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goyeneche01Más de tres décadas después de su muerte, ya va siendo hora de que el país entero rinda un digno homenaje al más apolítico de sus políticos. Al honorable candidato vitalicio: doctor Gabriel Antonio Goyeneche Corredor.

Con sus dos piernas descolgándose débiles desde el borde de la silla, revestida de cuerina brillante. Con sus dos brazos apoyados sobre la superficie de una mesa, clavada a su vez, con sus cuatro patas –como estacas– sobre el suelo de concreto.

Con sus dos ojos vivaces apuntando a la edición dominical del diario, y sus oídos adheridos al altoparlante del radiotransistor Telefunken, sentado frente a una mesa de aquel café de la calle Octava, el doctor Goyeneche seguía los resultados de los comicios electorales del primer día de mayo de 1966.

Había llegado hasta ahí agobiado por algún designio biológico de la suerte.

Después de depositar su voto en uno de los puestos de la calle 19, y aún circundado por un contingente de periodistas entrometidos, lo apuró cierta urgencia intestinal impostergable. Entones tuvo que irse al retrete más próximo –lugar imposible de evadir, incluso para los más célebres patriarcas–, con el fin de depositar otras sustancias, al menos tan democráticas como el sufragio.

Uno de sus partidarios lo condujo compasivo hasta el excusado, para aliviarle el viacrucis. A su regreso, compungido, lamentando el destino de los mártires, su gesto adquirió un rigor solemne.

«Esto de ser candidato no es cosa baladí. El miedo se paga con diarrea». Una muchedumbre de seguidores y curiosos lo acompañaba.

Minutos después, escondidos bajo el sonido a fritura emanado por el viejo radioreceptor, los resultados del consolidado comenzaron a salir, un poco ceremoniosos, de boca de algún locutor de turno ese domingo.

Carlos Lleras Restrepo… (Frente Nacional) 1.532.721

José Jaramillo Giraldo… (Anapo) 630.055

Gabriel Antonio Goyeneche Corredor… (Independiente) 2.652

La cifra, aunque pobre, era sorprendente. En contra de los más sensatos pronósticos, este anciano cuya condición de vida lindaba con la indigencia, y al que todos daban por demente, había superado sin dificultad los dos millares de simpatizantes.

Parecía una mentira. Una especie de farsa cómica alrededor de esa patraña llamada política. El incipiente premio a sus casi 20 años como anónimo quijote del ruedo electoral. El simple triunfo para aquel caballerete bonachón y determinado al que el país ya había comenzado a motejar de ‘candidato vitalicio’.

Pero —sobre todo— era el primero y el mejor de los intentos alcanzados por aquel Alonso Quijano de la política, empeñado en reconstruir al país a partir de sus irrecuperables ruinas, y determinado como nadie en su aspiración a la más alta magistratura.

goyeneche1958aLe diferenciaba de los demás —eso sí— el hecho de ser honesto. De carecer de malicia o de intenciones ocultas. Y quizá por eso lo llamaron loco. Porque en nuestro desilusionado imaginario, cualquiera que hiciera reñir los conceptos tan fraternos de corrupción y política era –con indiscutibles derechos– merecedor del calificativo de enfermo mental.

Y ello, por sí solo, le dio el honor de ser el único verdadero político apolítico del que nuestra historia republicana puede dar fe.

Quienes decían conocerlo bien rastreaban el comienzo de su historia pública en los años 50 del siglo XX. Según testimonios orales consignados por Ernesto Vidales en sus ‘Sombras a cincel’, el doctor Goyeneche afirmaba haber nacido unos «67 años después del día en que sus abuelos hospedaran a Simón Bolívar en su estancia de Socha, durante la gesta independista de 1819». Es decir, alrededor de 1886.

A la historia se añadía como prueba un testimonio del doctor Goyeneche mismo, quien aseguraba haber visto las cicatrices, producto de los rasguños propinados por el libidinoso prócer a los pechos de Gregoria, una de sus tías abuelas, en medio de cierta desaforada jornada de jodienda de la que ella y el Libertador tomaron parte durante esa noche, jamás documentada por sus biógrafos.

Las leyendas alrededor de su existencia, en parte adornadas por un halo de imprecisiones, lo ubicaban como el fin de una línea genealógica ilustre, uno de cuyos vástagos habría desempeñado un cargo público de relevancia en Ocaña.

Trató de ser profesor en su Socha natal, pero sus excesos críticos y su intención de inocular el germen de la revolución en los corazones de sus discípulos, le granjearon el desprecio de los colegas. Inferiores, cuadriculados, adocenados. Y por eso llegó a Bogotá.

Según consta en los anales de la centenaria Escuela Nacional de Comercio, se sabe que en 1911 un Goyeneche de 25 años se enlistó en las filas de la institución como estudiante, indicente consignado en el registro número 39 de matrícula correspondiente a dicho periodo. Alcanzó a avanzar cuatro semestres.

También se dice que tras ese lapso intentó adelantar estudios de Derecho en la Universidad Nacional de Colombia, de la que no se graduaría, pero en la que sí habría de quedarse para siempre.

Respecto a su juventud decía haber sido buen deportista, bohemio y consumidor de destilados y añejos, aunque señalaba –eso sí–, que su vocación de servicio lo condujo a enderezar su senda.

Como la gran mayoría de quienes mucho leen y poco comen, su afinidad compulsiva por los libros y por el conocimiento, además de la desnutrición crónica debieron haber desbordado los alcances de su circunferencia craneana, que comenzó a estallarse, lo que deterioró sus posibilidades de diferenciar el lindero que separaba lo posible de la ensoñación.

Los 40 años posteriores a este momento son uno de los más grandes enigmas jamás resueltos en la historia de nuestra capital, pues no hay registro de plena fiabilidad a tal respecto.

Algunos investigadores dan crédito –el maestro Pedro Claver Téllez entre ellos– a los rumores de que en 1918, afectado por la trepidante epidemia gripal de aquel entonces, de la que consiguió salir vivo «gracias a la aguadepanela con limón», el seso se le terminó de secar.

Desde entonces se fue incubando en él la titánica idea de ser Presidente. La generosidad –entre morbosa y filantrópica– de los estudiantes más revolucionarios, se encargó de no dejarlo morir por inanición. Los que eran demasiado serios le miraron con desprecio. Los más torpes. Los menos capaces de comprender su genialidad alucinada, lo evadían. O trataban de provocarlo, para burlársele. Pero los visionarios se detenían a oírlo.

Entonces lo convirtieron en su maestro y a la vez en su protegido. Hartos del país regido por aquella seguidilla fatal conformada por el laureanismo, el urdanetismo y el rojaspinillismo, y los demás ‘ismos’ venideros, y gracias a la informal caridad prodigada a manos llenas por los profesionales en ciernes de la Universidad Nacional (a la que llamaban ‘la Nacho’), el doctor Goyeneche fijó su madriguera y su despacho eterno en el campus de la Ciudad Blanca.

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Como contraprestación a su presencia, la Universidad acordó para él una asignación salarial de 35 pesos, todo a cambio de enseñar a leer y a escribir a las damas encargadas del aseo, a quienes desde entonces el doctor Goyeneche intentó ‘desanimalizar’.

A manera de alojamiento y oficina le fue acondicionada una diminuta habitación localizada debajo de una escalera, en el primer piso de la Facultad de Enfermería. Ahí vivió, guarecido por el cariño del estudiantado y las frazadas viejas, destinadas a protegerlo del relente nocturno.

De esta simple manera –después de tres décadas sumido en un misterioso mutismo– el doctor Goyeneche estableció su sede itinerante de campaña entre la Ciudad Universitaria, algunos colegios tradicionales de la capital y el circuito de cafés y plazas ubicadas en inmediaciones de la avenida Jiménez, irradiando desde éstos su proselitismo sincero en todas las direcciones. Entre El Automático y el Temel. Entre las sedes de El Tiempo, El Siglo y El Espectador. Entre la Catedral Primada y el edificio nazi y aburrido del Banco de la República.

Desde ahí hizo campear su discurso faraónico, basándose en soluciones muy prácticas a los problemas nacionales. En fórmulas únicas para conjurar los males estructurales de Colombia, esbozadas con un gis en una gran pizarra negra, sobre la que consignó los más memorables versículos de su ideario político, luego materializado en panfletos.

Hablaba con una convicción tan solo propia de alucinados. O de genios.

«Para hacer un rico cada día en cada cuadra, a diario se escogerá un individuo pobre que habite en una manzana de la ciudad. Los demás habitantes, sean quienes fueren, le darán al seleccionado un peso. Así el desdichado compatriota saldrá de sus necesidades inmediatas. Al día siguiente otro será el favorecido con el peso general, y con el tiempo todos seremos ricos por igual».

«En lugar de gastarnos los fondos de nuestro erario en la construcción de una carretera a la Costa, vamos a aprovechar el agua y la arena del Río Magdalena para pavimentarlo. ¡Así tendremos la autopista más moderna del mundo!».

Consciente de la necesidad de diseminar sus ideas por donde fuera posible, el doctor Goyeneche se hizo cliente de privilegio de tipografías e imprentas pequeñas, de las que fue muy cumplido pagador.

Cada cierto número de días iba con sus borradores, para solicitar a los linotipistas su inmediata impresión. Luego regresaba a reclamarlos, ya convertidos en cientos de hojas, que luego habría de distribuir entre sus simpatizantes, por un costo de cinco centavos, única vía real de financiación de su campaña.

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Obsesionado con los rezagos del gobierno militar como un franco atentado contra la democracia, y dado que él no era de los que gustaba de criticar sin actuar, el doctor Goyeneche se lanzó a la batalla por primera vez, el 4 de mayo de 1958, con Alberto Lleras Camargo y Alfonso López Michelsen como contendores. Tuvo el honor de ser tercero entre tres.

Al día siguiente los periódicos contaron dos votos a su favor. Uno en Medellín, y el otro en la mesa número 14 del Capitolio Nacional. Dicen que al final, con mucha dificultad, alcanzó a sumar 12. «¡Los 12 apóstoles!», dijo.

Tras este primer gran fracaso contempló la posibilidad de publicar un libro con cerca de 4.000 soluciones definitivas a los padecimientos de su patria.  Un tomo antológico aún inédito, que de seguro hoy daría luces invaluables a quienes como él aspiran al demencial proyecto de ser presidentes.

«Para convertir al Chocó en un emporio de riqueza, a todos los empleados públicos que quieran renunciar se les darán amplias facilidades para ir a colonizar el departamento».

«Para crear industria de papel, en lugar de pensar en la pulpa de madera o en el bagazo de la caña… ¿Por qué no emplear ropa vieja? ¡Eso lo he visto yo en países extranjeros!».

La prensa lo miraba, entre compasiva, curiosa y risueña.

Su pelo –escaso y liso–, sus mangas –raquíticas y deshilachadas–, y la indigencia de sus sentaderas, generaban sospechas entre las gentes convencionales.

Sus dos pabellones auriculares (en los que el cachaquísimo término de ‘orejón’ supo encontrar su más fidedigno representante); y su voz apacible, aguda y bonachona, contradecían por mucho la imagen que desde siempre se tuvo en Colombia de lo que debía ser un verdadero Presidente de la República.

Porque, si bien los hubo feos, mal vestidos y burdos, ninguno había sido, que se dijera, un verdadero representante del fenotipo popular. Y mucho menos alguien a quien por unanimidad pudiera adjetivarse de honrado. Tenía un rostro amigable. Noble. Casi infantil. Contrario al de todos los que hasta entonces habían calzado los zapatos de Bolívar.

El tiempo en las universidades transcurre muy rápido. Llegó el periodo 1958-1962 con su carga de clientelismo y su falsamente salomónico Frente Nacional, y el doctor Goyeneche se fue granjeando las simpatías de toda una nueva generación de estudiantes, a quienes nombró como su potencial gabinete.

goyeneche1966aDespojado de maquinarias, alianzas o asesores de imagen (y de toda esa nueva horda de profesiones emparentadas con el oficio, casi siempre sucio, de hacer política) Goyeneche recorrió otra vez el centro de la ciudad y sus más importantes núcleos universitario repartiendo volantillos.

Su tesis fundamental –del todo sensata– se basaba en la certeza de que el país abundaba en recursos, pero que a su vez éstos eran muy mal administrados, y de que por ello la economía iba a la debacle.

El doctor Goyeneche era hábil con las palabras, y su discurso denotaba un humor peculiar y brillante. Decía profesar la austeridad, y por ello justificaba con su conducta el uso de ropas maltrechas donadas por los estudiantes. Al exponer sus programas se tornaba eufórico, aun cuando la mitad de Bogotá estuviera mofándose de él.

Hilvanaba las ideas con precisión y hacía falta seguir sus proclamas por demasiado tiempo como para que, de súbito, apareciera algún concepto desaguisado e impropio. Por arrebatos de ensueño. Por dislates, carentes de cordura. Dominaba el argot político y su parlamento delataba la juiciosa lectura de tratados dedicados a la historia económica de su país. Su oratoria era efectiva y elaborada.

Regresó al ruedo electoral el 6 de mayo de 1962, siendo esta vez derrotado por Guillermo León Valencia. Sus resultados, al parecer, fueron tan pobres que no alcanzaron a despertar la atención de los devoradores de estadísticas, quienes prefirieron no incluir su nombre en los reportes que hoy quedan como testimonio de aquella faena. Dicen que consiguió 33 votos. «¡33 es un número cabalístico! –dijo–. Es el signo de que grandes cosas estarán por venir».

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El país recibió la segunda mitad de los 60 ya anquilosado en la repartición igualitaria del poder entre conservadores y liberales. Y por sobre buena parte de los corredores y campos de la Universidad Nacional (en particular por el llamado Jardín de Freud) comenzó a flotar el vapor dulzón del cannabis, y la florida iconografía pacifista del momento.

Entonces, en 1966 el doctor Goyeneche quiso inscribirse oficialmente por vez tercera. Al principio intentó postularse a una magistratura en alguno de los cuerpos colegiados. De hecho había acordado con el sacerdote Camilo Torres, que éste sería su segundo renglón, hecho truncado por su repentina muerte, lo que obligó a última hora a reemplazarlo por Abraham Rodríguez.

No obstante, la ausencia de los dos testigos de rigor en el momento de registrarse le impidió legalizar su intención. Al día siguiente la prensa reprodujo una fotografía de su rostro apesadumbrado, mirando hacia el piso, a la espera de quienes nunca hubieron de llegar.

goyeneche1966bPuesto que no pudo ser congresista, quiso entonces, una vez más, llegar a la Presidencia. Se fue de nuevo hasta la Secretaría, atravesando el corredor, por entre el pabellón nacional y el distrital, inflados por el viento.

Y desfiló, con su gesto boyacense, su convicción de iluminado, sus dientes afrentados por los años y el sarro, y sus ojos fijos –a su vez decorados por sendas legañas, y bañados en un espeso humor vítreo– hasta el despacho correspondiente.

Era 13 de abril. Antes de entrar se acercó al busto de José Acevedo y Gómez, erigido en el patio principal de la entidad, flexionó sus rodillas en ademán respetuoso, y pronunció su conmovedor juramento personal:

«¡Salud, prócer ilustre! ¡Vengo a recoger tu bandera para enarbolarla en el solio de los presidentes!».

El séquito de estudiantes que lo acompañaba estalló en un solo y unánime clamor:

«¡Viva el doctor Goyeneche! ¡Candidato del pueblo!».

Ese día la llovizna se clavaba sobre el piso con cierta discreción respetuosa, consciente de la relevancia del acontecimiento al que estaba mojando. Rodeado por sus partidarios entusiastas, Goyeneche marchó entonces con solemnidad patriarcal hasta la oficina encargada de tal tipo de gestiones.

Ya un poco doblegado por las casi ocho décadas de vida a cuestas, el candidato siguió caminando, apoyándose en sus electores, mientras una muchedumbre de vampiros que iban haciendo fila para medrar algún cargo en el  sector público, lo contemplaban, invadidos por un espíritu de burla lastimera. Luego se acercó al Secretario y firmó los documentos protocolarios, con sus dos más cercanos ayudantes como testigos.

A la salida varios periodistas corrieron a asediarlo. Le preguntaron por su edad. Se excusó diciendo que tal interrogante no era digno de ser respondido por mujeres ni por políticos.

goyeneche1966También anunció su gabinete de ensueño. Fernando Cruz Kronfly, estudiante de la Universidad Central, sería su ministro de Gobierno. Julio Valdivieso Torres, de Trabajo. Ambos aceptaron, según lo admitieron muchos años después, porque entre todas las posiblidades el doctor Goyeneche era sin duda una buena forma de burlar esa democracia formal y de papel conformada por la coalición bipartidista. Puesto que la ley exigía a todos los presidentes el estar legalmente casados, el doctor Goyeneche echó mano de Miriam Montealegre como su más firme opcionada a primera dama.

Y así, después de tanto esfuerzo ahí estaba él, aquel primero de mayo. Frente al radio. Sentado en ese café del centro, aún sumido en el delirio de su irrealidad. Preguntándose si esta, al fin, habría de ser su oportunidad.

Otra vez fue primera princesa entre tres. Pero una tercería era mejor que nada. Poco después, Ernesto Vidales lo buscó para entrevistarlo y le interrogó sobre todo cuanto le fue posible.

–¿Usted ha tenido hijos?

–No. No me gustan los ‘delfines’. Le amarran a uno su plataforma política.

–¿Aún piensa entechar a Bogotá?

–Ese proyecto lo sustituí por el de mantener las fuerzas aéreas bombardeando las nubes que se acerquen a la ciudad. La lluvia caería de esta manera sobre la sabana y no vendría a mojarnos a Bogotá.

–Nos han dicho que usted diseñó un inodoro sin agua. Cuéntenos sobre eso.

–Sí. Es un gran invento, cuya patente se la compré a mi amigo Perea. Se trata de un ‘water closet’ que por debajo no tiene tubos, sino un horno crematorio que vuelve mierda la caca.

El indestronable candidato vitalicio se rehusó a insistir durante los comicios de 1970. Se anticipó a la corruptela del establecimiento, al oscuro manejo de los sufragios, y a la endogamia rampante en el país, hecho que se manifestaría después con los resultados amañados a los que la historia recuerda.

Le preguntaron si iba a inscribirse.

«No señor. Porque por los cauces democráticos ya vi que no me darán el chancecito de hacer mis estupendos programas. Con el respaldo de los estudiantes me voy a tomar el poder por la fuerza, después del 7 de agosto, cuando llegue la hora conveniente».

–Le recuerdo, doctor Goyeneche, que usted es soltero, y que ser casado es un requisito fundamental para aspirar a ser presidente. ¿Ha pensado usted en eso?

–¡Por supuesto, señor periodista. Les he escrito a muchas y no me contestan. Le pregunte a una de las decanas, y ni siquiera me dijo que no. Es una pendejada que el presidente tenga que ser casado. Pero en fin… Si es preciso ¡Nos embarcamos en la epístola!

Ya para entonces, el doctor Goyeneche, que siempre fue viejo, comenzó a lucir aún más avejentado de lo que habitualmente parecía.

goyeneche1970Su vestido de paño marrón –milagroso sobreviviente de la guerra contra Perú, del 9 de abril, de la Junta Militar, de la Violencia y del Frente Nacional, brillaba en codos, mangas y asentaderas–.

El doctor Goyeneche se había dado el lujo de vivir cerca de los estudiantes gaitanistas de los 40, de los hippies de los 60 y de los neoliberales en ciernes de mediados de los 70. Pero el tiempo se le estaba acabando.

No obstante, dando muestras de una sorprendente fortaleza física, seguía recorriendo la ciudad. Con su maletín de cuero, aún refulgente, gracias a las muchas capas de betún dispuestas en su superficie. Con su centenar de volantes mimeografiados y su mirada dulce y obstinada. Con su pelo fragante y bien peinado con Glostora. Con sus dientes agudos y amarillos, sus encías afectadas por la hiperplasia, sus maneras amigables, y su boca, siempre rebosante de migas de alguna cosa.

Durante los 70 el doctor Goyeneche fue crítico de Misael Pastrana y Alfonso López Michelsen. De la misma forma en que antes lo había hecho con Rojas Pinilla, con Valencia y con Lleras. Muy convencido de sus propias capacidades, y aún valetudinario como era, hizo cuanto pudo por propiciar un debate público entre ellos y él. Ninguno, jamás, se atrevió a enfrentársele.

Alguna vez Ernesto Díaz Ruiz –por ese entonces camarógrafo del informativo ‘Mundo al día’, transmitido en diferido en teatros y rodado en formato de cine– se le acercó para registrar sus prédicas.

De inmediato, investido por su espíritu mesiánico, el doctor Goyeneche cambió su tono de voz, imprimió la gravedad sincera y necesaria a sus ademanes e hizo trampa a su baja estatura trepándose a alguna de las bancas del Parque Santander. Aguardó a que la cámara disparara a sus ojos clarividentes, siempre pensando en el futuro, se ubicó en paralelo a los cerros tutelares de nuestra ciudad capital, y comenzó a dar muestras de su prodigiosa oratoria. La gente, por docenas, empezó a agolparse en derredor.

Después de 10 minutos de discurso, angustiado por el desmesurado costo de las películas, Díaz indicó al doctor Goyeneche que aunque lo lamentaba, la economía habría de obligarlo en breve a dar por terminada la filmación.

De súbito el semblante paciente del candidato se tornó hostil. «Señor periodista: ¡no sucumba al poder de los medios! Su obligación es registrar la totalidad de mi intervención, aun cuando esta se prolongue por seis horas». No pudiendo hacer más, Díaz fingió seguir en su tarea.

Ya más tranquilo, el doctor Goyeneche –quien suponía estar dirigiéndose en vivo y en directo a la nación entera– extrajo de su maletín una completa planoteca, muy bien delineada, en la que con claridad podían contemplarse los cálculos estructurales, los trazos, las proyecciones arquitectónicas de su plan del cierre de tejado del que Bogotá habría de ser objeto durante su mandato, y de las repercusiones urbanísticas de la inminente pavimentación del Magdalena. Los debió confeccionar algún estudiante de arquitectura confiado en sus ideas, en las que se mantuvo firme, pese a seguir absteniéndose a postularse, para el periodo 1974-1978.

Si bien su voluntad nunca decreció, no ocurrió lo mismo con su salud, y fue así como en 1977, con más de 20 infructuosos años en la arena política y casi 100 en el planeta, el doctor Goyeneche fue el gran damnificado de uno de los muchos paros de los que la Universidad Nacional ha sido objeto. El consecuente cierre de la cafetería le afectó en forma dramática.

Acostumbrado como estaba a comer en abundancia –hábito que según él mismo fortalecía su capacidad de raciocinio– el tener que renunciar a las generosas viandas provistas de manera gratuita por los camareros universitarios comenzó a desnutrirlo.

Su semblante, antes regordete y rubicundo, se fue debilitando, y los ojos alucinados se agazaparon aún más en sus propias cuencas. Un taxi lo atropelló, y la prensa registró su lamentable y desvalido aspecto, tirado en un charco de la carrera 30. El accidente desencadenó los males represados.

Ya nonagenario y maltrecho, el pobre doctor Goyeneche comenzó a padecer de vértigos, y fueron muchos los estudiantes que dicen haberle visto tambalearse hacia la izquierda, no porque estuviera haciendo un guiño al comunismo, sino por un problema de inestabilidad que terminó llevándolo hasta el Hospital de La Hortúa, gracias a la bondad de uno de los vigilantes nocturnos, quien lo encontró dando tumbos, sin poder llegar hasta su cuarto-oficina.

La palabra lamentable era poca cosa a la hora de describir su estado. La costumbre de leer a través de los cristales rotos de sus anteojos –a los que además les faltaba una pata– le había provocado una conjuntivitis crónica, dolencia que a su edad acarreaba el inminente peligro de llevarlo a perder la vista. Estaba triste. Solo. Senescente e hipertenso. «No me tengan acá más de 12 horas. La patria necesita de su mayor educador político», fueron sus primeras palabras al ser internado.

No obstante, y como todos los héroes, el doctor Goyeneche siguió trabajando desde su habitación.

goyeneche1977Aún convencidos de su mejoría, los estudiantes continuaron lanzando consignas y lemas, con los que se pretendía convencer al país de que su candidato era la mejor opción para el venidero periodo presidencial.

«Si le hace falta pan, por Goyeneche hay que votar». «Goyeneche: Candidato de la solución nacional». «Si le hace falta leche, vote por Goyeneche». Y el más contundente de todos: «Colombia está en un hoyo. ¡Hay que votar por Goyo!». Sabios lemas que algún día serían imitados en un futuro no muy distante por los publicistas de Samper Pizano y sus «soluciones a la mano».

Antonio Morales, en aquellos días reportero de El Vespertino, fue a visitarlo hasta allá. «No quiero que la prensa me encuentre en este estado lamentoso –le dijo–. Mi enfermedad no será óbice para que mi actividad política continúe desarrollándose a través de mis textos y de mi lucha en las plazas públicas».

Para tratar de tenderle trampas al tiempo –que ya sin duda estaba enviándole factura por servicios prestados, y notificándole acerca de la pronta caducidad de su ministerio terrenal– el doctor Goyeneche contempló la idea de arreciar en su intención, de cara a las próximas elecciones.

Más allá de los esperanzadores pronósticos, lo cierto es que el doctor Goyeneche se estaba muriendo, y que tanto el final de 1977 como el principio del año siguiente, los vivió en cama, abstraído en sus propios sueños, cada vez más imposibles.

El sábado 25 de febrero de 1978, el doctor Goyeneche hizo presencia en todos los hogares de Colombia a través de una entrevista grabada para el programa ‘Mundo curioso’, presentado por Rosalba Atehortúa, en la cadena 2 de Inravisión. Con su voz y su cuerpo débiles pidió a sus copartidarios no preocuparse más de lo debido.

Días después –aún perorando desde su lecho y ansiando la llegada de los milagros que habrían de salvarnos a todos– el único candidato del que jamás pudieron inferirse segundas o terceras intenciones, entró en agonía, sin haber sido presidente. La voz se le empezó a apagar y los ojos se le cerraron, en la paz de los que se van en olor de santidad.

Desde los criterios de la modernidad –saturada de manzanillismos, tráfico de poderes, clientelismo, maquinarias y corrupción– Goyeneche fue, de hecho, una anomalía.

Un alma pura. Transparente y dulce. Ingenua, y libre de alguna intención distinta a la de alterar la historia, por el bien de todos.

goyeneche1977bQue ser honesto y soñar inspire en los demás el  deseo de llamarnos desquiciados en un país como Colombia no es cosa rara. El gran doctor Goyeneche, por tanto, tampoco lo fue, al vivir de la caridad y al mismo tiempo ser orgulloso.

Si sus postulados hubieran sido tomados en serio seguramente hoy el viaje por carretera entre Bogotá y Barranquilla no tardaría más de seis horas, los inviernos en la capital serían más llevaderos, y los índices de inequidad vaticinarían perspectivas menos aberrantes.

Pero, sobre todo, el gran interrogante dejado por su partida no sería otro de los muchos ‘pudo ser’ de los que nuestra historia parece estar luctuosamente plagada.

Pero eso ya no sucedió. Por lo mismo, aún estamos a tiempo de levantar el merecido monumento a la memoria de nuestro eterno candidato vitalicio. Yo ofrezco, no cinco centavos, sino 50.000 pesos. ¡Que Dios le guarde, doctor Goyeneche, en donde quiera que usted esté! ¡Qué falta nos hace hoy!

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