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Este antiguo reloj Ansonia de péndulo y pared. Que hoy vive en Bogotá, conmigo. Que a veces no me deja dormir, con sus avanzadas inicuas.

Que en simultánea es objeto de odio y admiración para quienes vienen hasta aquí a desesperarse con sus sutiles martilleos oscilantes, o a maravillarse por su aspecto arcaico.

Este mismo reloj Ansonia debe habernos cantado los segundos por varios cientos de miles de veces, a unas seis o siete generaciones.

Debió burlarse de la prisa de la abuelita por ir al Colegio San José de Calarcá, en los años 40 del XX. Debió advertirle a ella que –de no salir temprano– Sor Lucía Correa, Sor Vicenta Pineda, Sor Matilde Baracaldo, y la madre Jaramillo, la superiora, se iban a enojar con ella.

Y luego debió anunciar las horas fúnebres en las que Víctor y Alicia, los bisabuelos, se fueron de la tierra. Uno en 1978 y la otra en 1989.

En su agonía lenta debió servirle de cómplice a él (a Vicente) cuando fumaba a escondidas, y debió avisarle que los minutos se le iban acortando, una vez le fue diagnosticado el cáncer terminal de de pulmón. Debió decirle a ella que ya los días de su viudez estaban por terminar, porque se acercaba la hora de irse al mismo lugar que él.

Debió hacer las veces de despertador para el coronel Leopoldo de la Pava, chozno de mi madre (y tal vez su primer dueño) quien a su propia vez debió comprarlo en Neira (Caldas), a donde le debió haber llegado, vía Buenaventura, o tal vez sobre una mula, por allá en 1885.

Debió ayudar a María de Jesús Jaramillo, la esposa del Coronel, a tasar las horas de espera para que él regresara ileso de la Guerra de los Mil Días.

relojansonia03.jpgA los bisabuelos los conocí. Pero no al Coronel. Sé, por un libro de historia, que nació, precisamente en Neira, y que su padre, se llamaba José María. El Coronel  Leopoldo y yo debemos ser choznos. 

‘Chozno’, es una palabra que poco he oído usar, lo que demuestra nuestro natural desinterés por quienes nos antecedieron. Según el Diccionario de la Real Academia Española es el hijo del tataranieto. Difícil. ¿No?

 

Al Coronel lo he visto en placas fotográficas de principios del siglo XX. Aún sin haber podido hablar con él, siempre le guardé cierta estima por su bigote alisado a la fuerza, su chaqueta de levita, y el pañolón grueso de seda amarrado en su venerable cuello castrense.

Puede ser que el coronel haya sido menos bueno de lo que siempre he querido pensar. Que el Ansonia sea un botín de guerra, arrancado de las manos de una pobre viuda, y que algún día el espíritu de la doliente desdeñada venga hasta, 105 años después, hasta las Torres de San José a vengar el alma de su marido.

La Ansonia Clock Company nació en Ansonia, Connecticut, en 1850, Estados Unidos. Anson Greene Phelps era un millonario dueño de molinos de cobre, que decidió hacer una fábrica de relojes, para no desperdiciar el metal restante. Pero a finales en 1899 la factoría fue trasladada a Brooklyn, hasta su venta a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1929.

Este Ansonia de péndulo y pared, un sencillo reloj de cocina, nunca debió ser un artículo lujoso, pues mi familia nunca ha sido adinerada.  Más bien fue la oportunidad para unos colombianos simples de saber qué hora era, y de sentirse un poco más que los elementales miembros de la clase trabajadora de su país que siempre fueron mis ancestros y que yo estoy, quizá, destinado a ser. Cosas de la revolución industrial, y de la pauperización de los recursos. No soy de los que quieren engañarse imputando y repartiendo falsos títulos nobiliarios o fortunas inexistentes entre mis antepasados.

relojansonia02.jpgEmpero, al igual que casi todos nuestros objetos preciados y antiguos, para vergüenza de nuestras incipientes industrias, no fue hecho en Colombia.

No obstante, como todo fetiche y como toda reliquia –tan solo valiosa por ser patrimonio familiar — este reloj Ansonia de péndulo y pared debe haber sido objeto y víctima de leyendas distorsionadas, magnificadas, acomodadas y exageradas por el narrador de turno, romantizadas por la mente de quienes, como yo, seguimos hablando de él.

Transformadas por ese eterno teléfono roto que es la oralidad informal, y que hoy, en su nombre y por primera vez se transfigura en palabras escritas, por quien, como yo, sólo conoce la historia por fragmentos y de oídas.

 

Por lo tanto supondré que este reloj Ansonia de péndulo y pared debió atravesar el país entero entre una y otra costa, para luego ser embarcado por vía marítima hasta algún puerto, para ser movido de allí hasta tierras caldenses.

Aunque, después de todo, Buenaventura se hizo importante después de la Segunda Guerra Mundial. Por lo que quizá sea más probable que este reloj Ansonia de péndulo y pared haya viajado por el Atlántico, y luego en un vapor, por el Magdalena.

A Puerto Berrío. A Mariquita. O a Honda.

Si llegó a Puerto Berrío, debió ir a parar a Medellín. Si llegó por Mariquita, entonces debió haberse detenido en Manizales. Y si llegó por Honda, debió ser exhibido en algún almacén de Bogotá. De uno de esos tres sitios tuvo que llegar hasta Neira.

Quiero pensar, entonces, que fue de Mariquita a Manizales.

El Coronel y María de Jesús(a quienes trato de evocar con confianza, porque al final somos familia) se lo heredaron a su hija Ana Felisa, quien a su vez ‘casó’ con Pedro José de La Pava, su primo, cuando el incesto era una práctica aplaudida por las endogámicas colonias del Antiguo Caldas. Pedro José era hijo de Rafael de la Pava y de Ángela María Orozco.

relojansonia04.jpgAntes de morir (en 1958, a sus 84) Ana Felisa, se lo dio a Alicia, la bisabuela. Con ella estuvo hasta 1989. Luego, según el testamento hablado que debió dejar en su lecho de enferma, fue legado a la abuelita Soledad y a Héctor, su esposo. El abuelito.
 
Esto hasta el reciente 2001, año en que logré convencerlos, después de una larga labor de persuasión y ‘lobby’ de que los dejaran en mis manos.
 
Este reloj Ansonia debió ser atrasado por mi mamá y Cielo, la prima, cuando quisieron prolongar el plazo de autorización para la llegada después de alguna fiesta en cierta fuente de soda, en las vacaciones de 1968.

 

Debió ser testigo de ocasión del nacimiento, esplendor, deterioro y muerte de cada uno de mis ancestros. Y debió conocer las angustias, sueños y esperanzas albergados por cientos de años en las mentes de quienes hoy ya no están, y de los que algún día habremos de sucumbir ante nuestra propia biología.

Por eso, en su largo trashumar, creo que  este reloj Ansonia de péndulo y pared debe sentirse más quindiano que cualquier otra cosa. Ahí es donde vivió la mayor parte de sus ciento y tantos años de vida. Mi ciudad, que no es la de él, le debe resultar muy fría.

Este reloj Ansonia de péndulo y pared debió presenciar celebraciones y duelos, y  malos, y muy buenos y muy malos momentos. Debió tener miedo a ser empeñado en los rigores de alguna crisis familiar de temporada.
Y debió agradecer el que al bisabuelito Víctor no le gustaran las compraventas.

Debió anunciarle a él –antes de estar enfermo — que ya era hora de suspender la siesta, para volver a la trilladora. O para regresar a impartir sus lecciones de primaria a los alumnos del Colegio Robledo.

relojansonia05.jpgDebió acompañar a Mari (la empleada de confianza de los bisabuelos) mientras preparaba las gigantescas arepas de maíz molido con chocolate para la merienda de Carlos Alberto (el primo). Les decíamos ‘arepas long play’.
Debió mirar de reojo al bisabuelo Víctor mientras venía de Marinilla (después de pedir permiso a su padre, Juan de Dios) para cortejar a Alicia, quien luego sería su esposa.  Debió ver al abuelito cuando visitaba a la abuelita, sentados en las dos mesedoras de la sala.

Hay tantas historias que el Ansonia debe conocer y que debe preferir no contarnos. Debió asustarse con el terremoto de Armenia, y debió aburrirse un tanto cuando viajó tantas horas para irse por un año a vivir a Bucaramanga (como consecuencia de un capricho familiar), o cuando el inepto bodeguero de alguna empresa de mudanzas lo dejó a su suerte, sin saber dar razón.

O cuando estuvo por meses en el taller de algún relojero santandereano, desconcertado con la complejidad de su mecanismo nonagenario.

 

Debe sentirse orgulloso de haber tenido suerte al no haberse caído al suelo en estos casi 110 años, y de que el cristal que lo protege haya resultado indemne después de tanto batiboleo.

Debió disgustarse cuando algún mal artesano reemplazó una de sus aristas quebradas con una mala prótesis de madera, burdamente acabada.  O cuando ha padecido de afonía porque a todos se nos olvidó darle cuerda. O cuando alguna vez, siendo adolescente, yo mismo lo detuve para aplacar mi insomnio.

relojansonia06.jpgDebió agradecer que aun en la provinciana Circasia (cerca de Calarcá) hubiera un relojero viejo, capaz de curarlo, cuando estaba enfermo. Y debió entristecerse al saberlo muerto, como ha sabido muertos a muchos de sus parientes, amigos y conocidos.

Ese reloj Ansonia de péndulo y pared es y será, para deshonra de todos los seres vivientes, más longevo que todos los pocos que hoy o mañana leamos esto.

A mi espíritu fetichista le gusta creer que el viejo reloj seguirá ahí. Como estas palabras. Inmunes a aquellas cosas que destruyen lo humano.

Eso debe darle, a la vez, una tranquilidad desconcertante.

Un pánico al que ni siquiera pueden escaparse los relojes, que parecen ser los únicos capaces de dominar y entender el tiempo en toda su sobrehumana e incontenible extensión, tal como este, mi reloj Ansonia de péndulo y pared.

 

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