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La joven mujer, desprovista de interés -mecánica e inexpresiva- lucra sus días mal remunerados sirviendo como capitana de un tren eléctrico y silencioso, que opera en los corredores de un centro comercial.

Sirve para entretener a los pequeños, mientras padres o acudientes salen a blandir tarjetas de crédito o a hacer uso de ese bien perecedero y escaso que es la quincena, por el que ella misma tanto sufre.

El trencito tiene pocos vagones, demasiados colores y -hasta el momento- un único y muy ansioso aspirante a abordarlo, con sólo dos años y unos meses de vida.

De seguro, cuando su conductora tenía esa edad, ser una maquinista de corredor de almacén por departamentos no estaba -que dijéramos- en su inventario de sueños para aquel día al que ella creía lejano en el que habría de convertirse en adulta. Tal vez quiso ser odontóloga. O actriz. O bailarina. O quizá nunca se imaginó que alguna vez ella misma llegara a crecer. ¡Pero quién en la vida termina siendo lo que soñó!

Ahora ella se ocupa de esperar a que suban más hijos de compradores y compradoras a su tren, para hacerlo arrancar. Pero nadie más llega. Y entre tanta frivolidad no deja de ser dulce que aquella falsa fogonera, para quien sonreír no está entre sus costumbres, se refiera con cierto orgullo y ternura infantil a la máquina esa como ‘su tren’.

Lo de la espera por más clientes no se debe a que a la maquinista le sea asignada una comisión por cada viajero nuevo que se trepe, sino porque -si éste sigue viéndose tan vacío todos los días- es posible que el servicio de tren inter-almacenes sea cancelado y ella pierda su trabajo.

Por eso ella preferiría haber esperado a que el medio de transporte a su cargo (que para ella no es más que un juguete por cuya conducción le pagan) se llenara, antes de acelerar. Sus jefes ya le han dicho que mover el vehículo con menos de cinco turistas no se justifica.

Pero el viajero estaba ansioso por comenzar su aventura. Y aunque a la maquinista poco le importan las aventuras de un expedicionario tan minúsculo, soportar sus quejidos y oírlo llorar habría hecho de su trabajo algo más aburrido de lo que ella en efecto ya cree que es.

Hay alguien que comparte con ellos la prisa por que todo comience cuanto antes. Es la madre del pequeño, más preocupada por los zapatos en oferta -de los que se enteró a través de un suplemento inserto en el periódico de ayer- que por el bienestar de quien hasta el momento es su único descendiente.

La ansiedad la obliga a depositar por algunos minutos el bienestar de su hijo y su confianza en la inexperta conductora de ilusiones. No vaya a ser que alguien se le adelante en el aprovechamiento del descuento hasta agotar inventarios.

Entretanto la madre ya va hacia la tienda, y el tren ha emprendido su itinerario circular, con dos viajantes: quien lo maniobra y quien lo tripula.

El pequeño viajero manotea histérico, desde el último vagón, con su risa infantil desatada, porque el vehículo en el que se desplaza da vueltas serpenteantes y monótonas por entre algunas vitrinas necesitadas de que alguien vaya a llevárseles su mercancía en exhibición. Es la primera vez que se sube a un tren, aunque este tren no sea tren del todo.

Tal vez, a diferencia de ella, él sí aspira a convertirse en lo que ella misma es hoy, o en lo que él cree que ella es, conceptos que en su mente él considera sinónimos (aunque también es posible que él no tenga idea de lo que son los sinónimos).

Ya se marchó su madre, quien a su vez justificó aquella visita de mediodía al centro comercial, comentándole al desentendido esposo que era urgente ir al supermercado antes de que las reservas de la alacena se vaciaran por completo. Lo de la alacena era para excusar su codicia. Lo de los zapatos, un deseo.

Cada pocos minutos, la maquinista acciona una campana, con la que indica a los compradores la inconveniencia de atravesársele. Y él cree que el universo es aquella gran tienda. Y que en ese momento, muy corto, él hace parte de una tripulación importante, aunque él sea el único tripulante.

A la maquinista no le interesa tanta algarabía. De hecho, preferiría que el viaje terminara cuanto antes y que él se quedara en silencio.

Se aburre. Piensa que su trabajo es miserable. Innecesario. Mal remunerado. Y demasiado poco para ella, reducida como está a la categoría de comandante de una locomotora sin rieles, que nunca irá rápido, y que no saldrá jamás de aquel corredor.

Si cuanto menos existiera el riesgo de chocar con un vehículo semejante, o con algún escaparate. O si vinieran algunos forajidos del oeste a raptarla, para luego llevársela a vivir a cualquier lugar que no fuera ese.

Pronto ella habrá de desesperarse de girar. Y renunciará. O será despedida.

Pero un día… cuando la maquinista se haga vieja… o cuando muera (fechas a las que hoy, con la misma ingenuidad de cuando fue niña, ella considera lejanas), si el diminuto viajero a su cargo aprende a recordar, su débil esfuerzo habrá de cobrar sentido, al transformarse en una memoria opaca.

Y dicha memoria hará que el pequeño (ya hecho adulto, y muy satisfecho por haberla relevado a ella en esa comedia cíclica de los oficios no deseados) sonría, antes de volver a desesperarse y seguir viviendo.

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