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Bogotá, sus calles y sus gentes sufren de una transitoria muerte cerebral todas las noches, de lunes a jueves. Resignados ante la inactividad que impera desde las 10, quienes la habitan se quedan dormidos o insomnes dentro de aquellas madrigueras de ladrillos y hacinamientos a las que llaman viviendas. Negándose a asistir a ese funeral aburrido de avenidas y andenes desolados.  A la espera de despertarse para el día siguiente porque a esa hora «no hay nada qué hacer afuera».
 
En Bogotá la vida nocturna no es la vida lícita de cafés, restaurantes de 12 AM y calles por dónde caminar sin miedos. Es la de la clandestinidad. La de los lupanares, escondites y amanecederos atiborrados de humo, de culpabilidad y de tufo a cerveza, a lenocinio  y a ensordecedores equipos de amplificación. La Bogotá de noche no se vive desde afuera. Se vive desde dentro. Aparte de ello hay poca oferta, y muy, muy poca demanda. Por eso lamento ver a mi ciudad agonizar cada noche, sin que nadie llore su letargo.
 
En la madrugada del viernes, sin embargo, me alegré de los pocos signos vitales mostrados aquí cuando era tan tarde. Esa noche salí de mi residencia hacia las 3:30 AM, un tanto temprano, sin tener nadie de quien despedirme.
 
Debía abordar el primer vuelo Lima-Bogotá del día, en tránsito hasta Buenos Aires. Me metí en un taxi, libre de los problemas clásicos de insufrible trafico capitalino de mediodía. Era bueno que no hubiera conductores hostiles en las calles oscuras y frías y que el viaje resultara inusualmente expedito. Arribé con facilidad al aeropuerto, que hoy pese a su insuficiencia parece lucir los efectos de un remozamiento a medias, y de una modernidad forzada. Sólo había una fila de chequeo.
 
De entre todos los que esperábamos, entre los primeros estaban los miembros de una pandilla de músicos británicos, con su arsenal de instrumentos sin desenfundar, aguardando como cualquiera en medio de la única aunque abundante hilera del lugar.
 
Comencé a discutir intrascendencias de viaje con quien me seguía en la lista de espera, Pilar, una amable mujer de las que hablan con familiaridad sin aquellos prejuicios odiosos que hacia el desconocido suelen profesar quienes viven prevenidos.
 
Ella y yo nos preguntábamos si acaso los británicos anónimos serían los miembros de alguna de las bandas invitadas al festival de jazz, quienes tal vez seducidos por las bondades de nuestra nación, habían decidido quedarse por unos días más.
 
Seguí mi trámite de counter. Subí. Pensé que me haría bien la sobresaturación calórica y cafeínica de uno de aquellos granizados de Juan Valdez en el segundo piso, con leche condensada y algunos otros elementos de alta toxicidad sacarosa. Pero de nuevo la afluencia excesiva de comensales me desanimó. Las muchedumbres espantan.
 
Sentada en una de las mesas Pilar me vio llegar arriba, mientras el aroma del ambiente dibujaba en su rostro cierta mueca de asco. «Este aeropuerto huele como a pecueca», dijo. Extraña manera de reanudar una conversación. -Huela a lo que huela, eso es algo que pronto dejará de importar, porque lo van a demoler-, le respondí. Ella continuó diciendo: «El problema con las remodelaciones y las obras como la que pretenden hacer con El Dorado aquí es que son doblemente traumáticas, por el desorden del país». Estuve de acuerdo.
 
Ella no me lo pidió, ni yo se lo solicité, pero en vista de su sensatez  terminé ubicándome a su lado. Seguimos relevándonos en el juego dialéctico de preguntas y respuestas sin sentido, cuando un hombre de los que había en el café comenzó a aproximarse afanado hasta los ingleses, ahora ubicados al fondo de la sala de espera.
 
Sin disimularlo demasiado señalaba a alguno de ellos, mientras enfatizaba con su índice un hecho que tanto a mi nueva amiga como a mí nos resultaba indescifrable… «¡Es él! ¡Es él!», decía. Llegó hasta donde el británico estaba y ante la imposibilidad de expresarse con la debida fluidez, le pidió con un ademán que se tomara una fotografía con él.
 
-Debe ser un personaje público-, sentenció mi amiga.
 
-Por público que sea, es un tanto ridículo ir a donde alguien a pedirle que pose contigo en una foto, precisamente por el simple hecho de ser público. ¿No?- le dije yo, en procura de lucir escéptico y razonable.
 
-Si fuera Peter Gabriel sería entendible. Aunque se corre el riesgo de que el admirado resulte ser un petardo. Una vez vi a Andrea Echeverri insultar a una niña en el Park Way porque le pidió un autógrafo.
 
Sin verbalizarlo pensé en lo poco que podría llegar a interesarme una firma de la señora Echeverri con todo y Grammy Latino. «Colombia ha demostrado que para la generalidad de sus habitantes es más significativo encontrarse con Juanes o con Naty Botero que con Roger Daltrey o Pete Townshend», agregué. 
 
Y luego concluí: «La única oportunidad en que pedí a algún personaje de la farándula que me permitiera hacerme una foto con él fue cuando me encontré al Hombre Caimán, en el Plaza Café de Unicentro, pero aparte de eso nada más. Si me tropezara con NN o con Bebé, el payaso, también lo haría. Pero con nadie más».
 
Lo estaba pensando, no como aquel que por su oficio suele encontrarse cada determinado tiempo con quien fue o es su ídolo, sino como el ciudadano desconocido que va por cualquier lugar en busca de algo o alguien con qué sorprenderse o de algún pretexto para vivir la vida vicariamente, a través de las estrellas.
 
Extasiado, el mismo hombre de hace un rato, aquel que había ido en pos del británico regresó con cámara en mano, como quien lleva un trofeo a casa.
 
-¿Quién es él?- le pregunté inquieto.
 
-Pues el Cama Camaleón. ¿Se acuerda de la canción?
 
Y empezó a dar muestras audibles de su mal inglés y su peor afinación mientras cantaba su versión criolla del Karma Chameleon: «Cama, cama, cama, cama, cama, camaleón».
 
Entonces lo supe. Aquel británico robusto e irreconocible cuya identidad hasta el momento no habíamos podido determinar era el cerebro detrás de Culture Club y uno de mis músicos predilectos de infancia. Me aterré. No por haber tenido cerca de mí a semejante personaje, sino porque aquel Boy George al que conocí no es el mismo al que recuerdo, anquilosado en mi visión de quien él debió ser hace 24 años. Al tiempo, aunque impuntual, a veces se le antoja ser severo y bromista.
 
En las mentes de la mayoría de quienes lo tenemos presente, incluido yo, Boy George sigue siendo aquel genio jovenzuelo de figura delgada y andrógina que nos escandalizaba en los 80. Uno más entre quienes dejó de ser estrella de manera muy prematura. Mi memoria congelada se quedó con la imagen del eterno intérprete de Do You Really Want to Hurt Me o de Miss Me Blind, cuyo reencuentro con su banda fue prensado en DVD, hace no mucho, pero nada más que eso.
 
Después, cuando llegué a Buenos Aires me comentaron que la ciudad había sido empapelada con carteles de promoción acerca del próximo recital de George en suelo porteño. La imagen escogida para la campaña era una fotografía de él en 1984, como intentando decirnos que su pasado fue prolijo pero su presente insuficiente.
 
Al saberlo medité sobre la maraña de sentimientos que puede habitar el alma de quien es amado por el mundo, no debido a lo que hoy es, sino a lo que algún día fue.
 
Es usual suponer que los actores, músicos o y demás profesionales del entretenimiento desaparecen cuando se hacen invisibles y dejan de figurar con la frecuencia de otros tiempos.
 
Tras sus días de estrella del pop mundial, supe de Boy George por algún mediano éxito de 1992 llamado The Crying Game, versión del clásico de Dave Berry, grabado con motivo de la película del mismo nombre. Me enteré de sus incursiones como diseñador al frente de su propia línea de ropa, B-Rude. También oí que vino hace algunos años en calidad de DJ, faceta de su multifuncionalidad en la que, lo confieso, no me sentí en modo alguno interesado. Ahora que estuvo cerca quise ir a verlo, pero me sobrevino un arranque súbito de tacañería. Y ahí, un viernes, cuando eran las cuatro en la mañana, lo tenía a dos metros.
 
La veteranía, por precoz y tranquilizadora que parezca, puede ser algo molesto. Debe resultar un tanto desconsolador tener 50 años y estar recibiendo eternos espaldarazos por aquello que algunas vez fuimos cuando tuvimos 25, y que ahora no somos, aunque todos nos condenen en su imaginación anclada, a seguirlo siendo.
 
Cuando oía a mis vecinos de El Dorado comentar lo mucho que «el de ‘Cama Camaleón’ había subido de peso» o lo varonil que lucía al ser comparado con su yo de los 80 me invadía el morbo de suponer lo que debe vivir quien está atrapado en su cuerpo de leyenda antañona.
 
Fui caminando hasta Boy George. Lo saludé. Nos tratamos con cordialidad. Le insinué mi intención imprudente de entrevistarlo, en una franca contravención a los principios del profesionalismo y el respeto a la intimidad.
 
Amable, aunque firme, me dijo que en otras circunstancias habría estado dispuesto, pero que en ese momento su única disposición era la de dormir bajo el amparo autista de sus audífonos y de su computador personal.
 
Viajamos hasta Lima en el mismo avión. Lo vi rodar su maleta de viajero hacia inmigración, como cualquier ciudadano de la tierra habría de hacerlo, con la carga de su nomadismo obligado a cuestas. De consuelo me quedó una foto, no del Boy George de 1984, sino del George Alan O’Dowd de 2008, cuyo verdadero nombre o carácter no interesan a nadie, pero que al final son su única gran verdad. La pondré por aquí, junto a la del Hombre Caimán (quien tampoco es Hombre Caimán; es Álvaro Lemon).

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