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– ¿Dónde conociste a Kata Mejía? -, pregunta Paloma Valencia entrando al metro. Nos abrimos camino entre la gente apeñuscada en el pasillo.
 
– Me la presentaron en Filadelfia el día de las elecciones del congreso de Colombia. Yo estaba de jurado de votación -, digo tomando uno de los soportes metálicos del vagón. Estudiantes de NYU, mamás con sus hijos, hombres con portafolios en sus manos, todos se agarran de donde pueden ante la aceleración del tren.
 
– ¿Qué sabes de ella?
 
– Sé que hay un cuento muy fuerte detrás de su obra. Un rechazo al conflicto armado colombiano. Vi unas fotos sangrientas de un ‘performance’ llamado ‘Healing’, en su página Web. Sale con un traje negro sobre un piso ensangrentado; como si estuviera muerta.
 
– Qué interesante -. Paloma abre los ojos. – Tanta sangre en Colombia, tantos muertos sin razón -. El metro para en algunas estaciones. Deja pasajeros, recoge otros. Acelera.
 
– ‘I’m sorry’ -, me dice una señora al venirse encima mío.
 
– ‘No problem’ -, respondo negando con la cabeza. – Es increíble que la gente en Nueva York sea más amable que en Filadelfia. Con la fama que tiene los newyorkinos de secos y malgeniados. Eso es porque la gente no conoce Filadelfia. Incluso el ambiente en el metro es más amigable.
 
– Aquí ya vamos a cruzar el ‘East River’ -, dice Paloma señalando hacia arriba. Dejamos Manhattan y entramos a Brooklyn.
 
– Lo interesante de Nueva York es que hay gente de todos lados del mundo -, digo echando un vistazo a mi alrededor. Asiáticos, árabes, latinos, anglosajones, africanos, eslavos. – Nueva York no es Estados Unidos ni Estados Unidos es Nueva York. Es un error pensar que el resto de los Estados Unidos sea así. Esta ciudad es sui generis.
 
El metro desacelera, entra a la estación ‘York’ y se detiene. – Aquí nos bajamos -, indica Paloma asegurando su morral al hombro. Nos abrimos paso entre la gente y salimos.
 
– Qué gentío -, digo camino a las escaleras que llevan a la superficie.
 
– Es la hora pico -, responde Paloma subiendo los hombros.
 
Salimos a la tarde primaveral y bajamos por ‘Jay Street’. El sol brilla calentando la fachada de un edificio de ladrillos. Carros parqueados y bicicletas encadenadas en su frente.
 
– Y ahora tenemos la incertidumbre de las elecciones; yo quería votar por Uribe -, dice Paloma al llegar a la intersección con ‘Front Street’. Una casa con el mural de un arlequín hacia el norte, un edificio de ladrillos rojos hacia el sur. – Es hacia allá -, añade con su índice orientado en esa dirección. La estructura en hierro del ‘Manhattan Bridge’ cortando el horizonte de la calle.
 
– Sí, no se sabe lo que vaya a pasar. La incertidumbre de las elecciones tiene a todo mundo nervioso. Si Juan Manuel Santos queda presidente, podemos estar ad portas de que Hugo Chávez nos declare la guerra. Sí Antanas Mockus queda, el camino del país en torno a la seguridad democrática es incierto. Me parecería un excelente candidato si viviéramos tiempos normales. En algunas cosas tiene políticas de derecha y en otras de izquierda. Para la situación actual es una incógnita total.
 
– Ese es el problema de Mockus la imposibilidad de predecirlo. Uno no sabe si va a hacer un excelente gobierno o uno pésimo. Se sabe que es inteligente, pero no se sabe a ciencia cierta cómo va a manejar las cosas -, dice Paloma arrugando la frente. – Y como en las declaraciones se contradice es imposible precisarlo. Mockus dice que admira a Chávez y luego que está en la antípoda política. Aunque tiene un equipo excelente -, añade asintiendo. Caminamos bajo el puente ante el zumbido de los carros que pasan a toda velocidad.
 
– Si queda, Colombia corre el riesgo de caer ante Chávez -, digo levantando la ceja. – Si no fuera porque Chávez ha resguardado a las FARC, estarían acabadas. Lo lamento por Colombia y en especial por mi mamá. Ella salió escapando del comunismo en Checoslovaquia y se lo vino a encontrar en Colombia. Tenía doce años cuando huyó con su papá y su madrastra cruzando la frontera hacia Alemania Occidental. Saltaron sobre alambrados de púas y cables electrificados. Los guardias tenían la orden de disparar a matar -, digo ante el bramido de un tren que recorre el puente.
 
– Conozco un cuento peor. El abuelo de una gran amiga escapó del comunismo en Polonia y se radicó en Cuba. Entró Fidel Castro y le tocó escapar. Se fue a Venezuela y ahora le tocó el “socialismo del siglo XXI”.
 
– El “socialismo del siglo XXI” -, dibujo las comillas con mis dedos, – que Chávez nos quiere imponer a todos -. Pobre tipo el abuelo de tu amiga. Mi abuelo duró tres meses enfermo de pena moral en Ceará, Brasil, luego del escape. Mi mamá me cuenta que no se levantaba de la cama. Esa ruptura cruza a mi familia como espina dorsal -, digo bajando la cara. – El socialismo es fundamental. Hay mucha gente pasándola mal -, respondo subiendo los ojos. – Por fin el mundo entendió que el hambre de algunos es problema de todos. En los seis meses que viajé por Brasil vi mucha pobreza. En Salvador, Bahía, una señora con peritonitis tuvo que ir al hospital en bus. Tenía la muerte pintada en la cara -. Caminamos frente a una boutique que exhibe botas de cuero y cruzamos ‘Adams Street’ entre edificios de ladrillo erigidos a un lado y otro de ‘Front Street’. – Lo que es aberrante es pensar en comunismo a esta altura de la historia. Eso te muestra el atraso de Latinoamérica con respecto al resto del mundo. Los políticos quieren aplicar sistemas que se impusieron en Europa hace sesenta años. Lo disfrazan de socialismo moderno, cuando no es nada distinto al comunismo que impuso la Unión Soviética en la Cortina de Hierro.
 
– El problema de un sistema así es la imposición. Mal que bien, la estructura teórica del capitalismo permite la libertad; y ha surgido naturalmente de la interacción humana. El comunismo, en cambio, tiene mucho de imposición.
 
– Hay gente que aún cree que un país sale adelante con comunismo. ¡Qué utopía! En Latinoamérica pareciera como si la caída del muro de Berlín el nueve de noviembre de 1989 y la Perestroika fueran eventos de un libro de ficción -, digo ante la base del ‘Manhattan Bridge’ que aparece en la intersección de ‘Washington Street’. Su estructura de metal y cables de puente colgante iluminados ante los rayos del sol. La línea de rascacielos en el fondo con el ‘Empire State Building’ erguido en medio del arco que forma el pilar del puente. Le tomo una foto jugando con la sombra que producen los edificios laterales de la calle. – ¿Sabes cuántos años tiene el ‘Empire States’? -. Paloma levanta los hombros y niega. – Setenta y nueve años, su construcción terminó en 1931. Volvió a ser el edificio más alto de Nueva York después de la destrucción de las Torres Gemelas. Aquí llevan siglos construyendo un país desarrollado mientras que en Colombia llevamos siglos de corrupción política. Por eso es que hay tanta pobreza y gastamos nuestra energía en la pugna inocua entre izquierda y derecha.
 
– El problema en Colombia es mucho más que ideológico. Lo que es interesante es que todas las ideologías, al fin y al cabo, aspiran a lo mismo: el bienestar de las sociedades, el progreso y la eliminación de la pobreza. La diferencia son los mecanismos para alcanzarlos. En Colombia la gente se acostumbró a usar la violencia como herramienta política y la violencia es inaceptable en la discusión ideológica. Una cosa es morir por una idea y otra, muy distinta, matar por ella.
 
– La guerrilla en Colombia hace tiempo dejó de luchar por ideales políticos. Sus crímenes dejaron de ser políticos. Hoy en día son crímenes de narcotráfico, extorsión, secuestro, homicidio, pura delincuencia común y terrorismo. Por eso llevan el calificativo de terroristas -, digo frunciendo el ceño. – Aunque admito que entiendo su concepción. El legado de los políticos corruptos en Colombia y América Latina es nefasto. Tenemos un continente resquebrajado luego de siglos de saqueos. Por eso estamos rezagados ante el mundo. Claro, los que más sufren son los pobres -, digo apuntando mi cámara hacia el ‘Manhattan Bridge’. – Ven nos tomamos una foto con el puente -. Paloma se corre el pelo de la cara. Estiro el brazo y tomo la foto retratando su sonrisa de pose casual con la mochila al hombro, su saco de tortuga blanco y el abrigo oscuro en las manos. Yo con chaqueta negra, gafas oscuras y la cara de malevo de siempre.
 
– La corrupción en Colombia es generalizada. Ojala fueran sólo los políticos… son todos. Una cultura rarísima, donde la gente se roba la plata de las obras públicas como si ellos mismos no se afectaran en el robo. No tiene sentido. Se roban la plata de la carretera que ellos mismos van a necesitar. No están pensando en el país sino en ellos, como si la vida individual no dependiera de las condiciones del colectivo. Por eso hay que volver. Nueva York es muy agradable, pero yo voy a volver a Colombia, ese es mi país.
 
– Yo creo que hago más por Colombia afuera que adentro, donde alguna gente te mira con odio -, le digo llegando a un edificio de losas grises. – Allá los pseudo-intelectuales no te perdonan que tú no seas de izquierda. Por eso te excluyen de sus círculos. Si supieran que los escritores que estaban contra el régimen comunista en Checoslovaquia son considerados héroes de la patria. Václav Havel, Ivan Klíma, Pavel Srut, entre otros. Claro, como a uno no le duelen las cosas sino hasta que le toca vivirlas.
 
– El debate ideológico es apasionante, pero hay que entenderlo en un contexto, y es lo que te decía, al final todos queremos lo mismo. Hay una nación que subyace y que nos une; un proyecto social colectivo que se ha quedado en borrador porque no superamos los estigmas.
 
Una pareja sube unos escalones y entra de la mano a un café. Una pértiga anuncia las galerías de ‘Front Street’ en la siguiente puerta. Entramos al lobby naranja y subimos a un corredor en el que varias galerías abren al público. En ‘A.I.R. Gallery’, personas de diversas edades admiran las obras de la exposición ‘Feeling what no longer is’. Elaine Angelopolus, de Massachusetts, exhibe una mesa de tinto con costuras y porcelanas contra la pared. Eleanor Antin, de Nueva York, unas fotos en las que aparece un hombre de traje y corbatín, apuntando un revolver hacia una bailarina. Sophie Calle, de París, la foto de un hombre desnudo cortada por el cuello, sus partes nobles escondidas detrás de su entrepierna. Esta leyenda a su lado: “No matter how hard I try, I never remember the color of a man’s eyes or the shape and size of his sex. But I decided a wife should know this things. So I made an effort to fight this amnesia. I now know he has green eyes”. – Interesante, bien interesante -, dice Paloma subiendo una ceja. Continuamos nuestro recorrido viendo las fotos de un carrusel de la griega Sophia Petrides, y unos telares de la española Elena del Rivero. – ¡Wooow! Mira, Doris Salcedo -, exclama Paloma ante una foto de unos asientos apilados entre dos edificios. – Me encanta, es una dura. ¿Crees que sea un montaje o podrían todos esos asientos?
 
– No estoy seguro, aunque no creo que sea un montaje. Parece una instalación; seguro se tomaron el trabajo de apilar los asientos. Yo he visto esta foto antes -. “Istambul – Project I, 2003. Photograph by Bill Orcutt”, lee la ficha técnica. Las fotos del ‘performance’ de Kata Mejía a su lado. En una aparece en túnica negra, metiendo la cabeza dentro de un hueco en la pared. En otra se ve la sangre chorreada en la pared desde el hueco hasta el piso, una vasija al lado, Kata acostada boca abajo en el piso, una línea roja trazada en el suelo desde la pared hasta su cabeza. Otras fotos muestran sangre chorreando de otros huecos y nuevas líneas rojas que cortan el suelo blanco.
 
– ¡Devastador! -, dice Paloma abriendo los ojos. – Eso somos: sangre. Brutal.
 
– Expresan violencia. Lo que más me gusta es que reflejan la angustia del artista. Mira, ahí está -. Kata anda junto a la pared con una mano entre la otra.
 
– Viniste -, dice al verme.
 
– Siempre cumplo lo que digo. Mira ella es Paloma Valencia, otra escritora de Colombia -, se dan la mano.
 
– Muy impactante tu obra, me encanta la sangre como expresión del dolor; -, le dice Paloma.
 
– Qué me puedes contar acerca del ‘performance’ -, le digo sacando papel y lápiz.
 
Kata pliega los labios, baja los pómulos y vuelve a meter una mano entre la otra. – Se llevó a cabo en 2007, en la galería ‘Lab Gallery’ en la 47 y Lexington Av., en Manhattan. Hubo un segundo ‘performance’ en la galería Randall Scott en Washington. Los realicé en conmemoración al aniversario de la muerte de mi hermano, Camilo Mejía Restrepo, secuestrado y asesinado por las FARC en 2006. Lo hice como un ritual que me ayudó a superar su muerte -, dice subiendo una ceja. – Esta es la forma en que confronto mis emociones. Hago el rol del “chamán” que le está curando las heridas a mi hermano. Los cuatro días representaron los cuatro miembros de mi familia que se quedaron llorando su muerte.
 
– ¿Cómo fue el ‘performance’? -, pregunto levantando mis ojos del papel.
 
– Me arrodillaba, humedecía el pelo en una vasija llena de pintura roja, e introducía la cabeza en cada uno de los orificios que construí en la pared. La pintura chorreaba hasta el piso, me acostaba boca abajo y empezaba a reptar hacia atrás, moviendo un hombro y luego el otro. Mi pelo iba pintando las líneas en el piso. Cada una me tomó quince minutos.
 
– Debo irme -, dice Paloma con el celular en la mano. – Se me olvidó que tenía otro compromiso -. Nos despedimos.
 
– ¿Qué más me puedes contar? -, pregunto volviendo hacia Kata.
 
– El Washington Post sacó un artículo del ‘performance’. Era muy importante para mí reclamar justicia y señalar a las FARC como terroristas. Para que se conozca de forma internacional lo que pasa en Colombia -, dice afilando la mirada. – El dolor no sanó a pesar de que la obra se llama ‘Healing’, pero comprendí que hay que atravesar ese momento y enfrentarlo -. Deja pasar un instante. Baja los ojos, los levanta de nuevo. – Es una especie de ritual que usé para curar de forma imaginaria las heridas de mi hermano. Todo es muy simbólico.
 
– Tiene mucha fuerza el mensaje Ven te tomo unas fotos -. Kata se recuesta contra la pared, junto a las fotos y la vasija. Toma una mano con la otra exhibiendo su camisa azul satinada. Encoge los hombros. Le digo que quiero una con ella y por fin deja salir una sonrisa. Su esposo, Huston Ripley, la toma.
 
– ¿Vas a venir al performance de ‘Mending’? Es el próximo jueves. Voy a quitarle las hojas a unos repollos y coserlas de vuelta. Quiero demostrar que un daño que se hizo no se puede reparar.
 
– Yo pensé que era hoy. No es fácil para mi venir desde Filadelfia -, le digo inclinando la cabeza hacia un lado. – Debo leer los cuentos finales de mis alumnos de Temple y entregar notas. Aparte estoy escribiendo una novela que quiero terminar -. Kata baja los pómulos, suspira y me mira con ojos tristes.
 
– ¿Sabes qué? -, le digo guardando mi libreta en el morral. – Aquí estaré.
 
Me presenta con Serra Sabuncuoglu, la curadora de la exposición, quien me da un libro del evento y me indica cómo llegar de vuelta al barrio chino para tomar el bus a Filadelfia.
 
– ¿No quieres ir a comer con nosotros? -, pregunta Kata.
 
– No, me devuelvo a ‘Philly’, mañana dicto dos clases, ‘Creative Writing’ y ‘Business Writing’.
 
Vuelvo a York, tomo el metro y me bajo en ‘Delancey Street’. Sigo las indicaciones de Serra y encuentro la terminal de buses entre las calles oscuras del barrio chino. Me monto en el primer bus que sale y miro las calles pasar de largo ante la noche. Saco el libro de Serra y leo lo siguiente: “Kata Mejía, cuyo hermano fue secuestrado y asesinado por la guerrilla de las FARC, exhibe su agonía personal al público. Mejía utiliza su cuerpo, el espacio y los objetos para canalizar su sufrimiento y el peso físico y emocional generado por su pérdida. A través de sus gestos hipnóticos, la artista busca exorcizar el dolor y revela el reto interminable que genera superar una pérdida… Mejía usa el arte para procesar lo inconcebible, le ha servido de catarsis y paño de lágrimas. Su obra puede ser entendida como la representación de las diferentes fases del duelo. En contraste con el silencioso y devastador ‘performance’ de ‘Healing’, la artista ha expresado rabia en trabajos como ‘Urban Rites’. Con la rotura de platos de porcelana, lanzados a una pared de cemento, sus gritos agónicos evocan angustia primaria. En “Castigo”, Mejía le pega a un blanco con la hebilla de una correa hasta que lo destruye y ella queda exhausta. La artista exige una retribución, pero la futilidad inherente a sus acciones no genera un alivio. Su trabajo sin embargo deja una huella, una marca generada en nombre de su hermano. A través del arte, Mejía intenta conectarse con fuerzas afuera de ella para aliviar su propio dolor intentando alcanzar el espíritu de su hermano.
 
Supongo que parte de uno muere con la muerte de un ser querido. Parte de nuestra historia se fue con mi abuela. Mi tío Nemesio murió hace un mes y con él murieron los recuerdos que él tenía de chico con papá. Recuerdos que ninguna otra persona tenía. Un poco de papá murió con él, así como parte de mis primas también lo hicieron. Claro, mi tío era de setenta y uno y falleció de forma natural, no a manos de la guerrilla ni a los veinte. Parte de Kata murió con su hermano, así como parte de su papá, de su mamá y de su otro hermano, fueron asesinados.
 
No es lo mismo perder a una persona a que alguien te la arrebate y se la lleve para siempre. Tu vida racional, como la conocías, deja de existir. Sientes rabia. Sale a flote en movimientos violentos que intentan destruir todo lo que has construido. Luego sigues contigo mismo en un proceso de autodestrucción. Los platos rotos son un arrume inicial de cosas quebradas en una larga lista que termina con el alma. Pasa la rabia y queda ese vacío. Esa ausencia de voz que nos vuelve mudos. Al fin y al cabo no hay palabras para expresar el dolor. Te come por dentro como un veneno hasta que te marchitas y se te quitan las ganas de sonreír.
 
Recorremos el ‘Holland tunnel’ y tomamos la I – 95 hacia el sur. Los rascacielos del distrito financiero iluminan el oleaje en la desembocadura del río Hudson. Hace nueve años se erigían las torres gemelas contra el hemisferio de Manhattan. La Estatua de la Libertad frente a ‘Ellis Island’ mirando en silencio el paso de hombre por el tiempo.
 
Somos de memoria corta. Hay quienes andan diciendo que el holocausto fue un montaje. El 11 de septiembre pasó al olvido. En Colombia ya no nos acordamos de cómo era el país en el 2002, cuando ni siquiera se podía tomar carretera por miedo a ser secuestrado por las FARC. Claro, aquellos que sienten el dolor en su propia piel se acuerdan bien de ello. La niña que salió huyendo del país que la vio nacer y carga el desgarro de una ruptura irreparable. El que sufre el despojo de un ser querido visible en todas partes. En el hemisferio estrellado, el brillo de las olas, el viento que golpea mi cara. Aquel que vive en el recuerdo, tuyo y mío, pero no podemos abrazar.
 
 
Espere: ‘Mending’ – Performance de Kata Mejía – Por: Eduardo Bechara Navratilova
 
Vea fotos en: www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com
 
Vea más obras de Kata Mejía en: www.katamejia.com
 
escarabajomayor@gmail.com

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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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