El Park Way, ese idílico parque lineal en el que se podía caminar, meditar, encontrarse consigo mismo, escuchar el canto de los pájaros, el escenario de otros días que convocaba a compartir en familia y relajarse con una buena lectura, dejó de serlo.
Le dio paso a los traficantes de estupefacientes, al olor nauseabundo e insoportable del bazuco, la marihuana y las escenas de distribución de papeletas de cocaína y otros alucinógenos.
Ya no se ve al lector de horas disfrutando de un libro o a un joven distraído contemplando con su pareja un atardecer, una buena charla de enamorados o de espontáneos vecinos compartiendo una historia encontrada en un texto o un pensionado contando las anécdotas de su vida.
No, no, no. Hoy este parque insigne de la ciudad de Bogotá, que fue construido en los años 50 con base en la teoría Beatiful City, que quiere decir jardín bello, y que está ubicado entre las calles 45 y 36 y bordea la carreras 24, no es un bulevar, es un muladar.
El parque lineal construido como un verdadero jardín que cuenta con especies nativas fue tomado por las ventas ambulantes de todo tipo, comidas, postres, sándwiches, empanadas, artesanos, libreros, drogadictos, alcohólicos, indigencia, limosneros, desplazados, venezolanos pidiendo todo tipo de ayudas, nubes de humo y grupos de jóvenes consumidores de drogas y licor acompañados de jíbaros que distribuyen estupefacientes los siete días de la semana.
Las sillas para el descanso de los vecinos, la tertulia, son utilizadas por borrachos, vendedores y adictos, y los árboles, elemento destacado, se han convertido en baños públicos. Los olores se revuelven con los excrementos de las mascotas.
El CAI que funciona dentro del parque es un testigo mudo en medio del olor a hachís y malabaristas y acróbatas de la distribución de drogas, éxtasis y otras sustancias llamadas pesadas.
Una zona costosa en servicios, arriendos e impuesto predial, donde el metro de suelo está a precios de oro y, sin embargo, no tienen la seguridad y la tranquilidad, la calidad de vida, la calidad ambiental. El sonido de los equipos de sonido perturba día y noche a los residentes. La idea de un barrio fresco y tranquilo se acabó.
Las zonas verdes están deterioradas. Y los árboles son utilizados para hacer equilibrismo con cuerdas que se amarran de lado a lado, impidiendo el paso y el reposo de los habitantes.
La Casa Ensamble, que le daba un aire de intelectualidad, de centro de discusión y de compartir la cultura, cayó en pandemia y sus puertas se cerraron. Y el sendero peatonal está hecho un mercado de las pulgas, con mercancías exhibidas sobre el suelo.
En una palabra, dar una vuelta por lo que era un parque da dolor, qué pena.
Un homenaje a la desidia y al deterioro. Y como testigo mudo de la venida a menos del que se consideraba el corazón de Bogotá está José Prudencio Padilla, el único almirante mulato de la maltratada historia colombiana, que hoy es víctima de los disparos que a diario soporta de excremento de palomas y los grafiteros y vándalos. Ha tenido que batallar y padecer de todo, hasta la pérdida de una de sus extremidades.
Adiós, expulsaron la tranquilidad del Park Way. Hoy tiende a ser otro mercado de las pulgas.
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