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Salí corriendo por el césped, los tacones se hundían en la tierra húmeda. Me sentí mareada, mis ojos se llenaron de lágrimas que sin contenerse desencadenaban un río de agua en mis mejillas. Aquel dolor definitivamente, no era comparable con ningún otro, nunca lo había sentido antes.

La multitud de rostros inexpresivos, de caras aparentes observaban a lo lejos la manera en que yo huía. Nadie intentaba detenerme. Murmuraba incoherencias para mis adentros mientras corría e intentaba contener el dolor, casi enloquecía. Ver a tantas personas, con esas ínfulas, prepotencia e hipocresía junto a él, me desesperaba.

Al pasar un rato, casi desvanecida, sin fuerza, tropecé contra una roca, rasgándome la media y raspándome la rodilla. Mi mirada se posó en la sangre de la herida, viéndola de manera borrosa por las lágrimas que aún no evacuaban. Apachurré los ojos para dejar escaparlas.

Al abrirlos, un par de zapatos negros, brillantes y finos se acercaban, alcé la mirada. Era él. Me lancé a sus brazos, rodeándolo con los míos con tal fuerza que casi sentí que caía al suelo cansada, pero la felicidad de aquel momento me impedía pensar en otra cosa que no fuera su presencia. Él respondió a mis abrazos con el mismo amor que antes, cuando estaba vivo.

Caminamos durante horas y escuchó mis problemas, le conté quien había sido leal tras su muerte y quién no. Fue una tarde inolvidable, siempre la pasábamos bien juntos, pero ahora era muy diferente, era necesario valorar cada momento. Le pedí perdón por los malos ratos y le agradecí por todo lo bueno, pero él detuvo mis palabras:

-Tranquila, tendremos mucho tiempo para hablar, ahora tú me vas a acompañar… Te queda poco- dijo mi abuelo mientras volvía a abrazarme y se desvanecía.

Justo en ese instante un sonido de “ti-ru-ti-ru-ru-ru-ru” se escuchaba a lo lejos, mis ojos fueron abriéndose a tiempo que mi mano, de manera automática, apagaba el despertador.

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