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La Revolución Industrial inglesa, uno de los procesos sociales y económicos más importantes de los últimos dos siglos, no ha permanecido congelada en el tiempo. Al revés, su comprensión ha resultado inseparable del presente: las cambiantes miradas han estado sujetas en gran medida a debates contemporáneos. Ningún análisis sensato sobre este proceso, y de manera más general sobre el desarrollo económico, puede ignorar el contexto en el que fueron formuladas sus interpretaciones.

Una de las primeras miradas sobre la Revolución Industrial acentuó sus rasgos más sombríos. Después de los nubarrones soplados por Dickens, Ruskin o Morris, que delineaban la miseria y explotación de la clase trabajadora, se apoderó del horizonte un clima de mayor pesimismo a finales del siglo diecinueve. Muchos ingleses se preguntaron: ¿cómo era posible tanta riqueza en medio de tanta pobreza?

La ‘condición de Inglaterra’ suscitó numerosas reflexiones. Los Webb, socialistas fabianos, hallaron un culpable: la Revolución Industrial. Estos pioneros de la investigación sociológica inglesa clamaron por sindicatos más fuertes y una legislación más benévola hacia los obreros, concluyendo así que la historia invitaba a la intervención del gobierno. Al tren de los Webb se subieron otras figuras de la época: Toynbee, los Hammond e incluso G. B. Shaw.

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Trabajo infantil en una fábrica inglesa en el siglo XIX, Library of Congress, Washington

Entre 1920 y 1950 la ‘condición de Inglaterra’ lucía diferente. Una nueva preocupación por la Revolución Industrial floreció marcada profundamente por la guerra, las altas inflaciones, el desempleo y la Gran Depresión. Economistas como W. W. Rostow, J. M. Keynes y William Beveridge se empeñaron en resolver el misterio de los ciclos económicos e industriales. El período de entre guerras dejó poco espacio para el optimismo en Europa, un velo que cubrió igualmente a la Revolución Industrial.

Las dos décadas siguientes brindaron una luz de esperanza. La reconstrucción de las economías europeas después de la Segunda Guerra Mundial renovó la confianza en los procesos industriales. Aquellos años resultaron fundamentales para la disciplina económica, cuyas propuestas fueron una parte fundamental de la lucha en contra del comunismo soviético. En medio de la Guerra Fría algunos economistas pretendieron erigir la economía en una ciencia universal del comportamiento humano y de las sociedades. Robert Solow, por ejemplo, expresó este credo ideológico de modo arrogante bajo la pretensión de una ciencia objetiva: ‘Usted puede arrojar un economista moderno en una máquina del tiempo… en cualquier tiempo, en cualquier lugar, junto a su computador personal; él o ella empezarán un negocio sin siquiera molestarse en preguntar en qué lugar y en qué tiempo se encuentran.’

En este período, la nueva interpretación de la Revolución Industrial acrecentó la obsesión por el crecimiento desbancando las viejas preocupaciones sociales. Esta forma de concebir el mundo y la economía produjo una serie de recetas aparentemente sencillas para el desarrollo de países relegados al ‘Tercer Mundo’: en casi todas ellas, la democracia había acompañado a la Revolución Industrial. El libro The Stages of Economic Growth: A Non-Communist Manifesto de Solow se convirtió rápidamente en una de las biblias de la nueva ortodoxia individualista, liberal y neoclásica. Inevitablemente, estos dogmas crearon sus propios herejes.

Los últimos cuarenta años han puesto en duda la interpretación de Solow. La historia y la antropología criticaron de nuevo su manera universal, simplista y fuera del tiempo de concebir las relaciones sociales, las creencias y la amplia variedad de experiencias humanas. También han surgido miradas más complejas del desarrollo económico. Las tesis de Solow se basaron en premisas sin fundamento, en la reordenación selectiva de acontecimientos históricos y en un ostensible compromiso anticomunista. Inglaterra estuvo muy lejos de ser una verdadera democracia a lo largo de todo el siglo diecinueve, pero esto no impidió que Solow y sus amigos la presentaran como la cuna de la modernidad política y económica. A la Alemania de Bismarck también la recorría una alergia a la democracia y, sin embargo, no tardó en despuntar como una potencia industrial superando incluso al Imperio Británico.

Las urgencias e intereses propios del presente han contribuido a modificar nuestra mirada de la Revolución Industrial. Inversamente, esas miradas sobre el pasado nos han abierto distintas puertas hacia el futuro. Amparada en su supuesta condición de ciencia, la economía se ha basado en muchas ocasiones sobre falsas premisas teóricas e ideológicas. Los últimos cuarenta años han demostrado que no existe una sola forma de crecer ni de industrializarse. El desarrollo económico no se acomoda fácilmente a los dogmas liberales de Solow ni al memorial de agravios socialista de los Webb. La Revolución Industrial es apenas un ejemplo que permite introducir una reflexión importante para los próximos años: tener una idea menos ideológica de la relación entre el pasado y el presente será fundamental a la hora de reconstruir nuestras economías y sociedades.

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