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Gracias a la mercantilización y manoseo sufridos por la antes olvidada década de los 80, se ha obrado el milagro de rociar sobre ella la maldición del lugar común, al que en términos vulgares se conoce como ‘perrateo’ o ‘caspeo’, detestables, pero en este caso oportunas expresiones.

Hace 12 años nadie que no fuera La X de Todelar, o los canales de televisión M 2 o M 21, o algunos pocos anacrónicos de alma, parecíamos estar interesados en la cultura pop de los 80.

Me refiero a ese momento, a ese punto no tan distante en la historia en que las mayorías permanecían extasiadas por las novedades pasajeras del momento, a saber: Korn, Sex & The City, Pearl Jam, Francisco el Matemático, Café… con aroma de mujer, Stone Temple Pilots, 1280 Almas, La Derecha, Pulp Fiction, o Nirvana, o por todo lo que estuviera respaldado por el rótulo de noventero.

Para entonces éramos demasiado pocos quienes aún vibrábamos con los compases secuenciados de Thompson Twins, quienes dejábamos escapar lágrimas sinceras al encontrar en un sucia cinta de Betamax perdida algún capítulo temprano de Te quiero Pecas, quienes anhelábamos los buenos tiempos del Zoológico de la Mañana, quienes aún nos conmovíamos con la escena de la bicicleta voladora en ET, o quienes seguíamos preguntándonos por la forma como estrellas de la talla de Cindy Lauper o Billy Idol se contorsionaban en escena sin que sus peinados se vieran alterados. Porque para la mayoría “eso estaba muy viejo”.

Algunos derramábamos lágrimas de nostalgia al ver The Wedding Singer, y seguíamos sin entender porqué el mundo de los 90 era tan tristemente distinto de aquel con el que habíamos soñado en la década inmediatamente anterior. Pero éramos minoría.

Traer a colación a Musidramas, Cromadeportes de Cromavisión, a Los Prisioneros o a San Tropel eran excentricidades que aburrían a unos, hacían reír a otros –mientras nos miraban como se mira a los dementes–, o desesperaban a los restantes. Ni hablar de las burlas espetadas en contra de quienes profesábamos sincera admiración por las canciones de Yuri, Daniela Romo o Franco de Vita, o por quienes gustaban de los cortes de pelo secados a máquina y exhibidos con orgullo por los miembros de Poison, Warrant o Twisted Sister.

Fuimos pocos los que entonces, aún enganchados por esa década en la que imitábamos a tíos, hermanos mayores o condiscípulos de grados más altos, seguíamos vibrando al compás del solo de guitarra de Eddie Van Halen en ‘Thriller’. O los que dedicábamos jornadas enteras a preguntarnos acerca del destino incierto de Cusumbo o Benjamín Herrera.

Pero hoy las cosas no son así. Aquellos condiscípulos, tíos, hermanos mayores y nosotros mismos, observadores por televisión de los años de la guerra fría, el Cubo Rubik y el Atari, también crecimos, y comenzamos a hacernos viejos; o adinerados (no en todos los casos, claro); o yuppies; o una combinación de las tres mencionadas cualidades. Y esa es la clase de individuos a las que los estudios de mercado comienzan a tener en cuenta como el público bendecido con mayores niveles de poder adquisitivo. Por eso les venden de vuelta su nostalgia reenvasada.

Entonces todos los que poco atrás habían defenestrado de aquella vapuleada década se subieron al bus ochentero. Aparecieron bares como Full 80’s (en donde se mezclaban currulao, raspa, tropipop y The Cars). Andrés Carne de Res comenzó a organizar festividades nostálgicas en honor a aquel momento de la historia antes olvidado, y la mal llamada ‘música de plancha’ empezó a despertar el interés de quienes antes la miraban con repudio clasista y bufo. Quienes prefieren venderse como ‘undergrounds’ hacen lo propio con las no menos concurridas fiestas new wave y rumbas ‘retro-ochenteras’.

Gracias a ello lo que alguna vez estuvo dotado de cierta carga de magia y sorpresa ahora es monotonía. Y tenemos que oír por quincuagésima novena vez las mismas versiones, mezclas y remezclas de ‘Tainted love’, ‘Sweet dreams are made of this’ o “Cum on Eileen’ en cuanta rockola mp3 de cantina o en cuanto bar de moda pululen en nuestras desde la Primero de Mayo hasta la 140. Programas radiales de madrugada se dedican por amaneceres enteros a recibir llamadas para hablar de Automan, de los Gudiz de Jack’s Snacks, o de los Garbage Pail Kids.

Y estaciones como La W (antes dedicada a retransmitir los viejos éxitos de Tom Jones o de los hermanos Gibb), o La FM (desesperada por los malos resultados en materia de competencia con su rival de patio) se dedicaron a predicar el credo de “nuestra generación” y ese montón de cosas que con el tiempo fueron convirtiendo a aquella década prodigiosa, hasta entonces sólo apreciada por un selecto grupo de obsolescencias humanas, en el objeto manoseado y recurrente que hoy es.

Lo mismo, a una escala distinta ocurrió con los 60, periodo que ha servido para dar de qué hablar y comer a sociólogos, historiadores, locutores, disc jockeys, manolosbellones, dianasuribes, andresescarnederreses, y a otro centenar más de ‘expertos’ en el ramo.

YouTube hizo el milagro de reavivar sensibilidades perdidas y convirtió a nuestra mitificada década, para tristeza de quienes un día pensamos ser depositarios únicos y guardianes privilegiados del legado ochentero, en uno más entre esos recursos trillados y gregarios.

La explicación comercial del fenómeno de sobreexplotación del ochenterismo tiene como base los recuerdos que se disparan al estimular las nostalgias aún embargadas en los corazones de quienes fueron bee-gees en Multicentro, o de quienes fueron asiduos clientes del City Rock Café de la 82, o frecuentes visitantes de Uniplay.

¿Quién en 1998 habría cambiado un ‘Aeroplane’ de los Chili Peppers, por un ‘Fast Car’ de Tracy Chapman, o un Tamagotchi por un Game & Watch de la primera serie, de esos en donde unos bomberos se movían de un lado a otro de la pantalla de cristal líquido sin colores rescatando heridos de un edificio de tres pisos?

Pero, dado que hasta para los hechos y personajes más importantes del mundo suele haber relevo, ya se está viendo a los 90 adquirir esa especie de aureola mística que sólo da el transcurso del tiempo, y es así como los directivos de RCN, por ejemplo, han otorgado la categoría de Retro, a producciones que, al menos en mi mente de treintañero, pertenecen a años muy recientes, tales como Yo soy Betty, la fea o la aún más cercana Los Reyes.

Mal habríamos pensado que en los lejanos días en que dimos inicio a ese proyecto llamado www.museovintage.com, el mayor número de tráfico generado dentro de éste sería debido a esa nueva especie de buscadores de imágenes sobre Jimmy Salcedo, cuadernos de Guri Guri, o de estampas con la imagen de Nelly Moreno, o fotos fijas de Nerón Navarrete. Y que un día, dada esa saturación, hasta los más fervientes amantes de la década en cuestión íbamos a aburrirnos de esa pasión que otra vez el comercio nos robó del espíritu.

En vista de dicha sobreexposición de la que los 80 son ahora beneficiarios, hemos comenzado a olvidarnos de las nueve décadas restantes del siglo XX, una muestra más de la forma en que, faltos de recursividades, si bien no de recursos, nuestra televisión, nuestra radio y nuestra prensa optan por la fórmula comprobada de la réplica infinita.

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