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Por esta época hay sobreabundancia de convites piscineros. Entérese del porqué en determinados casos es mejor decir no.

Sabio es aquel que –quizás con freudianas pretensiones– piensa en estanques, albercas, piscinas y demás yacimientos artificiales de agua como una suerte de prolongación de la experiencia prenatal.

 

De lo que estoy seguro es de que en la mente de nuestro célebre pensador imaginario aquellos abastecimientos de agua no exhiben el aspecto sedimentoso, lamentable y turbio de la mayoría de nuestras piscinas.

 

Desde ese lejano pasado casi ninguna cultura ha resistido este húmedo influjo, bien sea en forma de casas de veraneo, fincas de menor alcurnia, riachuelos casi secos, haciendas de todas las dimensiones y propietarios, centros de recreación tipo Bosquechispazos, Colsubsidio o las Cataratas de Melgar, y otros muchos más terrenos campestres.

 

Todos los anteriores predios en mención lucen como uno de sus grandes orgullos una refrescante y honda piscina, debidamente ornamentada con lozas azules, que bien se ajustarían en dado caso a las de la cevichería El Gladiadior, en la bella  Avenida Caracas, o a las del portal de algún motel aledaño a la malograda vía bogotana.

 

La cultura piscinera se ha expandido hoy a grado tal que ésta tal vez ocupa un muy honroso segundo lugar junto al mar en su riña por convertirse en la cúspide icnográfica del paseo de olla, los generosos platillos de icopor con lechona, el juego de rana, las obligatorias estaciones de alimentación en alguno de los Paradores Rojos de aquellos de los que abundan por decenas en nuestras carreteras, o el repelente esparcido con afán por las manos responsables de padres conscientes de los miserables efectos de las eventuales picaduras de zancudos sobre los infantiles cuerpos de sus hijos. 

 

Desde el punto de vista estrictamente biológico una piscina es un sistema cerrado. Esto, expuesto en la más simple de las formas es un escenario que contrario al mar o al río no cuenta con vías de renovación natural. En él continente y contenido se mantienen quietos,   con sus aguas empozadas, aunque en teoría ascépticas, por causa de las altas raciones de cloro y otros compuestos con los que se pretende disminuir los innegables rangos de peligrosidad infecciosa al máximo, mientras que el PH también es resguardado con dedicación por algún mayordomo interesado en el tema de acidez, alcalinidad y neutralidad.

 

No obstante, la tendencia muy colombiana a verter cuantos vasos de aguardiente se puedan, o de regar involuntariamente uno o dos de los platos de sancocho de espinazo que se sirven en torno  a la indefensa alberca en medio de las faenas de waterpolo criollo y las aguas menores que  incrementan su caudal desde las uretras de los competidores al fragor del torneo acuático, van transformando esa apacible tonalidad azulosa en una suerte de tinte amarillento y viscoso, dinámica a que se unen  quienes, por alguna suerte de incontinencia patológica son asaltados bajo el agua por el deseo infame de convertirse en impunes miccionantes de piscina.

 

Entonces creen  que el agua clara que les rodea es el mejor escudo para dar rienda suelta a sus vulgares procesos diuréticos, comienzan a evacuar sus vejigas convencidas de que el lugar es un mingitorio público, contando a veces con la delatora suerte de que además de los ya mencionados químicos, hay en ciertas pisicinas un reactivo cromático que  al contacto con la micción va dejando una estela colorida por un pigmento delator.

 

Existe la creencia popular, en particular cuando de niños se trata, de hacerles ver la inminente necesidad de ‘reposar’ una o dos horas antes de haber comido antes de retornar al pestilente remedo de mar.  Esto es aguantarse las quejas afanadas y gemebundas de los pequeños por tenerse que someter a esta involuntaria abstinencia, sin tener otra cosa qué hacer distinta a patalear y quejarse ante los demás bañistas.

 

Tras su regreso, sin que nadie se atreva a aventurar un dictamen médico certero aparecen infecciones en los oídos, hongos en las extremidades inferiores, y demás.

Yo mismo, que nunca fui adepto al tema de las piscinas porque soy peor nadador que escritor, tuve que ir obligado por mi madre a uno o dos paseos de los que siempre me despedí con alguna enfermedad de piscina como recuerdo. Una vez fueron hongos en el oído medio, la otra piquetes de zancudo y otros insectos hematófagos, la otra escabiosis. Ante todas estas no  tuve más que ser tratado por raciones extremas de antibióticos y cremas.

 

El bueno del doctor Hugo Castro, que había sido pediatra de mi madre y luego de mi tío y luego de mí, no sin antes advertirme con respecto al inmenso riesgo que constituye para el individuo saludable el sumergir su cuerpo en ese caldo de cultivo en donde humores, secreciones, e infecciones se dan macabra cita, fue el responsable de mantenerme con vida, no con poco esfuerzo.

 

No creo, de todas formas, que el peor de los males en lo que a piscinas concierne sea el alto espectro de dolencias infecciosas cutáneas y subcutáneas que el contacto con la urea y la inmundicia puedan producir en el desprevenido nadante, sino más bien en el vestir y en los hábitos clásicos del paseo piscinero.

 

Pocas cosas más desagradables hay que el presenciar a los cuatro costados de una piscina el desfile impúdico de quienes afectados por la obesidad, el exhibicionismo u otras patologías endocrinas o psiquiátricas de distintas naturalezas y sintomatologías, van de un lado a otro mostrando con orgullo al universo sus enormes vientres, su rimero de celulitis o sus pechos masculinos protuberantes, no por las férreas jornadas de ejercicio, sino por el aumento desmedido de tejido adiposo, que por el descuido ha comenzado a hacer del cuerpo del obeso, su lugar eterno de habitación.  O por las estrías, que en vista de los no muy buenos hábitos alimentarios de sus poseedores, gozan también de un rol destacado en lo que a cultura piscinera se refiere.

Podría también hablar de ciertos sólidos de aspecto desagradable que en ocasiones suelen emerger amenazantes, o de ciertas glutinosas sustancias con aspecto de esputos que en ciertas oportunidades flotan en las orillas. Pero lo evitaré, para no ofender la pulcritud del amable lector.

 

¿Y qué decir del inoportuno balonazo, injustamente arrojado por regla general hacia la cabeza de quien tan sólo quiere mantener la paz acuática por unos instantes? ¿O del sensato transeúnte que, al ser avizorado por alguno de los resentidos bañistas decide arremeter contra él y arrojarlo por la fuerza a esta tóxica sopa humana?

 

No quisiera entrar a hablar de esas tangas a las que se ha llamado narizonas ni bigotudas porque el tema de entrada me genera una repulsión estética tal que podría dejarme sin comer por varias semanas. Sin embargo no trataré con la misma indulgencia indiferente a las chanclas, objetos que, por su sonoridad misma están marcados por el signo de lo repugnante.

 

Onomatopéyicamente hablando, creo que pocos sonidos pueden evocar de manera más precisa y molesta al objeto que representan. Porque las chanclas, sobre todo cuando se deslizan sobre el suelo mojado, o cuando quien las porta lo hace con la nula elegancia que amerita una situación como tal, producen un extraño Chanc-chanc, que por mi parte recuerda el ruido constante y molesto de las señoras también obesas que hacían mercado en la plaza de 7 de agosto cuando yo tenía 6 años, o en la Galería de Calarcá, llevando como era costumbre, una buena ración de rellena, acompañada por kilométricos e interminables espirales de longaniza.

 

La pisicina parece ser el lugar preferido por todos para renunciar al pudor y la moral. No en vano la mayor parte de festividades de despedida de fin de año tienen lugar en torno a una pisicina, y es en ella donde comienza a fraguarse el ayuntamiento anual entre el casado presidente de la firma con alguna vendedora a quien contra su voluntad convertirá en madre soltera, para luego desaparecer, con el indeseado embarazo como triste final. Y así, con todo, para el colombiano promedio: Paseo sin piscina no es paseo.

 

Se va haciendo hora de terminar, no sin antes explicar que más allá de ser un bello espacio de socialización, en la piscina se dan cita las menos honrosas bajezas biológicas humanas, las enfermedades de transmisión clásicas de medios acuosos, y los más subrepticios aunque molestos atentados contra la estética y el buen vestir. Y no hay galón de menticol bloqueador solar, ni bronceador Hawaian Tropic con olor a coco o piña piña, que puedan ocultarlo.

En mi próxima entrada procuraré hablar de paseos en general. Por hora, como siempre, oigo comentarios, insultos, puntos de vista, y me someto al peor de todos los castigos del blogger, que es la indiferencia.

 

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