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Semblanza al primer hombre-espectáculo del rock hecho en Colombia, quien en la noche del viernes sufrió un repentino infarto cerebral.
Aún Miguel Durier no ha cumplido 60. Las palabras anciano o adolescente le resultan, en consecuencia, insuficientes. Es por ello que verterlo sin cuidado dentro de algún molde generacional parece confuso, inoficioso y por demás difícil.
Con todo y eso su figura desprevenida y juvenil a la que de seguido vemos desfilar por las calles de La Candelaria, El Lago o Chapinero, y por casi todos los bares en donde se oiga y se haga rock en Bogotá, es tal vez el mejor símbolo local de la vitalidad eterna hecha hombre.
Su pelo -entre gris, blanco y plateado- no alcanza a opacar el brillo de sus ojos, que a la fecha parecen contener un alma infantil, ingenua, traviesa y perpleja, incluso después de tantas historias, de tantos desmanes, de tantos, tantos años.
Hace algo más de 42, y sin haber cumplido 18, el éxito alcanzado por el precoz Durier con Los Pelos –grupo amateur del que no quedó registro grabado-, le mereció una invitación a formar parte de una de las primeras formaciones de Los Flippers, pilar en ese castillo abandonado que es la incompleta y fragmentaria historia de nuestro rock and roll.
Hace algo menos de 40, y con un centenar de compromisos pendientes dejó a su banda por irse tras la aventura junto a Los Cuatro Crickets de México, en lo que se convertiría en la primera de una larga y maravillosa lista de irresponsabilidades, de aquellas que no pueden faltar entre quienes saben de sobra que destilan talento.
El combustible le alcanzó para hacer de una bodega en Manhattan su hogar, y para radicarse por cuatro lustros en Estados Unidos. Ahí estuvo tocando junto a Mitch Mitchell y Jack Bruce y trabó buena amistad con Andrew Loog Oldham. Incluso grabó un par de canciones para el fallido sello Tenaz, de la CBS colombiana, una antesala de la que nadie se acuerda a aquel 1988 cargado de rock en nuestro idioma. Luego regresó.
A quienes le hemos conocido de cerca o de lejos, a lo largo de por lo menos cuatro décadas dedicadas a la música, nos ha ofrendado noches gratuitas sobrecargadas de energía, de acrobacias en escena que van desde lo frenético hasta lo cómico, rozando aquella espectacularidad de la que sólo son capaces quienes han sido bendecidos por el don inexplicable del carisma; de quienes como él vinieron al mundo para ser frontmen, por encima de cualquier otra cosa.
Unos meses atrás, en una conmovedora congregación de veteranos del rock local, lo vimos cantar y tocar junto a sus amigos y compañeros de una banda a la que no podría caberle nombre distinto al de La Leyenda. Antes de comenzar su recital Miguel aclaró, burlesco, que aunque estaban “viejos y arrugados” aún sabían rockear. Y para no dejar dudas esa noche parte de su garganta, de su hígado y de su corazón salpicaron a un auditorio sorprendido y alegre.
El viernes, en el Palacio de los Deportes, hizo lo mismo. Aun en medio de las mismas fallas de desorganización, amplificación, producción, logística e infraestructura, de las que debió haber sido víctima al inicio de su carrera.
Como uno de los invitados de honor a la celebración del cumpleaños número 60 de su amigo Arturo Astudillo, con nada más que una guitarra como arsenal improvisó un par de canciones. Sonrío mientras firmaba discos, fotografías y recuerdos, propiedad de algunos de los entusiastas asistentes a esa lección magistral de rock nacional. Paseó su humanidad cincuentona, espigada, ágil y avasalladora por todos los flancos del escenario e hizo bailar sin tregua a los miles de privilegiados presentes. Aunque la costumbre era la de verle sonriendo estaba más feliz que siempre.
No alcanzaba a reponerse aún del propio éxito en la jornada, ni a prepararse para la que habría de venir en el Teatro Ástor Plaza junto a Fabio Gómez, al día siguiente, cuando un infarto cerebral lo desconectó del mundo, unas horas después de terminado el espectáculo, enviándolo sin mayor consideración desde el sábado a la Clínica Simón Bolívar, en donde ahora está después de haber sido operado, a la espera de un milagro.
Quienes hemos disfrutado del estrépito conmovedor del Route 66 en su voz, de sus mejores momentos con Los Flippers, o de sus piruetas rollingstonianas en escena, seguimos rogando a los dioses del rock que nos ven desde su propio cielo para que en sesión solemne decidan permitirle quedarse con nosotros, tan activo, escandaloso y peculiar como siempre ha sido, al menos por unos 40 años más. Todavía hay quienes creemos en la magia.
Aquí… un testimonio acerca de los inicios de Miguel Durier en la música y de sus días en Nueva York, grabado para el programa La Silla Eléctrica en 2005…

Aquí… interpretación, junto al gran Ernie Becerra del Lucky Man, de Emerson Lake and Palmer, registro filmado por Andrés Wolf, en medio de un recital acústico, en 2007.

 Aquí… versión de Los Flippers de la Winchester Cathedral de la New Vaudeville Band, tomada de su álbum Flippers Discotheque, 1966.

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