucede que en ocasiones les he pedido que me alumbren; o que me conduzcan a algún lugar; o que me muestren el mundo; o que deshagan mis marañas; o que me guarden la vida en alguno de sus cajones invisibles. Pero ellos, sin notificármelo de antemano, se olvidan de toda mi credulidad desperdiciada. Y me decepcionan. 

El computador se hace lento cuando tengo más prisa. Justo el documento que necesito para que mi vida cambie por fin termina dañándose irrecuperable y tristemente. La conexión deja de funcionar y la transferencia se suspende cuando faltan 5 kilobytes para terminar con la descarga del archivo de cuatro gigas. Y todo eso es su culpa.
 
A veces les he confiado los borradores de mis ideas sin procesar, y ellos las han destrozado. A veces he perdido dos o tres años de mi vida confesándoles lo que soy, tan solo para perder el tiempo y las energías destinados a estas sesiones en un solo formateo. A veces los he hecho depositarios de incunables y únicas copias de colecciones fotográficas o musicales. A veces he tenido la desgracia de fiarme más de ellos que de mi mala suerte. Y quedo defraudado. O de esperar que ellos registren por mí aquellos recuerdos que yo mismo no puedo almacenar dentro de mí.

Yo no soy de los que dejan que ese tipo de cosas ocurra, sin reclamar justicia. Y me enristro contra el electrodoméstico que, por sus errores propios y deliberados, se haya hecho merecedor de una paliza aleccionadora.

Cuando necesito fuerzas de más me valgo de un martillo, de un destornillador, o de las punteras reforzadas de mis botas Grulla negras, destinadas tan solo a la tortura y muerte de electrodomésticos traidores. Soy, por tanto, de los que deja marcas indelebles sobre la latonería de computadores, reproductores y monitores de video, cámaras digitales y por sobre toda suerte de indumentos tecnológicos.

Algunas veces (casi todas) logro que funcionen de nuevo, al menos por unos instantes. Ello demuestra que el castigo tiende a operar correctamente. Pero en otras los estropeo por completo.

En el primer caso me siento tranquilo por haber salvado la situación. En el segundo me invade una paz indecible al ver despedazados a los hacedores de mi ira y mi desgracia. Por ello casi siempre termino ganando. Aunque, lo confieso, a veces me invade una extraña culpa al verlos yacer despedazados sobre el suelo. Contemplar sus despojos. Ver deshecha su alma de resistencias, cables, tarjetas e integrados reducida a un montón de piezas rotas. Y me pregunto si no habría sido mejor dejar a Juan Roa Sierra vivo, antes que lincharlo sin hacerle preguntas.
 
Algunos han tratado de explicar esa tendencia de ajusticiar a los electrodomésticos mediante cierta dialéctica de la reivindicación. Respondemos a los objetos en reciprocidad a la forma como éstos se comportan con nosotros, y nos alegra que a ellos les duela tanto como a nosotros.

Soy de ese pensar. Tengo la certeza de que los electrodomésticos viven por sí solos, y de que cuentan con alto grado de perversa y oculta racionalidad. Eso explicaría el serio problema de entendimiento que hay entre mí y los electrodomésticos desleales. Podría añadirse que, ante la ausencia de organismos de justicia oficiales, encargados de condenar a esta raza delincuencial para-humana, hay quienes emprendemos el camino de la retaliación.

Pero otros, tan solo, se tranquilizan pensando que un golpe puede generar un contacto perdido entre los circuitos, mucho más fácil de resolver con la intervención de un técnico especializado (quienes también a su manera tienen su propia medida de crueldad y de infamia).

Desde tal perspectivo golpear a los electrodomésticos sería ilógico. Por lo tanto no golpearlos sería lógico.  Pero lógica y magia son conceptos enemigos. Y por eso obrar en contra de la lógica es mágico. Es místico. Es escapar del pragmatismo, que es una enfermedad incurable, propia de los cerebros anquilosados y faltos de inventiva. Pacecido por las mayorías pensantes y racionalistas. Por aquellos para quienes los de mi estirpe son los más directos herederos del barbarismo primitivo importado a la cosmoautopista cibernética.

No me veo capaz, al menos en forma consciente y premeditada, de violentar a un ser humano. Pero no entiendo por qué no pueda desquitarme de los seres que se escudan en el mentiroso argumento de que no están vivos para mofarse a su antojo de la humanidad. 

Debido al anterior postulado, todos los lugares en los que he vivido se han convertido siempre en un gran tribunal para máquinas despiadadas. En un matadero de electrodomésticos. En un cadalso regido por un solo juez. Omnímodo. Que no contempla atenuantes. Para quien no hay miramientos, conmutaciones o rebajas.

Seguiré por mi vida despedazando impresoras a golpes. Abollando las láminas que visten a los ordenadores de mi hogar. Quebrado los cristales luminosos de scanners, y venciendo la estructura plástica que recubre a monitores y pantallas.

Esta es mi propio manifiesto personal contra los electrodomésticos traidores. Contra esos que se han adueñado de la mitad de nuestras vidas, y que algún día, por más que yo quiera evitarlo, habrán de jugarle un mal rato a toda la humanidad, que desde hoy vaticino.

Por ahora me dispondré a oír los truenos, que disparan las alarmas odiosas de los automóviles de los sótanos, y que aturden a los pobres perros de la calle. De todos ellos hablaré después.

Buen viernes lluvioso.

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