Quién iba a imaginar que la edad fuera el aspecto de mi vida que más drásticamente cambiaría en estos días de cuarentena.

Y que mudaría tan profundamente, que ahora estoy seguro de que mi vieja edad nunca volverá a ser la misma que solía ser. Y menos lo será esa solitaria fecha de nacimiento que aún figura en mi cédula de ciudadanía.

Empecé a percibir estos cambios el día en que supe que tenía 65 años de edad. ¿Apenas? Pues mi edad, días antes, y a la hora de mi entrada en cuarentena, y según lo registró a la sazón mi cédula, ¡era de 72 años!

Noté entonces que mi edad estaba perdiendo años. Pocos, eso sí, pero, perdiéndolos, al fin y al cabo. Cosa que, bien lo sabemos, pocas veces ocurre en el humilde mundo masculino.

Ante esa pérdida solo acerté a exclamar entre enormes signos de admiración (¡!): qué edad tan poco rígida tengo yo. Sí, solo eso dije.

¿Qué había ocurrido? ¿Acaso ella, por enfrentar el coronavirus, organizó su propio madrugón de rebajas?

No. En mi caso, a ella la mueve otro propósito. Muy saludable, por cierto: evitar, a su manera, que el coronavirus, a mis 72 años, me obligue a pasar una larguísima cuarentena en el cementerio, el lugar donde los muertos acostumbran vivir.

En la rebaja de años se funda su estrategia. Gracias a la cual, y para despistar al coronavirus, yo rejuvenecí de repente, como ya dije, de 72 a 65 años. Y la maniobra ha funcionado muy bien: el bicho no me ha convertido en pieza de cementerio. Aún no, hasta donde yo sé.

Sin embargo, la pérdida de años trae inconvenientes que no pienso pasar por alto.

Si, por ejemplo, mi edad baja a menos de 60 años, Colpensiones suspenderá mi pensión, y tendré así que volver a trabajar y a solicitarla de nuevo. Y esto no se lo deseo ni al peor de mis coronavirus.

Y si desciende a 40 años, o más, y mi cuerpo lo sabe, que la diosa del sexo me ampare en semejante trance.

Porque mi colgante equipo de fecundación querrá salir del letargo en que hace rato se halla, y volver, goloso, a sus antiguas peripecias. Y bien erguido y arrogante, como en los viejos tiempos.

Y también que en estos menesteres no haya intentos fallidos, y sí muchos, muchos polvos efectivos. Y muy buenos, de ser posible.

Con estos recortes de edad tengo a raya el coronavirus. Me asalta, sin embargo, una duda final: si a este bicho maldito le da por fijar su mirada más en mi calvicie que en mi edad, ¿qué será de mi vida?

Por conservarla tendré que persuadir al coronavirus que, de todos los calvos que abundan en Colombia, los de Bogotá somos y seguiremos siendo los más duros de “pelar”.

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