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Algunos me critican por ser demasiado cortés. Dicen que me excedo en ceremonias y protocolos innecesarios en medio de ciertas rutinas simples de vida, y que mi actitud es, incluso, rayana en la lambonería y la lisonja gratuitas, ambas igualmente caricaturescas y despreciables.

Que bien podría ahorrarme tiempo y ahorrárselos a los demás si obrara de una forma, digamos, más práctica y directa.

Pero por principio, investido de cierto ímpetu convencido de subversión amigable, suelo proceder de manera contraria. Si llegó a una cafetería y necesito del tranquilizante alivio de un agua aromática, difícilmente me conformo con la petición simple y escueta que la generalidad de la especie humana habría de esperar de sus semejantes.

En lugar de entrar sin saludar y pedir una escueta ‘aromática’ –que sería lo que la mayoría de los tenderos y ciudadanos supondría que debo hacer– antes de cruzar la puerta de entrada al establecimiento en donde me dispongo a consumirla me detengo, doy a mis movimientos cierta lentitud teatral, contemplo el entorno y trato de descifrarlo por unos segundos.

Luego busco con afable solicitud lo mirada del dependiente o la dependienta. Le sonrío y trato de arrancarle un gesto recíproco. Le pregunto si está bien o mal. Si la suerte le ha sido generosa en lo que ha transcurrido del día.Trato de inquirir un tanto más acrca de su vida, y una vez he culminado con el extenso e incomprendido rito protocolario, que es mi pequeña forma de protesta (disfrazada de puesta en escena), para con la deshumanización abrasiva de la que el hombre es víctima a manos del hombre mismo, le ‘solicito’ una ‘infusión de hierbas’ o una ‘tisana aromatizada’.

Después de explicarle unas tres o cuatro veces qué fue en verdad lo que quise decirle (por que lo natural es que no me haya entendido) entonces recibo la taza de la hirviente bebida, y comienzo a saborearla a sorbos cortos y lentos, en procura de dar continuidad a la conversación.

Lo más usual es que el al proceder en tal sentido, el interlocutor se ‘resetee’.

Permítaseme por favor el acuñar este anglicista neologismo (resetear), pues éste habrá de constituirse en la base de mi argumentación a favor de los conspiradores de modales.

Por ello lo explico: Los computadores y los mecanismos basados el inteligencias artificiales, al verse saturados por información distinta a los limitados alcances de su entendimiento autómata, o al recibir una descarga inesperada de voltaje, terminan por reiniciarse. Y ahora el género humano parece haberse contagiado de esta manía, que, vale decirlo, despliega ciertos ribetes de ridículez.

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En otras palabras, hemos ido renunciando a nuestra condición de seres pensantes y sentimentales. Y en este inconsciente afán, al igual que máquinas, terminamos por confundirnos cuando se nos invita a escaparnos de nuestra simple condicion de operarios del temible engranaje productivo universal.

Para comprobarlo basta con preguntarle a la cajera o al cajero de Supertiendas Olímpica, de Colsubsidio o del Star Mart, al momento de pagarle la cuenta, cualquier cosa ajena a su propia cotidianidad de tarifas, tarjetas de súperpuntos, descuentos de temporada y lectores de códigos de barras. Con hablarle sobre su familia, sobre el color de su pelo o uniforme, o sobre el género musical de su predilección. Nada de esto parece fácil de ser asimilado en principio por su alma adocenada de operarios aburridos con su trabajo. Te miran con estupefacto desdén y terminan por espetarte la desagradable e invariable pregunta de»¡¿Qué!?» 

Pero eso poco me importa. Porque al obrar así me parece estar confiriéndole cierto sentido épico e histriónico a la vida, hecho que nos aleja unos cuantos centímetros del latente e inminente riesgo de convertirnos en autómatas. Ser decente y amigable, por estos días, eso todo un acto transgresor.

Sé que en muchos casos la gente tiene demasiada prisa, y que explayarse en epítetos, florituras, preguntas y sinónimos tiende a impacientarla.

Ayer, justamente, tuve que ir a un centro de telecomunicaciones (de esos a los que llaman locutorios en Argentina y España, y a los que, antes de la privatización llamábamos ‘Telecoms’) para hacer una llamada.

Delante de mí entró un caballero de unos 60 años. Se acercó a la ventanilla. Ni siquiera aguardó a que la señorita le ofreciera, con atenta amigabilidad, su colaboración voluntaria, al preguntarle qué demonios se le ofrecía. «¡A Comcel!», le dijo. Ella le entendió –acostumbrada como debe estar a tal tipo de desconsideraciones, y sin cuestionárselo–. Reacciónó con automática y eficaz prisa, y le indicó con una seña muda cual era la cabina idónea para tales efectos.

Sé que al final –desde el punto de vista de la comunicación y de los códigos de conducta tácitos entre los seres humanos– ambos cumplieron a la perfección con su tarea.

Pero yo, que con cuidado examiné y desaprobé la actitud inhumana y descortés de ambos, me sostuve en la idea de que en lo posible, no disfrutaría de ser del bando del escueto caballero o de la eficiente dama.

Al final, con todo y la descortesía vulgar y deshumanizante, el cliente antipático consiguió hacer la llamada a la vez que ella pudo venderle sus servicios. Era, en el fondo, lo que a ambos debía interesarles.

Pero, de haber estado en el lugar del cliente, yo le habría preguntado alguna idiotez a la señorita. La hubiera interrogado acerca de las minucias de su oficio o de su opinión con respecto a cualquier otra cosa (incluso acerca del manoseado pretexto de las estado del clima), todo con tal de escaparme a la obviedad de la escueta y fugaz relación cliente-comerciante, que entre nosotros se supone debería existir.

El mismo estudio etnográfico de caso puede aplicarse con taxistas, vendedores de teléfonos celulares, fruteros, ejecutivos bancarios, secretarias, ejecutivos de alta, media y baja estopa, profesores de física, y con cualesquier otro trabajador.

Sin duda el mío debe ser un proceder poco práctico. Algo que, en palabras de los obsesionados con la efectividad, la productividad y la reingeniería, debe entorpecer los procesos.

Pero para mí eso es demasiado poco. Haber hecho lo contrario sería, más bien, una manera de escapar a la vulgaridad y de generar una pacífica forma de rebelión contra la deshumanización de las actividades cotidianas.

vulgaridad.jpgUna forma inofensiva de combatir la miserableza del mundo y de hacer más amable nuestro tránsito, casi siempre penoso y despojado de gracia, por la tierra.

Por lo general, cuando obro en contravía de los procederes del pragmático hombre del ejemplo me veo confrontado con las siguientes reacciones:

O bien me miran preguntándose si padezco algún tipo de demencia social, o de alguna anomalía intelectual; o creen estarse burlando de mí sin que yo me dé cuenta; o, en el peor de los casos, suponen que soy yo quien me estoy burlando de ellos; o me hacen saber, un poco groseramente, que llevan algo de prisa y que no les interesa para nada lo que yo pueda o no decirles; o bien –un tanto menos frecuente– agradecen el buen trato recibido de labios de alguno de sus clientes; o bien –que es lo que más disfruto– me responden de manera contraria a la simpleza que de ellos, metido también en mis prejuicios, habría esperado. A veces, también, suponen que soy un timador, en busca de entramparlos.

Con todo y las contrariedades sigo creyendo que la anterior es una ingenua forma de querer hacer una revolución. Y por eso, con dolo y absoluta conciencia, me obstino. Y me sostengo en mi cruzada por contrarrestar la vulgaridad. Por oponerme al adocenamiento propio de quienes habitamos el planeta por estos días.

Por ejercer mi pequeña forma de revolución, tal vez insignificante e inofensiva. Pero revolucionaria, al fin y al cabo. Cortés y amigable. Algo así como una conspiración de modales.

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