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Colombia debe re-acercarse a la Haya y asumir su responsabilidad con el derecho internacional

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 La semana pasada la Corte Internacional de Justicia de la Haya le dio un duro golpe a las pretensiones de Colombia en la disputa con Nicaragua por el mar alrededor del archipiélago de San Andrés. La corte desestimó las objeciones preliminares colombianas y decidió continuar con un proceso que puede llevar a que se le asigne una porción mayor de mar a Nicaragua y que se le exija a Colombia acatar el fallo de 2012. La decisión levantó una tormenta política en Colombia, y llevó al gobierno a criticar fuertemente a la corte y levantarse del proceso, que ahora seguirá sin representación permanente de la defensa de Colombia.

La decisión tiene antecedentes en el fallo de 2012 (que se explica aquí), y en el ambiente político interno colombiano, que en 2012 ya había empezado a polarizarse frente a las elecciones de 2014, y que hoy está polarizado alrededor del proceso de paz. Frente a la decisión de la semana pasada, el presidente Santos decidió responder a las presiones políticas internas de corto plazo, para proteger su proceso de paz, en vez de continuar el proceso en la Haya y tratar de evitar que el próximo fallo sea incluso peor para Colombia. Santos está jugando al corto plazo cuando el riesgo para Colombia es de largo plazo.

Para entender lo que le espera a Colombia, hay que empezar por el principio. Colombia no perdió del todo en el fallo de la Corte Internacional de Justicia del 2012, como los líderes políticos quisieron hacerlo ver. Al reconocer que el tratado Esguerra-Bárcenas de 1928 es válido, la CIJ reafirmó la soberanía de Colombia sobre el archipiélago de San Andrés. La pretensión inicial de Nicaragua era desconocer el tratado, alegando falta de autonomía al firmarlo por estar ocupado por EE. UU.; si la corte hubiera fallado a favor de esa pretensión, la soberanía colombiana sobre San Andrés estaría en disputa. El reconocimiento del tratado es de entrada una victoria para Colombia, que en numerosas ocasiones temió que se pusiera en duda su soberanía sobre las islas.

Lo que perdió Colombia fue un área de mar, que siempre creímos que era colombiana porque pensábamos que el tratado de 1928 era un tratado de límites, cuando solo era un tratado de soberanía territorial. En el tratado nunca se definió inequívocamente al meridiano 82 como límite entre los dos, sino que se dijo que la soberanía colombiana no se extendería más allá de esta línea. Al dejar esa ambigüedad, la CIJ encontró un motivo para entrar a fijar límites de acuerdo a sus propios parámetros.

La canciller, unos días antes del fallo, afirmó que lo más probable era que la corte anunciara una sentencia “salomónica”, en donde a cada parte le correspondería algo, y que Colombia, como demandado, seguramente quedaría aburrido. En otras palabras, la canciller preveía que la corte afirmaría la soberanía colombiana pero asignaría un pedazo de mar a Nicaragua. Inmediatamente se le vino el país encima, como si ella estuviera buscando un fallo en contra de Colombia, cuando todo lo que hacía era reconocer la verdad y seguir con la postura colombiana tradicional de acatar el derecho internacional. Unos la llamaron traidora y pidieron su renuncia desde el congreso, y otros la condenaron a la “lista infame” de colombianos que entregan al país.

Parece que el más sorprendido con la reacción nacionalista y condenatoria frente al fallo fue el mismo gobierno. En vez de acatar el fallo, como había dicho constantemente que haría, el gobierno encontró que ser consistente con el derecho internacional significaba perder apoyo en medio de la furia colectiva que se adueñó de todos los partidos políticos. El fallo llegó en un pésimo momento para Santos, quien buscaba su reelección en 2014 y enfrentaba una caída de popularidad de 82% de aprobación cuando inició su mandato a 52% en junio de 2012. Sumarse a ha histeria colectiva era la mejor salida política para mantener sus aspiraciones de reelección, y hasta ahí nos llegó la sensatez.

Santos sacó su famoso “el fallo se acata pero no se aplica”, como si pudiera dejar contento a todo el mundo. La excusa fue que la constitución colombiana no permite modificar los límites sin un tratado o un laudo arbitral reconocido por Colombia. Esta excusa funcionó para mantener la calma, pero puso a Colombia en contravía del Pacto de Bogotá, que le da autoridad a la CIJ para interpretar tratados en disputas sobre límites, y de la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados (conocida como tratado de tratados). El tratado de tratados expresamente prohíbe actuaciones como la del gobierno Santos en su artículo 27, pues afirma que “Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado”.

Al preferir calmar la presión política interna, Santos empezó a desconocer las obligaciones legales colombianas, y a sentar un precedente muy negativo para futuras disputas, tanto con otros países como con empresas y ciudadanos extranjeros. Si Colombia desconoció el tratado de tratados, ¿por qué no desconocería en el futuro los acuerdos que permiten la inversión extranjera o el funcionamiento de empresas en Colombia? Mala señal.

El pronunciamiento de la CIJ de la semana pasada no es muy distinto. La corte desestimó las objeciones preliminares de Colombia, la mayoría de las cuales no tenían sustento. Este fallo corresponde a una segunda demanda de Nicaragua, donde pretende que la corte termine de fijar los límites marítimos (que quedaron parcialmente inconclusos en el fallo de 2012) y que obligue a Colombia a aceptar el fallo anterior. Colombia argumentó que la corte no era competente porque ya se había retirado del Pacto de Bogotá, pero su retirada entró en vigencia después de que Nicaragua instaurara la segunda demanda. También afirmó que ya existía cosa juzgada, dado que el fallo de 2012 definió algunos límites. Sin embargo, como se ve en el mapa usado por la corte en el fallo, un área importante quedó sin delimitar.

Decisión de la CIJ en 2012 sobre límites marítimos

En el mapa se observan las líneas rojas, que representan los límites asignados por la corte en 2012, y la línea punteada amarilla, en donde todavía no hay decisión. Esa será la discusión del nuevo fallo, que posiblemente determine que el área marítima alrededor de San Andrés quedará desconectada del resto del mar colombiano, y que una porción incluso mayor de mar será asignado a Nicaragua.

Colombia podría, y debería, regresar a la corte y defender lo que considera como mar suyo. En el momento no existen razones para pensar que la corte fallará necesariamente a favor de Nicaragua, y por eso se necesitan argumentos que defiendan la postura colombiana. Al retirarse de la corte, Santos trata de mantener apoyo político interno, pero está entregando el juego de largo plazo a Nicaragua.

Si la corte fallara en contra de Colombia, lo más probable es que en 20, 30 o 50 años tengamos que retirarnos del mar asignado a Nicaragua, así logremos mantener la imagen de que es nuestro en los próximos 5 o 10 años. Ese el juego de largo plazo que está jugando Nicaragua, y que Colombia dejó de jugar. Al mismo tiempo que se aleja de la posibilidad de defender su mar legalmente, Colombia se muestra al mundo como un socio poco confiable que acata solo lo que se falla a su favor. Bien lo advierte el editorial de El Espectador, cuando dice que “¿con qué grado de credibilidad llegará a firmar un acuerdo de paz un gobierno que solamente cumple y acata lo que le conviene?”.

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