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Hablo de esa carrera Séptima vestida de neón. Hablo de aquella Bogotá, color noche ficticia. De esa orgía de luces. De anuncios alusivos a cosas qué comprar, combatiendo el imperio de tinieblas de la madrugada. Ornando la oscuridad con su insolencia artificial. Trazando la ruta de quienes se resistían a dormir. Encandilando a los insensibles. Aliviando el hartazgo de los que andaban atrapados en algún embotellamiento aburrido.

Fragmentos noctívagos. Piezas dispersas de esa luminotecnia -fragmentada por cuadras-, disfrazada con colores eléctricos que competían unos con otros.

Hablo de las vitrinas exhibiendo paños y maniquíes inmóviles, noctámbulos, luciendo sus ropas por el gusto inánime de hacerlo y no por el afán de ser vistos.

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Hablo de curvas y líneas impregnando las retinas de quienes tripulaban autobuses, automóviles y taxis. Hablo de los fonemas y grafemas encendiéndose por turnos. Intermitentes. Constantes. Traviesos. A merced del fluido público. Deletreando productos.

Gomas de mascar. Tabacos rubios. Paños ingleses. Calzonarias libanesas. Tónicos capilares. Fijador Lechuga. Chicles Clarks. Fuentes de soda. Griles. Discotecas en las que la programación musical era encargada a los brazos metálicos de una rockola, con monedas de cinco centavos como combustible. Hablo de relojes públicos que decían la hora a quien no tenía otra forma de conocerla.

Hablo de las palabras desatándose por destellos. Del comercio indecoroso o decoroso superponiendo un letrero a otro. De los proveedores de publicidades luminosas, y del que quizá fuera el más grande de todos: Neónlux. Con su sede de la Avenida Jiménez con carrera Octava. Tras el molino de KLM. Banco del Comercio. Tía. Tamy. Ropa El Roble. Calzado Anita. Foto Oasis. Lucía. Almacén Riga.

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Hablo de la vida de quienes vivían para la noche. De aquellos a quienes les incomodaba la mañana. Del combate desigual entre la luz eléctrica y la luz día. Hablo de esa viñeta de la modernidad de mitad de siglo, representada en cilindros doblados al calor, y en esa especie de prisma de palabras verticales y horizontales.

Hablo de la Jiménez de entonces -nuestro modesto e inacabado remedo de Picadilly Circus-. Hablo, por tanto, de la costumbre local de tener que compararnos con algo foráneo para legitimar lo que somos. De querer que nuestro Parque Nacional Enrique Olaya Herrera fuera Hyde Park. De que nuestra calle 60 fuera Carnaby Street. O que nuestro Lago Gaitán fuera un Coney Island.

En estos tiempos de resignación estética. En los que el duopolio vallenato-tropipop se erige como la más preocupante amenaza en lo tocante a contaminación auditiva. En los que tiendas, cigarrerías y restaurantes de baja estopa confían la elaboración de sus avisos a las fábricas nacionales o multinacionales de bebidas gaseosas o etilizantes, por lo general afrentando la sensibilidad de quienes pugnan -en contra de la corriente del momento- por la belleza y el buen gusto, bien nos vendría convocar al dios del Neón para salvarnos de semejante postración.

Los bares de la Avenida Primero de Mayo lo comprueban con su refrescante aire de cosmopolitismo, por más que algunos impertinentes tarjeteros a sueldo opaquen sus esfuerzos, dedicándose a forzar nuestro ingreso a los locales a su cargo.

Hablo de aquella Bogotá de noches coloridas que vivió, por lo menos entre los años 30 y 70 del siglo XX, adornada de neones. Consuelo para nuestros represivos y dictatoriales 50 del siglo XX. En aquellos tiempos en que la ciudad se abrumaba con el carnaval en el hielo. Comandada por quienes se llamaban cocacolos, aunque mejor les habría venido el remoquete de kolkanos. Hablo de sus cuerpos ávidos de sentir, de sus ojos ávidos de ver, de sus piernas, ansiosas. De sus manos queriendo hablar y preguntar.

Hablo de los muertos avisos de neón de mi ciudad. Testimonios de la luminosidad que se apagó, para dar lugar a otras cosas a las que consideramos más nuevas. Ideas atrapadas por las lentes de quienes dignifican aquello que ya no existe al capturarlo en imágenes inmóviles o motoras.

 
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