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En una de sus recientes estocadas de espadachín regordete, D’Artagnan, quien aparte de periodista, escritor y chef social, a veces ha hecho manifiestos también sus dotes de impertinencia (cosa de la que ningún opinador está libre) dedica 12 párrafos a hablar de la presunta homosexualidad de Hugo Chávez Frías.

 

Sus palabras exhalan un molesto tufo a chisme de villorrio. No importa a cuántos pensadores serios, escritores de ligas mayores y académicos de la lengua convoque para justificar el impresentable hecho de hacer alusión a la no comprobada e intrascendente predilección sexual del Presidente venezolano, o de cualquier otro individuo.

 

Bajo el título de «Qué machera la de Chávez», el afamado comunicador, quien a todas luces ha mostrado su aborrecimiento por el primer mandatario venezolano, planteó con furor obsesivo la teoría de que el líder parecía ser ‘ambidiestro’.

 

Y rubricó eldespropósito con su argucia de que de seguro éste no tenía un » ‘pichirilo’ comparable con el del ‘Tino’ Asprilla, ese sí mundialmente famoso». Como si las proporciones de las astas viriles gubernamentales debieran ser objeto de discusión.

 

¿Son asunto nuestro las proporciones fálicas de Nelson Mandela, Ruud van Nistelrooy, César Gaviria, Ricardo Cicilano, Trujillo o Benito Musollini?

 

Con esto no planeo ahondar en la legitimidad o ilegitimidad de la gestión de Chávez o de Álvaro Uribe Vélez, ni en la inconveniencia o conveniencia, coreada a gritos por canales de televisión, revistas, periódicos, blogs, facebooks, myspaces y emisoras de radio, de sus quehaceres políticos.

 

Si me dedicara a ello, y como siempre termina sucediendo, el presente espacio se convertiría en un rimero de proclamas antichavistas o antiuribistas. Y para eso hay lugares por montones.

 

Trato, todos los días, de creer que somos capaces de crearnos conceptos propios y dejar de suponer que estamos a expensas de lo que dictaminen RCN (Radio Casa de Nariño), el Grupo Prisa (porque el mundo marcha de prisa, de prisa), El Tiempo (que todo lo cura), o CNN. Pero, otra vez, todos los días recibo malas sorpresas.

 

Alguna edición reciente de este diario reparaba, estadísticas en mano, en la percepción favorable de Colombia para con ciertas figuras e instituciones, recalcando, eso sí, el grado de aceptación que según los guarismos de Gallup tiene Álvaro Uribe, a quien ellos ubican en un 80%.

 

El cuadro del deshonor contrastaba con el triste 10% de Chávez. Está visto que la mayoría de los supuestos 1.000 encuestados, además de D’Artagnan, y un vasto sector del país no está muy conforme con las características del Presidente que tenemos por vecino. De eso hablan hasta la disfonía taxistas, ejecutivos de cuenta, creativos de agencias publicitarias y demás.

 

Por ello es que se ha hecho un hábito frecuente del colombiano escupir toda suerte de adjetivos sobre el nombre de Chávez (muchos de ellos absurdos y del todo apasionados, aunque algunos no por completo carentes de razones). Y por extensión, profesar dicterios de toda clase sobre éste.

 

Recalco, para evitar sobreinterpretaciones, y para protegernos de rencillas innecesarias: No propongo una discusión sobre Chávez o Uribe, ni una apología o una condena a lo que simbolizan. Porque ya hay demasiadas.

 

Pero sí creo sano reclamar el derecho a separar la gestión pública de una figura en sus condiciones, por encima de hipótesis o de especulaciones inútiles, bastante más propias de La Negra Candela que de quien debe tener méritos suficientes como para ser uno de los columnistas más leídos y respetados del país. Claro está que dichas deficiencias informativas no nos son ajenas. En Colombia ocurre a diario.

 

Hay una extraña proclividad del humano a centrarse en las problemáticas sexuales de sus caudillos. Le ocurrió a John Profumo, ministro de Defensa Inglés; a Bill Clinton; y a por lo menos una docena de políticos colombianos. La historia ha demostrado que admitir las flaquezas en este terreno es la mejor estrategia y que negarlas trae consigo un efecto paradoja. Por ello Bill sigue haciendo conferencias de un millón de dólares y mantiene un matrimonio en apariencia sólido.

 

Las discusiones en foros, academias y demás  acerca de cuál es el punto de deslinde entre la esfera pública y la privada han sido tan manoseadas que por lo general caen en la glosa. 

 

Pero de vuelta al asunto queda claro, al menos en este caso, que entre La Negra Candela y D’Artagnan la diferencia es de forma y lenguaje, mas no de contenido.

 

Y es que… ¿tiene alguna trascendencia el hecho de que Hugo Chávez ejecute sus faenas copulatorias con miembros de su mismo sexo; que esté por salir del armario; o que, en caso contrario haga de las suyas con Naomi Campbell? ¿Por qué esa mueca morbosa ante las declaraciones de la contemporánea protagonista de El Cantar de los Cantares, en el sentido de que el Presidente no es un gorila «sino más bien un toro»?

 

De mucho tiempo se ha discutido en cócteles, lechonas bailables y pasillos de peluquerías acerca de las tendencias homosexualoides de algunos jefes de Estado, primeras damas, altos parlamentarios, alcaldes mayores, liberales, y conservadores, además de procedentes de autodenominadas fuerzas independientes.

 

No voy a mencionarlos por nombres propios porque supongo que las historias son bien famosas. Pero sobre todo porque tienen poca o ninguna importancia. Quien no las conozca puede preguntarlas, y con toda certeza alguien (que a su vez las habrá oído por bocas de otros alguienes, más lenguaraces) le contará.

 

Si tomamos como una posibilidad la premisa de que el ser tolerantes con conductas que sólo tienen lugar en el fuero íntimo de los señalados (siempre y cuando éstas no incidan sensible o apreciablemente sobre el pueblo) es una muestra de civilidad y decencia, entonces D’Artagnan está faltando a esa mínimo precepto ético.

 

Tampoco fue un acierto por parte de Chávez su respuesta ante las imputaciones de quienes cuestionaron su virilidad al afirmar, como en efecto lo hizo, aquello de «soy suficientemente macho», y que «sólo faltaba» que lo acusaran de homosexual. Las explicaciones, además de sobrar, tenían sabor a homofobia militar.

 

Podría haber utilizado alguna expresión algo más reivindicatoria. Pero la mesura en la palabra no es una de sus pretensiones. Y Chávez es un militar.

 

Bien lo mencionó Luis María Ansón en palabras citadas por D’Artagnan a propósito de su artículo del periódico La Razón titulado ‘¿Hugo Chávez, gay de armario?’: «llamar a un hombre, homosexual, o a una mujer, lesbiana, no es ya un insulto sino, por el contrario, en muchos casos robustece el orgullo gay»… y, -añado-  «la pose bisexual de tiempos recientes, entre quienes no lo son, pero desean ser visualizados como tales».

 

Ansón ejemplificó el asunto al sostener que si un político era «masón, testigo de Jehová, o del Opus Dei», su país tenía derecho a saberlo. La argumentación queda invalidada porque, por ejemplo, un testigo de Jehová nunca aspiraría a tal cargo, amparado en la idea de que el reino al que pertenece ‘no es de este mundo».

 

No es saludable mezclar el terreno de las fallas o aciertos de Chávez en su esfera de dirigente, ni de ningún otro de sus homólogos, con aquellas prácticas llevadas a cabo en el sagrado lecho de la privacidad.

 

No dudo que a las buenas o a las pésimas noticias del entretenimiento les interesen los presuntos ayuntamientos entre modelos y presidentes, o entre efebos y gobernantes.

 

Pero hombre, D’Artagnan, ¿Dedicar casi 8.000 caracteres con espacios a semejante irrelevancia? ¿Llegar hasta el lindero especulativo de atribuir la simpatía de Piedad Córdoba por Chávez a una preferencia sexual no comprobada?

 

Es una trampa peligrosa aquella de negar las virtudes de aquellos a quienes imaginamos como nuestros enemigos. Pero sobre todo la de disparar ráfagas de aborrecimiento sin fundamentación, con el único objeto de desacreditar a alguien. Quien termina desacreditado, al final del camino, es el opinador gratuito. La furia y las cabezas calenturientas desfiguran el discurso.

 

Nadie, que se sepa, ha metido sus narices o su lengua en los lamentables quebrantos físicos del autor, algo de lo que por supuesto él no es culpable.  Tampoco sé, hasta el momento, que alguien haya pedido a Ansón, en su calidad de miembro de la Real Academia Española, el hacer declaración pública de sus ayuntamientos.

 

Sí. Es cierto. Roberto Posada puede decir cuanto quiera al escribir. Se supone que está haciendo ejercicio de su editorial derecho al ‘arte de opinar’. Nadie está obligado a leerlo.

 

Todos esperamos, como en cualquier caso, que D’Artagnan disfrute de buena salud, y sabemos que nadie, ni siquiera su médico tratante debería o tendría derecho alguno a hacer de ello el centro de un texto de opinión con la descalificación como propósito.

 

Entonces ¿Por qué él, al igual que muchos otros columnistas suele incurrir en el molesto hábito de obrar así con la intimidad sin importancia de otros, más allá de cuán públicos éstos sean?

 

La columna de Roberto Posada García Peña (D’Artagnan) puede ser leída aquí.

La de Luis María Ansón, aquí.

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