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La no inclusión del perro dentro del menú olímpico es una prueba de la relativización moral de nuestras normas.
Durante la próxima edición de las Olimpiadas, y mediante un pacto celebrado entre la Asociación de Restaurantes de Pekín, se acordó un amistosa suspensión temporal en la venta de carne de perro, según hemos oído, producto de consumo y demanda frecuente en la capital china.
Algunos de los próximos visitantes parecían estar preocupados por el a su parecer asqueroso espectáculo de contemplar los despojos mortales de un chau chau convertidos en plato del día y sus extremidades y vísceras esparcidas en vajillas, tablas de picar y mesas, entre competencia y competencia. La organización no quería herir a nadie, y por ello los perros desaparecerán por un tiempo de los menús pekineses.
Al menos eso es lo que ocurrirá en el listado oficial de establecimientos recomendados para la nutrición de los cientos de miles de asistentes al certamen, so pena de ser expulsados de la agremiación. En el marco de semejante banquete comercial no creo que a ningún expendio de alimentos le interese quedarse fuera de la fiesta, por lo que no dudo del pleno acatamiento de los implicados a la normatividad  
Que ciertos chinos gusten de los canes, y no precisamente como mejores amigos del hombre, no es distinto a que ciertos colombianos y ecuatorianos coman cuyes, o a que la otra mitad del mundo sea feliz degollando, decapitando, cociendo o apanando aves, mamíferos o peces de todas las especies comestibles, costumbres que, por milenarias o evolucionistas que sean, siempre evocarán en las mentes sensibles alguna idea de crueldad.
Aunque soy vegetariano militante y consumado defensor de los derechos animales desde hace 16 años, me cuesta hablar del asunto si no se me pregunta. Por un lado me incomoda oír los mismos argumentos en contra de mi decisión, y por el otro me resulta impertinente entrometerme en las predilecciones dietéticas de mis contertulios, aunque a veces, junto con los rábanos, las berenjenas y los champiñones, también me trago mis palabras. Sin duda preferiría que la tierra entera se convirtiera al vegetarianismo. No obstante, para dejarme en paz a mí y a los otros prefiero comerme mis verduras en silencio, mientras los demás hacen lo suyo.
En cuanto a lo del perro pekinés me parece una posición amoral que el mundo se horrorice y exija, por unas semanas, dar trato preferencial a una especie animal determinada, tan sólo porque según los cánones de sus respectivas culturas verlos servidos en el comedor les resulta ofensivo o repugnante. La civilización ha hecho del hombre el centro del mundo y desde esa lógica el interés primordial, algo egoísta, es el de favorecer al hombre por encima de cualquier otra criatura.
Un ejemplo de esa crueldad tolerada, consentida y aceptada es el que la falsa aristocracia y la clase dirigente colombianas no hayan hecho nada significativo para frenar esa apología al maltrato animal que son las corridas de toros, espectáculo en cuyos palcos suelen solazarse simultáneamente el maestro Antonio Caballero o el también incomparable Fernando González Pacheco (a quienes no por ello dejo de admirar) mientras apuran tragos largos de manzanilla. Y que al mismo tiempo se haya decidido a condenar los espectáculos de circo en vista del maltrato del que los animales son víctimas en medio de estas es otra prueba de la relativización absoluta de nuestra moral elástica en materia de prácticas, alimentos y hábitos.
¿Es acaso dentro de la escala de muertes socialmente aceptadas es menos grave el sacrificar a un conejo español, a una gallina criolla, a un langostino del Caribe o a un cordero irlandés que a un french poodle?
Preferiría que nadie en el mundo tuviese entre sus predilecciones alimentarias a perros, iguanas, tortugas y reses. Sueño en silencio con que este sea el inicio de un proceso de concientización tendiente a visibilizar los grados de infamia en los que solemos incurrir por causa de nuestros caprichos o tradiciones gastronómicas.  Pero en este caso, el establecimiento de una diferencia de ese tipo es irregular y asimétrico, como casi todas las decisiones tomadas por la humanidad, arbitrarias, inconsistentes, egoístas… humanas.

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