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“Me ven, luego existo”, solía decir el gran sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman en muchos de sus escritos y en conferencias públicas parodiando singularmente a la teoría cartesiana. Y lo hizo, para llamar la atención sobre la pérdida acelerada de los valores que empezaron a derrumbarse en la llamada modernidad y han casi que desaparecido en esta posmodernidad que habitamos.

El renombrado filósofo nos calificó como una “sociedad fragmentada en átomos”, debido a que ya nada nos aferra a los otros. Cada día somos más individuales. Menos solidarios. Más solos. Una de las características de las sociedades posmodernas es que se han convertido en fábricas de desconfianza que abocan a los individuos a un mercado de competencia y división individualizada, como lo apunta certeramente Andrea Sánchez en su escrito ‘Bauman, la modernidad líquida y el espejismo de las redes sociales’. Y frente a esta soledad, el sociólogo justifica el éxito de Facebook que, como el animal depredador, “huele el miedo y crea un espejismo, un salvavidas al que nos aferramos, creándose una falsa ilusión de comunidad, alimentando superficial e imaginativamente nuestro anhelo de colectividad”.

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Nos vanagloriamos de “pertenecer” a una red social sólo porque aparentemente nosotros tenemos el control. Es decir, en la sociedad real y física somos uno más. En mis redes, yo elijo a quién quiero tener y en “mi espacio” puedo escribir lo que me dé la gana sin ser censurado. Nos acostumbramos a escondernos en el ciberespacio y apenas si asomamos la cabeza a la realidad. Caemos fácilmente en la trampa del ‘fake news‘ porque, la verdad, no nos importa siquiera corroborar que lo que se dijo ahí era cierto o no. Nos gusta el escándalo, lo amarillista, la explotación de la pornomiseria, y todo aquello que nos multipliquen “me gusta”, “me encanta” o, más aún, “ser compartidos”. Al fin y al cabo, la veracidad del contenido, en este mundo líquido, parece ser lo menos importante.

Pero la cosa no para ahí: se vuelve más grave. Los medios tradicionales que se sienten acechados, cercados y puestos en riesgo, han heredado los peores vicios de las redes y sus noticias giran en torno a lo más sórdido de cada historia. Cada vez menos, las cosas positivas son buenas noticias. Cada vez más, las malas noticias son, paradójicamente, las “buenas noticias” para el rating mediático. Ese mismo que impone que no importa quién sobrevivió, sino cuántos murieron; no importa el honesto que construye, sino el corrupto que destruye. Las redes son cloacas abiertas que infestan todo. Y, sin filtro alguno, millares la consumen sin beneficio de inventario. La mentira toma eco, crece en proporción y termina, convirtiéndose en una “verdad” que puede acabar con la honra y hasta la vida de inocentes.

Pero la cosa no para ahí: se vuelve más grave. Los medios tradicionales que se sienten acechados, cercados y puestos en riesgo, han heredado los peores vicios de las redes y sus noticias giran en torno a lo más sórdido de cada historia. Cada vez menos, las cosas positivas son buenas noticias.

Que equivocados estamos cuando creemos que somos quienes controlamos las redes cuando, la verdad, son ellas quienes nos controlan. Deambulamos por ahí, como zombis posmodernos, pegados a una pantalla de seis pulgadas apagando el mundo exterior. No importa si estamos en la mesa dispuestos a cenar; en la misa del domingo; en el funeral de un conocido; en el cine; en la primera cita con la novia o dentro de un aula de clases: esta clase de “droga moderna” me aferra a la virtualidad peligrosa, esa misma donde nos sentimos más cómodos porque es una “realidad” de mentiras, creada por y para nosotros donde casi nada es verdadero.

Y lo escribí en una columna anterior -y me perdonan por repetirlo- pero en las redes nada es lo que parece: el cobarde es valiente; el hipócrita es sincero; el alienado se convierte en alienador; el grotesco en romántico; el estúpido en pensador; el pensador en ocioso; la infiel en fiel, el religioso en fanático y el político en honrado. Lo peor de todo, es que así los aceptamos y los aplaudimos cada vez que le damos un “me gusta” a un mensaje compartido aunque, en el fondo, sabemos que ese mismo no corresponde al proceder del que lo emite.

Somos ciudadanos de mentiras conviviendo en un universo irreal y superfluo que me permite desdoblar aquello que, en la realidad, jamás podría o me dejarían hacer. Las redes, de algún modo, son el refugio del cobarde que ve en ellas el escondrijo seguro para el insulto y la infamia. El limbo que tiene atrapada a la humanidad creando casi que una mala copia de nosotros mismos. Y como creemos –equivocadamente—que la red nos pertenece, nos adjudicamos derechos que no tenemos, como el de agredir al otro; avasallar, ridiculizarlo, en fin, nos creemos unos pequeños dioses que solo con oprimir una tecla jugamos con la reputación y el destino de los demás.

La tecnología no es mala. Jamás lo será. Si es mala, o buena, dependerá enteramente del uso que le estemos dando. Y al parecer, por la creciente desinformación, esa misma que se asume como verdad, la cloaca ya se desbordó y la mierda nos está salpicando a todos.

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